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La mirada alterada

Son muchas las cosas que se aprenden en familia cuando se ejerce el afecto en la sobremesa. De escuchar y decir en la confianza que da el cariño. Fue así como encontré alguna respuesta a un asunto que desde hace mucho no me atrevía siquiera a enunciar. ¿Cómo decir que me gustan la gente del norte, cómo justificar semejante preferencia, dónde quedaron las denuncias contra el tío Sam y los excesos del imperio, la oposición a la inclemente sociedad de consumo, al indolente capitalismo salvaje? ¿Cómo conjugar semejante doblez frente a mi intacta sensibilidad social?

– ¿Qué es lo que te gusta de ellos?

– Después de tanto ver el mundo desde la izquierda, ¿cómo lo explicas?

Traté de poner coto geográfico al asunto.

– Me gusta la gente de Nueva York.

– Ah… esa es gente de todas partes del mundo. Lo que más hay son latinos… con razón.

Pero no. Ese no era el límite. No era por eso.

– También me gusta la manera en que te tratan los ingleses.

– ¡Pero si son la gente más clasista y racista que existe en el mundo! Son hipócritas.

Que me gusten las maneras de los nórdicos, yo viniendo del Caribe tan opuesto, es verdad que suena raro.

– ¿Cómo siendo esas culturas tan comedidas, te pueden gustar a ti que eres tan voluptuosa?

¿Será porque a conocimiento de los límites netos, la libertad se puede jugar con mucha más holgura?

Los ingleses son tan exactos en la sonrisa: justa en el momento y con duración al milímetro… su palabra nunca en demasía ni en carencia… que eso da confort, tranquilidad, seguridad. Te hace sentir bien tratada, respetada. ¿Qué me importa que el mesonero del café en Londres no me quiera con todo su corazón? Cuando termina su frase con un dulce lovely, me deja sentir que la vida es bella, y que lo demás corre por mi cuenta.

Además sospecho que el asunto tiene que ver con mi profesión. Se me ocurre pensar que me gustan los londinenses porque amo mi oficio. Cuando dirijo a mis actores, tallo hasta la exactitud la gestual que proponen, por expresar la verdad de la verdad; a partir de la expresión que les surge natural, hurgo hasta conseguir esa medida precisa, esa expresión verosímil, porque no es más ni menos, porque no es adorno sino esencia; esculpo el sentimiento que los embarga, hasta deshacerlo del escándalo fútil; y así acerco la gestual convenida a la idea, en respeto a la verdad. Y eso se me parece a las maneras inglesas, pues.

Maneras que para más señas, incluyen un consumo de teatro cotidiano, les es natural acudir a espectáculos, desde siempre. Shakespeare a la vuelta de la esquina, llueva, truene o relampaguee. Definitivamente hay un gusto por la representación. Y aun hay más: la válvula de escape de la formalidad que se les adjudica a los ingleses y que los hace sospechosos de hipocresía, ocurre de manera diaria en el pub a la salida del trabajo, al que con mucha frecuencia acuden disfrazados, incluso en comparsa, sin que sea carnaval. Ese gusto por el disfraz, también es sabia expresión con la que me simpatizo, por aquello del teatro que te libera de quien eres para poder mostrar verdaderamente lo que eres.

En el otro lado de la moneda, que ocurre en territorios donde llueve poco, en la generosidad expresiva en la que me muevo como pez en el agua porque es el trópico que conozco y del que estoy hecha, puedo reconocer que es mucho lo que se esconde tras las bambalinas de colores, la música altisonante y el baile. En las culturas latinas, -y hago referencia aquí a lo latino en el sentido mas amplio que incluye a Francia, Italia, España…- , de apariencia más cálida, se miente con más facilidad. Entre tanta faramalla, nos engañamos hasta perdernos y a la hora de las cuentas, lejos de lo que se podría sospechar, podemos ser mucho mas calculadores. Detrás del desenfado, la intriga agazapada.

Sé que son muchos los arquetipos que me llevo por delante con semejante afirmación. Porque un alemán es menos apasionado que un francés, un sueco siente menos que un italiano, y en París no llueve como en Londres, eso lo piensa y dice cualquiera. Pero no es verdad. La frialdad de la cultura latina es sangrienta. Es crueldad que esconde, crucifica. Lo que se oculta tras los enunciados de igualdad, fraternidad y libertad, y demás inventos de la maquinaria cristiana que hace el bien sin mirar a quien, o desde el derecho romano de las grandes justicias y enunciados, es el egoísmo mas indeleble. En cambio los usos y costumbres que inspiran las leyes de las culturas protestantes del norte, están sembradas en el consenso, en el respeto entre la gente toda, y no a manos de unos elegidos que deciden en nombre de un “todos” abstracto.

Sentí al final del almuerzo familiar, que había asistido a un descubrimiento grande como una catedral. Aunque son cabos sueltos aun sin puerto, me aventuro a compartirlos en estas líneas porque de alguna manera ofrecen una posibilidad de pensar lo que sabemos, de manera distinta. Con prudencia aclaro que nada de esto es definitivo ni militancia, mucho menos verdad absoluta, sino impresiones que surgen con la relativa irresponsabilidad del pensamiento que se deja correr libre, que pasa por lo personal y que simplemente se asume con honestidad en beneficio de una mirada alterada.

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