Parece imposible leer la poesía de Alejandra Pizarnik sin reparar en el tema del miedo. De todas las metáforas que la poeta argentina utilizó para expresar su miedo, aquella con que termina el poema que dedicara a su psicoanalista León Ostrov, titulado El despertar, es la que más me impresiona.
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo
Su capacidad para construir metáforas surrealistas le valieron las líneas quizás más citadas de las últimas que Julio Cortázar le dedicara: «El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos». Julio intentaba exorcizar el espectro del suicidio, pero era tarde: Alejandra ya se lo había espetado en una póstuma misiva: «Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡Oh, Julio!) de la locura y de la muerte». Como Ramos Sucre en su penúltima carta a su prima Dolores, Alejandra se había emancipado del miedo a la muerte.
El epistolario de Alejandra Pizarnik asombra por esa mezcla de lucidez y locura. De un lado, su conciencia diáfana: «Me asalta y me invade muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida», le escribirá a Ostrov, ya radicada en París. Y a Cortázar le confesará que su miedo es pánico de enloquecer: «La locura, la muerte. Nadja no escribe. Don Quijote, tampoco. Julio, odio a Artaud (mentira) porque no quisiera entender tan sospechosamente bien sus posibilidades de la imposibilidad». Cortázar, Ostrov, Biagioni, Altschul, Arias, Squirru, Bordelois y tantos más se hacen confidentes de su miedo.
En 1965 publica Los trabajos y la noche, y en 1968, Extracción de la piedra de locura, dos poemarios esenciales para entender su poesía y su miedo, que son de una vastedad inusual a su corta edad, a menos que entendamos los entresijos del borderline. En Fragmentos para dominar el silencio, la poeta del miedo nos muestra, a mi modo de ver, la duplicidad tan propia de la poesía construida desde las catacumbas de la locura: «Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral».
El tema de las voces lejanas, de los rumores distantes, de los ecos remotos es común a Ramos Sucre, Pavese, Plath y otros poetas en que el suicidio se dio como colofón de una vida atormentada por esa otra lucidez, la que proviene del sobretiempo mental de las horas insomnes. Está claro en Anillos de ceniza:
Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.
Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición de sol en pequeños soles negros.
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.
La vida de Alejandra fue permanente lucha contra los dueños del silencio. En otra carta a Ostrov lo confiesa sin ambages: «Tengo que hacer poemas bellos y tengo que poblar de voces mi silencio». Y fue una lucha contra la yacente, la otra Alejandra que pugnaba en ella, la que intentaría negar en sus últimos poemas, como declararía a Ivonne Bordelois meses antes de suicidarse.
Finalmente el miedo se hizo pavura, y Alejandra puso fin a sus días. La obra poética de Alejandra Pizarnik fue inmenso apercibimiento de su muerte. Cuando el miedo deviniera en pavura —lo sabía—, todo estaría perdido.
Te hablo
estoy con pavura.
hame sobrevenido lo que más temía.
no estoy en dificultad:
estoy en no poder más.
no abandoné el vacío y el desierto.
vivo en peligro.
tu canto no me ayuda.
cada vez más tenazas,
más miedos,
más sombras negras.