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La naturaleza del monstruo

Puede que no nos guste, que nos resulte repulsivo, pero no por ello podemos desdeñar lo que ocurre realmente en Venezuela. El régimen revolucionario chavista siempre ha sido un orden totalitarista. Siempre lo ha sido. Como un orden totalitario, la ciudadanía debe ser puesta al servicio del Estado, como las tuercas y los tornillos al de una máquina. Desde el año pasado, e incluso desde el 2015, cuando perdieron el control sobre el Poder Legislativo, la élite chavista decidió concentrar el poder, aun mediante mecanismos inconstitucionales, y por ello, hoy, el gobierno revolucionario es ahora uno de facto.

Sin embargo, para la vocería más estridente en las filas opositoras, que ahora claman por un diálogo y por unas elecciones, no se trata de un proyecto pensado desde un principio para echar abajo nuestra democracia e imponer un modelo esencialmente opuesto: un orden socialista y comunista.

Lo sé, muchos creen que esta desdicha que nos agobia es consecuencia de un hombre autoritario, de un modelo populista con el cual no están del todo en desacuerdo, porque como los herederos del buen salvaje devenido en buen revolucionario, prefieren asumir como ciertas las monsergas y dogmas de una casta ancestral que aún ve con los ojos de hoy, la indiferencia de los aborígenes hacia el oro y el modo de regalarlo como un robo, una casta que no entiende que sus creencias no son precolombinas sino judeo-cristianas, y que sus mitos y fábulas nacen de las mitologías europea y asiática.

Si no asumimos primero a qué nos enfrentamos, difícilmente podremos bosquejar derroteros para construir la impostergable transición. Sé que para muchos, el respeto por la ley es sagrado, como lo es para mí (soy abogado, por Dios), pero la magnificencia del orden estadounidense, que pese a sus fallas lo es entre otras cualidades por ese respeto cartujo por la ley, no niega que el origen de esa nación haya sido un quiebre violento, una guerra cruenta que se prolongó diez años. Pero ese quiebre, expresado magistralmente por uno de los hombres más brillantes de la humanidad en la «Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América», Thomas Jefferson (militante de la ilustración francesa y de uno de sus predecesores, John Locke), se justificó plenamente ante la existencia de un orden opresivo.

El preámbulo de la Declaración de Independencia estadounidense recoge un derecho que ya se reconocía en los textos de San Isidoro de Sevilla en la Antigüedad Tardía (Siglo VI) y luego, por Santo Tomás de Aquino en la Edad Media (Siglo XIII). La meta pues, es la construcción de un orden similar al que tanto maravilló a Miranda durante su estancia en los Estados Unidos, uno que se cimiente sobre el Estado de derecho y la igualdad ante la ley, que es lo realmente ejemplar de la democracia norteamericana. Para ello, urge destronar a quienes perdieron la legitimidad para ejercer el poder y lo hacen basados en el control absoluto de los medios represivos (los distintos órganos de seguridad del Estado y la administración de justicia), y de un ente ideado para burlar a los poderes públicos díscolos: la mal llamada asamblea nacional constituyente.

Cabe ahora preguntarse cómo. Yo, que soy solo un ciudadano, puedo aportar ideas y sugerencias, pero imagino que esa tarea les corresponde a otros. No obstante, luce como una verdad incuestionable que se requiere del liderazgo político coherencia y coraje para reunir en torno suyo a los diversos sectores de la nación y juntos construir en primer lugar, una ruta para el cambio, que no se limite a la visión mediocre de quienes no están a la altura de la peor crisis de nuestra historia reciente, sino que incluya otras voces, otras ideas, otras formas de concretar lo que un diálogo estéril con una élite ensoberbecida o una elecciones en las que nadie elige no van a lograr. En segundo lugar, idear un proyecto que no solo robustezca la transición frente a indudables amenazas, sino que además, edifique y vigorice una ciudadanía convencida de los principios democráticos.

El monstruo es real y despiadado. Hemos visto con horror de lo que es capaz y de lo poco que le importa la calidad de vida de los venezolanos y sus deseos políticos. Cegado por dogmas y, por qué negarlo, por un profundo resentimiento, ese monstruo carece de pudor para hincar sus dientes y sus garras en el cuerpo de una sociedad agobiada exprofeso para sojuzgarla y degradarla a la infame condición de lacayos, de siervos famélicos de unos siniestros señores feudales.

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