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La noche

Tal vez con la vaguedad que 18 años imponen a la memoria de un hombre, recuerdo la luctuosa tarde del 6 de diciembre de 1998. Al caer la noche, una muchedumbre se agolpó a las puertas del Ateneo de Caracas, botado de las instalaciones del Complejo Cultural Teresa Carreño después de que Carmen Ramia se enemistara con Chávez. Una bandera enorme, la de siete estrellas, ondeaba sobre la avenida que, sin nombre conocido, separa el teatro de lo que alguna vez fue el Caracas Hilton y hoy, una pocilga llamada Alba Caracas, y que, en otras épocas, albergó a la sede de la horrenda Seguridad Nacional. Las imágenes en la televisión local mostraban a personas llorando e incluso, entonando el himno nacional con la voz quebrada. Mientras, yo, como muchos más, bebía un whisky, no porque celebrara el triunfo de un felón, sino para adormecer mi arrechera.

En 1999, no solo fue Carmen Ramia la que huyó del barco chavista. Jorge Olavarría hizo lo propio, horrorizado con el llamado a una constituyente que a pesar de los esfuerzos de la ya extinta Corte Suprema de Justicia para darle visos legales, fue contraria a derecho y sin dudas, pie para otros abusos que en el curso de estos años revolucionarios degradaron nuestra democracia a la pobre condición de régimen tumultuario. En estos años otros más también huyeron. Quizá advirtieron tardíamente lo que otros vimos desde el inicio de esta pesadilla: la inteligencia no congenia con la revolución.

En 2013, luego de tres reelecciones, Chávez logró lo que siempre anheló: morir en el poder, como no lo hiciera su mentor, su padre putativo, el gran felón del Caribe, asaltado por la senilidad e impedido de seguir ejerciendo su mando. Su sucesor, al que mientan presidente obrero por esas cursilerías que según mi tío Luis Ramos Sucre, son inherentes al comunismo y su peor pecado, echó por tierra ese afecto que mostraba la muchedumbre, aún con lágrimas en los ojos, en el ocaso de nuestra democracia. Hoy, la revolución es para muchos, sinónimo de sinvergüencerías y trapisondas de trúhanes. Hoy, la revolución es una noche fosca en la que emergen espantos y demonches.

La noche cayó como un manto fuliginoso. Cubre con su oscuridad a una sociedad que torpemente se arrojó frente a una manada de lobos e imprudentemente, les azuzó. Somos hoy, criaturas de una noche perpetua que, sodomizadas por el poder, hurgamos en los basureros como perros callejeros para saciar el hambre. Somos almas que vagamos penitentemente en nuestro propio círculo infernal. Enfermos de ira y de odio, nos culpamos unos a otros; y, aún peor, nos depredamos como caníbales, porque no hay solidaridad posible cuando se está rematadamente jodido. El hambre nos carcome el alma y los hombres cuando pierden las almas, se convierten en bestias.

La noche es ahora más oscura. Sin embargo, es justamente por esa oscuridad profunda e insondable que los haces de luz son más evidentes. Mínimos destellos se cuelan a través de un anciano capote horadado, como el agua permea en un entoldado raído. La miseria golpea a una sociedad que no conoció la pobreza y la escasez. Una que por el contrario, se regodeaba en el nuevorriquismo, en su opulencia barata. El amor que en el comienzo de esta larga noche mostró la muchedumbre, trasmutó en odio. Un odio que emerge de las cenizas de una miríada de promesas incumplidas y de los escombros de la buena vida que tuvimos, y que como malos hijos, despilfarramos.

Un nuevo día pronto rasgará el capote y la luz de un orden democrático inundará los espacios con la claridad que en las mañanas decembrinas entra a raudales por las ventanas de las casas. Yo no tengo duda de que, como todas, esta noche dará lugar a un nuevo día.

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