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“La Nana”. Los espacios de autoridad en la casa Latinoamericana

Los espacios de autoridad, donde se ubican, no solo la empleada y la señora sino las empleadas entre sí, tienen en La Nana (2009), película del realizador chileno Sebastián Silva, una perspicaz realización. Ello, al interior de un milieu donde tales lugares se hallan claramente delimitados y ocupan un sitial importantísimo en las relaciones signadas por las diferencias sociales y de clase.

El film se abre con un plano fijo de Raquel, la nana de la familia Valdés, comiendo ajena a las voces en off a su alrededor. Al mirar repentinamente a la cámara con aire desafiante asienta el tono y la actitud del personaje, cuya fidelidad a los patrones tendrá la ambigüedad propia de quienes se saben parte pero aparte, pese a que, en la siguiente escena, le tengan preparada una torta de cumpleaños, con los consiguientes regalos, la inviten a sentarse a la mesa para celebrarlo y la dueña de casa la ayude luego a lavar los platos.

Esta democrática exclusión o autocrática inclusión en la intimidad de quienes controlan, manejan e imponen activa, en un personaje subserviente e introvertido como Raquel, los mecanismos de evasión o viaje hacia el ser, tensando los límites y haciéndole oscilar entre su deseo de hacerse imprescindible en la casa, y su imperiosa necesidad de deshacerse de cualquier rival que venga a romper su precario equilibrio dentro de la misma. Por eso, cuando la señora le sugiera traer a alguien que la ayude, ella se negará rotundamente, aun cuando el trabajo la sobrepase y su salud empiece a resentirse.

La cámara enfatizará el peso de las obligaciones domésticas siguiendo a la protagonista mientras limpia, organiza, y juega a ser la señora probándose una ropa de ella frente al espejo e imponiéndose a la hija mayor quien, vengativamente, le reiterará su posición como empleada, poniéndola en el lugar correspondiente, según las reglas del contrato tácito entre quienes mandan y quienes obedecen. El hecho de haber borrado el rostro de la muchacha en las fotografías de su álbum, descubierto por la empleadora una tarde que entró sin avisar —otra de las prerrogativas de clase— a su cuarto, refuerza su hostilidad hacia otras presencias femeninas dentro del espacio de lo doméstico, aún de quienes se hallen en un estrato superior, como es la muchacha de la casa.

La llegada de Mercedes, una joven peruana, a ayudarla con la carga doméstica, exacerba los mecanismos de evasión y control induciéndola a desviar hacia ella las marcas de intolerancia que, consciente o inconscientemente, los miembros de la familia han tatuado en su psiquis tras años de servicio. “No quiero que se confunda. Aquí no estamos en Perú”, la increpará, cuando sienta que está invadiéndole el territorio, doblemente ocupado desde su perspectiva, por una rival emigrada del país fronterizo con el cual Chile ha mantenido, históricamente, una relación muy conflictiva.

Desde minar la frontera hasta proponer la construcción de un muro para evitar la entrada de “indeseables”, las autoridades chilenas han sostenido una actitud provocadora que pareciera haberse apaciguado en la actualidad. En el contexto del film, sin embargo, el comportamiento beligerante de Raquel presenta un frente inexpugnable, exacerbado por la carga emocional que conlleva el haberse ocupado por mucho tiempo de la domesticidad del hogar y haber criado a los cuatro hijos de la pareja, para ahora verse relegada a un segundo plano.

La solidaridad femenina forjada entre la empleada y la señora, será igualmente inamovible. “Raquel adora esta casa por eso se pone así, muy aprensiva”, la defiende ante los ataques de su propia hija, quien exige que la eche por haberse salido del puesto que, según esta, es el suyo. “No puedo”, le responderá, al sopesar su importancia en el funcionamiento del engranaje sobre el cual ha velado por tanto tiempo, a costa de su propia existencia. “¿Por qué hace tanto esfuerzo con esos ingratos? Haga su trabajo y será más feliz”, le aconsejará por otro lado Sonia, la empleada de confianza de la matriarca del clan, ayudándola provisionalmente con las tareas, al Mercedes haber renunciado ante las humillaciones sufridas.

Pero ni las presiones de unas ni las recomendaciones de la otra dejarán huella en Raquel, pues su fortaleza está en otra parte, es decir, en la seguridad de saber cuál es el lugar que realmente le pertenece dentro del entorno familiar, independientemente de los otros. Un lugar, para nada acorde con el ocupado en de la pirámide social, pues tiene más que ver con las sutilezas puestas a tejer una red de favores recíprocos, entre señora y empleada, nunca verbalizados pero, no obstante, perfectamente advertidos por ambas.

Y será en ese entendimiento mutuo donde se sostiene la cotidianeidad de los Valdés, pese a que ni el marido ni los hijos lo hayan captado. En tal sentido, la dinámica establecida espejea la de Roma, pues el marido, aun cuando aquí sí está presente, tampoco tiene un peso específico en el devenir del hogar. Su papel es más bien de figurante y, a los efectos del argumento, podría perfectamente haberse ido a vivir a otro lado, tal cual sucede en el film de Alfonso Cuarón. Los tres hijos varones, sin embargo, tendrán la labor de catalizar las relaciones de la nana con la casa y el exterior, al llenar su vacío maternal y colmar la admiración propia de su sexo hacia lo masculino; especialmente hacia el mayor, de quien siempre espera una broma o un cumplido dable de ocupar con su discurso el lugar que, tradicionalmente, le corresponde al hombre y del cual la mujer siempre ha carecido.

Al hablar por boca del otro, Raquel pone igualmente bajo la mira masculina el poder de decidirla, quedando ella sujeta a su voluntad, y sin voz cuando no concuerde con los actos de él. Así, al informarle a la señora que debe cambiarle continuamente las sábanas al muchacho por efecto de sus masturbaciones nocturnas, este se avergüenza y la reprime, quedando ella muda y sin argumentos; lo cual la incita a vengarse en la nueva empleada, quien está empezando también a ganarse la confianza de los niños apartándola, consecuentemente, de su indisputable dominio.

Ahí comienza a ejercer su supuesta autoridad, poniéndole trampas y acosándola para obligarla a renunciar a fin de recuperar el control que se le escapa. La cámara se ubicará entonces de soslayo mediante grandes primeros planos del rostro espiando desde la ventana a Mercedes; y en plano medio dejándola encerrada afuera en el jardín, desinfectando con cloro la bañera después de esta usarla y soltando en la calle al gato que los patrones le han encargado a la joven cuidar. Formas, todas, de un racismo sesgado, donde lo metódico y sistemático de sus maquinaciones se asocia al color más claro de piel, en contraposición con los trastornos de la rutina doméstica achacados por ella a los rasgos mestizos de la empleada nueva.

La distancia puesta por quienes se consideran superiores, opera como mampara para ocultar el devenir de los subordinados, quienes pueden entonces actuar impunemente contra los más débiles o menos afianzados en el entorno donde interactúan todos. Por eso la casa, con sus distintas áreas sociales y privadas, se transforma entonces en el escenario idóneo sobre el cual familia y empleadas ejecutan distintos gestos de acercamiento o rechazo, dependiendo de quién sea el sujeto escogido. Así, en las maquinaciones de Raquel contra Mercedes serán las áreas comunes, constituidas por el jardín, la cocina y el comedor, los espacios donde aquella tenderá las trampas; mientras que la habitación de la nana devendrá el lugar, donde la dueña de casa caiga en cuenta del desapego de esta hacia su hija, preocupándola al punto de minimizar sus insubordinaciones a fin de restablecer la armonía doméstica y tender un puente entre unos y otros que es, en definitiva, el fin último de la película. “Yo los quiero y ellos me quieren. Soy de la familia”, le replicará igualmente a Sonia, consolidando su lugar en el hogar de los Valdés, aun cuando por momentos sabotee desde él la integridad de aquellas paredes.

Al sufrir un desmayo por exceso de trabajo y quedar postrada unos días en cama viendo cómo Lucy, otra empleada nueva, se empieza a abrir un espacio propio en la cotidianeidad de la casa, volverá a intentar deshacerse de ella, pero esta contrarrestará sus desplantes abrazándola y solidarizándose con sus problemas. “Los niños rezaron todas las noches por ti”, le reasegura igualmente la dueña de casa, liberando entre ambas las ataduras sentimentales que la mantenían prisionera de sí misma.

Se evidencia, así, la importancia del afecto para limar asperezas y nivelar diferencias, aun cuando su proveniencia no sea la más indicada. De hecho, gracias a Lucy, Raquel podrá finalmente independizarse sentimentalmente de la familia para empezar a experimentar otra manera de querer, más cónsona con las tensiones de un yo en ascenso, que había quedado replegado en su interior tras 20 años de servir a los otros.

La ida al pueblo de la amiga a pasar las navidades se constituirá ahí en un doble viaje, hacia ella y hacia los parientes de esta, quienes se encargarán de hacerla sentirse parte de una nueva casa; especialmente un tío de Lucy, con el cual despertará su sexualidad hasta entonces reprimida, en una jornada donde el lenguaje del cuerpo articulará las frases necesarias para un inesperado encuentro con un paisaje muy distinto al conocido.

De esta manera, la existencia anterior dejará de lastrarla y se incorporará nítidamente a una nueva etapa mucho más autónoma en su devenir, para la cual las labores domésticas serán un medio y no un fin como habían sido en el pasado. Incluso cuando Lucy decida renunciar al trabajo y regresar definitivamente al pueblo, Raquel no volverá a esconderse en su caparazón sino, adoptando algunas costumbres de la amiga, como salir a trotar por la zona con sus audífonos, mostrará al mundo un yo a todas vistas emancipado.

La última secuencia, cuando se presenta con ropa deportiva en la cocina y, sin responder a las inquisiciones de los muchachos, abre la verja y sale, signa el comienzo de otro viaje sin retorno y sin devoluciones, pero con amplias evoluciones para Raquel y, muy probablemente, para la familia Valdés, en cuanto al lugar ocupado por cada cual en este microcosmos de la sociedad chilena y, por extensión, hispanoamericana.

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