Estaba sentado con mi amigo Manny Greer, en el espacio exterior del café Ground Support, nuestra cafetería favorita en Manhattan. Tanto el propietario como el encargado nos tratan con gran deferencia; tan pronto nos ven, traen té para Manny y café para mí, y rehúsan cobrarnos. Estaba refrescando y haciéndose un poco tarde para las confidencias. Le había preguntado a Manny sobre sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial.
Me dijo que después de un mes como estudiante en la Universidad de la ciudad de Nueva York llamada City College, recibió una carta diciendo que había sido reclutado por el ejército y fue enviado a Camp Upton en Nueva Jersey para su instrucción militar. Tenía 18 años. Estuvo allí durante un par de meses hasta que un amigo suyo, cuyo padre era teniente de la Fuerza Aérea, lo recomendó, y fue entonces trasladado y entrenado como bombardero. “No me gustó estar en el ejército”, me dijo, “pero odiaba aún más perder una guerra que habría sumergido al mundo en la oscuridad”.
Las fuerzas aliadas habían llevado a cabo numerosas incursiones aéreas en Japón, causando la pérdida de cientos de miles de vidas y una destrucción generalizada. De acuerdo a algunas estimaciones, se perdieron más vidas durante esos bombardeos que por las dos bombas atómicas que se arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki. Las incursiones aéreas estratégicas aliadas comenzaron en 1944 y continuaron hasta el final de la guerra en 1945. Aunque los planes para atacar a Japón por aire se habían esbozado mucho antes, no podían comenzar hasta que el avión Superfortress Bomber B-29 estuviera listo para el combate.
Inicialmente, los ataques estaban dirigidos a las instalaciones industriales, pero eran en gran medida ineficaces, por lo que el Comando del Aire decidió cambiar de táctica, realizando bombardeos de baja altitud en las áreas urbanas; un enfoque que llevó a enormes pérdidas de vidas y daños urbanos en gran escala, pues las defensas militares y civiles de Japón no tenían capacidad para detener los ataques aliados.
Cuando hablamos ese día, conocí algunos hechos de la actuación de mi amigo durante la guerra que me hicieron admirarlo aún más de lo que expreso ahora. “En mi primera misión aérea”, dijo, “nos ordenaron bombardear una ciudad en el sur de Japón. Salimos de Saipán, una de las Islas Marianas, a última hora de la tarde y volamos hacia Japón. Me sentía angustiado, algo que no podía definir me hizo sentir de ese modo”.
“Durante el vuelo, pensaba en mi infancia en el lado este de Manhattan y cuánto había cambiado mi vida desde entonces. Solo así, me di cuenta qué vida tan fácil había tenido hasta entonces. Nunca supuse que sería reclutado por la Fuerza Aérea y estaría volando en un enorme y poderoso avión”.
“Tuvimos un entrenamiento duro. En mi primer vuelo de adiestramiento en un B-29, despegamos en Pyote, Texas, y poco después perdimos dos motores de un lado del avión. Intentamos sin éxito regresar a Pyote; el avión se estrelló en un campo y quedó totalmente destruido. Dos miembros de la tripulación, un artillero lateral y un artillero de cola murieron; la experiencia me dejó destrozado. Yo, sin embargo, sobreviví. Aunque soy agnóstico, ese día sentí que la mano de Dios estaba sobre mi hombro antes de estrellarnos, como diciéndome que estaría a salvo”.
“A medida que nos acercábamos a la ciudad japonesa que debíamos bombardear, casi no podía ver las luces de abajo. Sin embargo, cuando llegó el momento de dejar caer las bombas, sentí pena por esos seres y pensé que no podía ser una máquina de asesinar a civiles inocentes. Esto iba contra todo lo que creía: un respeto básico por la vida de las personas. Esperé hasta que pasáramos por la ciudad objetivo y tiré las bombas en el campo. Sentí un inmenso alivio”.
“Durante el vuelo, nos informaron que había habido un tremendo huracán acercándose a las Islas Marianas, lo que habría hecho extremadamente peligroso nuestro aterrizaje. Afortunadamente, estaba Iwo Jima, que se encuentra entre las Islas Marianas y Japón. Esta isla es el sitio de una de las fotografías más icónicas de la Segunda Guerra Mundial, que muestra a seis marinos de los EE. UU. levantando la bandera de los Estados Unidos sobre el Monte Suribachi durante la batalla de Iwo Jima. Aterrizamos allí hasta que pasó el huracán, y pudimos regresar con seguridad a nuestra base. Estaba muy cansado, pero al mismo tiempo en paz conmigo mismo como nunca lo había estado antes…”