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La lección no aprendida del 11 de abril

Sea lo que haya ocurrido en Venezuela el 11 de abril del 2002, la Coordinadora Democrática o quién sea que haya escrito aquellos días erró al creer que bastaba salir de Chávez. Obviamente, no era así. Detrás del caudillo barinés había un andamiaje negado a perder el poder y que sin lugar a dudas, trascendía a la camarilla chavista. La destitución de Chávez – anunciada por el entonces general en jefe Lucas Rincón Romero – no previó la necesaria erradicación del poder de quienes llevaban décadas conjurando sediciones y, al decir de la abogada Thays Peñalver, partícipes de 12 golpes de Estado.

Hoy por hoy, los voceros del Frente Amplio por Venezuela no aceptan que unas elecciones que simplemente reemplacen a Maduro son insuficientes para materializar la anhelada transición hacia un modelo democrático. El andamiaje revolucionario, que da por sentado que sus dogmas legitiman suficientemente su acceso al poder y su conservación para siempre, fue creado justamente para eso, para asegurarles su hegemonía ad-perpetuam. Aun ganándolas, lo cual luce improbable, el gobierno resultante sería demasiado frágil para preservar la transición y robustecer un nuevo orden democrático.

Chávez llegó a perder el poder el 11 de abril de 2002. Sin embargo, haber dejado incólume el andamiaje revolucionario y la incoherencia en el seno de la oposición (que no entendió, o no aceptó, lo que ocurrió ese día) favorecieron el regreso de un hombre que renunció luego de ser inculpado por los trágicos sucesos esa tarde en El Silencio, como lo manifestó el general Lucas Rincón Romero. El 13 de abril regresó triunfante y la oposición sufrió un profundo descalabro, cuya recuperación demoró el tiempo suficiente para que el caudillo barinés purgase el ejército y se robusteciera en el poder, mientras se golpeaba el pecho en una falsa actitud penitente.

Maduro ha sido mucho más descarado, después de haber dilapidado en forma vertiginosa el capital político heredado del caudillo barinés, su taita. Su impudicia – o la de los palangristas del derecho que le asesoran – para reprimir y valerse de artimañas francamente ilegales para mantenerse en Miraflores no dejan dudas de su talante, de su disposición de cumplir una amenaza que José Vicente Rangel veladamente le hiciera a Rafael Poleo en una reunión poco antes del trágico 11 de abril de 2002: ellos no perderían el poder incruentamente (Rafael Poleo, «Un abril en crisis», «Venezuela: la crisis de abril», Antonio Francés y Carlos Machado Allison editores, Ediciones IESA. 2002. Pág. 121).

Creo que la represión del 2014 y del 2017, la llamada «masacre del Junquito», las denuncias sobre torturas documentadas por la doctora Tamara Suju para la Corte Penal Internacional y la indolencia oficial frente a la crisis humanitaria son pruebas suficientes del talante autocrático del gobierno de Maduro, aunque, vista la conducta de una parte del sector opositor, tal apelativo sea de su parte, más retórica electoral que genuina convicción.

Dudo mucho que unas elecciones resulten suficiente para liberar a Venezuela de una élite sin escrúpulos para hacer lo que sea necesario para conservar el poder, el cual pretendían asaltar desde hacía décadas, como lo expuso Thays Peñalver en su obra «La conspiración de los 12 golpes». Ahora que lo usufructúan no van a perderlo sin pelear, aun cruentamente. Su ceguera dogmática – que les lleva a celebrar cada 4 de febrero un golpe de Estado perpetrado por ellos y encerrar a quienes pretenden deponerlos por la misma vía – les llevaría a desatar sobre esta tierra desventurada lo que Manuel Caballero tanto temía en sus últimos años de vida: una nueva guerra civil. Sobre todo porque negar la injerencia de potencias extranjeras a las que la élite ha permitido ocupar el territorio resulta necio, y obviamente, de ser ese el caso, defenderán sus intereses, como lo sugirió Moisés Naím en un artículo suyo publicado en ABC (El memorando secreto a Raúl Castro).

A mi juicio, el Frente Amplio por Venezuela debe convocar a todos los venezolanos con el firme propósito de despojar del poder a la élite, a ese andamiaje doméstico y extranjero que sostiene a Maduro (o al presidente de turno que puedan controlar). Lo sé, no es tarea simple. Nunca ha sido fácil derrocar tiranías. A la vista del más lerdo, es una obra para verdaderos líderes y no para pusilánimes ensoberbecidos que, al igual que la muchedumbre que aguarda milagros de caudillos mesiánicos, insisten con propuestas utópicas.

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