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Roberto Ponce Cordero
ViceVersa Magazine

Entre la nostalgia y el deseo

Mucho más aún que de otros movimientos literarios, del modernismo hispanoamericano se puede decir que no es una escuela poética unitaria y homogénea, sino más bien un espacio de confluencia de diferentes elementos diferentes y hasta contrapuestos. De hecho, es posible acercarse al modernismo por medio del análisis de las tensiones inherentes a algunas de sus contradicciones fundamentales. Así, por ejemplo, a lo sin duda epígono y afrancesado de la poesía modernista se puede oponer su indiscutible ímpetu innovador y su fuerte anclaje en el castellano y en el universo hispánico; al casi proverbial “escapismo” y “torremarfilismo” de sus exponentes (aunque mejores y menos peyorativos términos serían, en mi opinión, “alienación” o “enajenación”), el compromiso político de algunos de sus autores (Martí, Rodó), pero también, aunque menos evidentemente (al menos a primera vista), el valor del movimiento entero como documento del shock ante la modernidad de más de una generación; al aparentemente desmedido interés por los cisnes, las ninfas y los jardines japoneses, la fundación consciente de una literatura por vez primera específicamente latinoamericana.

Este carácter dialéctico del modernismo, crisol de influencias diversas y sintetizador productivo de una nueva y original sensibilidad literaria, puede ser rastreado tanto en la obra poética como en su recepción crítica, ocupada ya desde hace décadas en bregar, con mayor o menor éxito, con lo contradictorio y finalmente inasible e inclasificable del movimiento. Reaccionaria, conservadora, progresista e incluso revolucionaria al mismo tiempo, la estética modernista es preciosista y etérea en extremo, pero es, también, la estética por antonomasia del doloroso parto de la modernidad en América Latina y, como tal, una estética indisolublemente entrelazada con el devenir histórico del subcontinente. Más aún, como estética de esta labor de parto, de este proceso social que incluye la literatura y la desborda, el modernismo no es solamente un mero “reflejo” de la forzosa pero también orgánica inscripción de las repúblicas latinoamericanas en la modernidad burguesa a finales del siglo XIX, sino además el código cultural, el lenguaje, con el que dicho parto se nombra, se hace inteligible y se constituye como un proceso complejo, enmarcado en un marco global y sujeto a múltiples vaivenes (que no uno de simple importación acrítica o de asimilación).

Para entender ciertos aspectos del modernismo como fenómeno cultural heterogéneo y dialéctico de y en una época de crisis, quizás sea útil recurrir a una versión “desdogmatizada” del concepto originalmente trotskista del desarrollo desigual y combinado supuestamente característico de los países coloniales y semicoloniales (o postcoloniales). Según esta teoría, lejos de ser esos lugares primitivos dejados de lado por la revolución industrial y por lo tanto condenados a la explotación imperialista hasta la llegada del socialismo a tierras europeas y norteamericanas, los países coloniales y semicoloniales, por sus mismos vínculos (de dependencia) con un mercado ya irremediablemente global, son espacios en los que coexisten las tradiciones más claramente feudales o premodernas con lo vertiginoso del capitalismo moderno, y por extensión las estructuras de opresión más anquilosadas con las superestructuras más de avanzada y más favorables a la liberación.

Dejando de lado lo lamentablemente teleológico de este modelo eurocéntrico, cuyas consecuencias políticas son bastante evidentes (la revolución socialista, desde esta perspectiva, no es sólo posible sino probable [de hecho, inevitable] en los países coloniales y semicoloniales), es interesante su énfasis en lo múltiple, y más que nada en lo profundamente contradictorio, de la experiencia de la modernidad capitalista en sociedades como las de América Latina durante la época de la irrupción del modernismo. En un contexto en el que simultáneamente están presentes las “masas mudas de indios” de Martí y las más sofisticadas innovaciones foráneas, y en el que el “impuro amor de las ciudades” de Casal se construye ya abiertamente como contrapunto, y como contrapunto implícita o explícitamente superior, de un todavía ubicuo campo abyecto (un campo no sólo rural sino “ruralizado”), los autores modernistas se enfrentan, por un lado, a la rápida desintegración de todo un universo y, por otro, a la promesa de un “desarrollo” que, sin embargo, es a todas luces, y ya para sus contemporáneos, “desigual y combinado”. Ante el shock inicial de esa modernidad incompleta y rara, entonces, y a medio camino entre el pasado colonial y el supuesto futuro importado de Europa, el resultado no puede ser otro (por ahora: el mesianismo literario llegará después…) que una estética de la angustia y de la nostalgia por un ayer inexistente y mítico y por un mañana igualmente ficticio o al menos incierto; en otras palabras, de una estética anclada en un presente cambiante, que se mueve, que no para, y cuyo principio es la fragmentación y la contradicción: una estética contradictoria y rara.

De este modo, y para citar unos pocos ejemplos, las estructuras polares de la poesía de Martí y Casal dejan de parecer ejercicios retóricos “puros” para pasar a ser formas de expresión de una modernidad polar (de hecho, multipolar). Asimismo, el oxímoron dariano de la imitación original se revela, más que como un mero juego de palabras (y más que como una respuesta irónica a los críticos del afrancesamiento), como un agudo comentario sobre las condiciones en las que se practica la literatura en un mundo mercantilizado y esencialmente cosmopolita. El panhispanismo de Rodó, por su parte, se convierte al menos potencialmente en contranarrativa, y no puede ya ser leído solamente como una réplica mecánica al imperialismo norteamericano emergente. Finalmente, la corporalidad de Agustini, por no mencionar su propia biografía abrupta y escabrosamente truncada, así como su consiguiente imagen de “estrella literaria” (no siendo ella siquiera, ni remotamente, la única ni la más famosa “estrella” del modernismo), anuncia desplazamientos e incluso pequeñas fisuras en el patriarcado imperante, así como en las relaciones entre las esferas de la literatura y de la naciente cultura popular (pienso en el star system), y deja de ser una anomalía atribuible exclusivamente a patologías mentales o a una ahistórica écriture féminine

Para resumir, entonces, es posible decir que el modernismo es el lugar de confluencia, y de conflicto, de elementos y estímulos diversos y contradictorios, pero también que la estética modernista tiene lugar en los espacios variables que existen entre dichos estímulos, en los intersticios de entre los polos en constante tensión, en un presente (un presente propiamente moderno) atrapado entre la nostalgia por un pasado ficticio y el deseo de un futuro incierto. Una expresión plena, y plenamente consciente, en otras palabras, del desafío de la modernidad.

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