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Pavel Stev Salazar
viceversa magazine

La melancolía de vivir

Desde que estaba pequeño tuve la creencia que la muerte, a pesar de ser un suceso tan cercano, difícilmente nos alcanzaba. Crecí en una familia numerosa que en mis primeros años de infancia permaneció completa y hermanada. Y a pesar de crecer en el ritmo de viajar de una ciudad a otra, en este periodo de mi vida no hubo mayores sobresaltos o alguna pérdida cercana que nos palpara o dañara en el seno de nuestro hogar.

Esta creencia se cultivó en mi infancia porque, durante esa etapa, en nuestra familia no fuimos testigos del fallecimiento de alguno de nosotros. Sabía que envejecíamos. Creía de manera paradójica que la muerte, si nos cuidábamos lo necesario, tardaría mucho en llegar a nosotros. El primer sacudón vino a la edad de ocho años. Recuerdo que estaba en medio de la oscuridad de las tres, posiblemente tres y media de la mañana, y me pregunté a qué podría deberse que el teléfono sonara con tanta insistencia. Mamá contestó la llamada y al día siguiente estábamos viajando a Cali. La abuela había muerto.

En esa época de mi vida y aunque podía percibir la sensación de tristeza en mi familia, no lograba interiorizar ese sentimiento de quebranto, no lograba entender que la muerte sí era cercana e irreparable. Lloré más por ver a papá, mamá, a las tías y a mi abuelo quebrarse en llanto que por el dolor mismo que producía la partida de la abuela. Estuvimos parte de la noche charlando alrededor de las historias que surgían de cuando la abuela cocinaba, cuando la abuela regañaba, las formas que tenía de llamarnos y que ahora se extrañaban tanto, cuando la abuela vivía.

Al día siguiente desperté más temprano que la mayoría debido al horario cronológico al cual me obligaba mi jornada escolar. Para mí nada había pasado, excepto porque recordaba con zozobra a mamá y papá llorando el día anterior. Esa fue la primera vez que vi de frente a la muerte, la primera ocasión en que dudé de aquello que creía: la muerte difícilmente nos alcanza.

El segundo golpe llegó hace aproximadamente cuatro años y esta vez la persona que falleció fue uno de mis seres más queridos. Una tía que en mi juventud se convirtió en una segunda madre enfermó y murió meses después. Cuando ocurrió este proceso de luto entendí que la muerte de nuestros familiares y allegados nos causa dolor y melancolía porque construimos una relación con ellos tras el pasar de los años y ese sentimiento de pérdida causa un vacío en nuestra memoria.

Durante esta segunda vivencia todo fue devastador y no lo viví como el espectador de mi primera experiencia, ni tampoco lloré solamente por ver a los míos llorar. Este dolor me pertenecía, era el vínculo roto. El pasamanos por el cual nos trepamos para distraernos de la realidad estaba quebrándose frente a mí. Mi familia se resquebrajó y descubrí en ese instante que la creencia de pensar a la muerte tan apartada de nosotros, ya no me pertenecía.

Pude ver reflejada la tristeza en mis padres, familiares y aquellas lágrimas del abuelo ahora me acompañaban en un trasfondo que tenía esas particulares formas de regañar y sonreír de mi tía. Cada escena era el fragmento de una película que no tendrá nuevos escenarios. Comencé a reflexionar durante un tiempo sobre qué sucede con nosotros al morir y al final de cada concilio silencioso que establecía, pensaba que ojalá fuese así, ojalá descansemos, pero también que no nos olvidemos de lo bailado.

Aquella frase cliché “la muerte es tan segura que nos brinda una vida de ventaja” no está tan alejada de la realidad. Somos seres transitorios y recorremos la autopista de la vida mientras lo que sentimos y la vida misma no nos atropellan el alma. La creencia que establecí en mi infancia estaba vulnerable al día a día y a la fragilidad que persigue nuestra naturaleza.

Las cosas que creemos tener instauradas en nuestra monotonía solo nos abandonan a través de los sucesos. Algo nos comprueba la falacia en la que vivíamos, el sesgo de creernos eternos, o peor aún, desconocer el dolor que puede causar el colofón de nuestra vida de forma inesperada. La tristeza es un sentimiento que se alimenta con la frecuencia o la cercanía que establecemos con los demás. La muerte como suceso irremediable, en nuestra cultura, se trata de manera distante. No vivimos conscientes de por qué nos entristecemos cuando alguien se muere. La tristeza es una reacción a la pérdida y a la creencia de vivir pensando que somos eternos, que en todas las personas se rompe. Todos sufrimos sucesos que nos entristecen de vez en cuando y todos sobrellevamos pérdidas que nos ayudan a construir una nueva idea de lo que es vivir y de la melancolía que provoca la muerte.


Photo Credits: Luke Detwiler

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