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Juan Pablo Gomez
Juan Pablo Gomez

La humana pedagogía (La tecnología aún no vence a la vida)

Educa al niño y no será necesario castigar al adulto

Pitágoras

Ciertas aves agoreras y un frenesí pronosticador están inundando nuestra época. Los “expertos” insisten en que lo que viene ya no será lo que es, que el futuro cambiará más rápido que nosotros, que todo lo que hacemos puede que sea obsoleto en el porvenir, que la tecnología va a todo tren, que las máquinas sustituirán al hombre, que la educación tradicional ya no existirá, que nuestras profesiones serán inútiles, que la sociedad modificará todo su funcionamiento, que todo se revolucionará a niveles nunca imaginados, que incluso la vejez y la muerte serán vencidas.

La primera recomendación sería tomarse un tilito, calmarnos un poco y reflexionar. Algo que puede empezar a caracterizar nuestro tiempo es la incapacidad de pensar tranquilamente, de tomarse respiros, de simplemente dejarse estar. La velocidad y el afán competitivo pueden darnos la sensación de que el vértigo tecnológico y los progresos científicos nos desplazarán. Lo humano queda cada vez más relegado y todo se mide en relación a su utilidad, su funcionalidad y, sobre todo, su rentabilidad inmediata. Olvidando el más elemental de los principios humanos: todo lo que es esencial es inútil en el sentido de la rentabilidad. Soñar, descansar, sentir, anhelar, llorar, disfrutar, contemplar, delirar, abstraerse, frustrarse, amar, odiar, meditar, sufrir son verbos absolutamente imprescindibles para comprender lo que puede llegar a definir a un ser humano con el alma en su cuerpo. Todo ello no tiene una funcionalidad práctica inmediata, pero es fundamental para eso que nuestra época tiende a esconder desesperadamente, la vida.

El mundo se ha convertido en un gigantesco mercado ciego, insaciable y abstruso. Somos consumidores, no seres. Somos víctimas del peor de los titanismos y nos hemos convertido en objetos de nuestros objetos. El sujeto está cada vez más diluido y sólo cuenta si trae una idea “innovadora” que se traduce en realidad en ganancias monetarias que se concretan en forma de nuevo objeto competitivo dentro del mercado. Es decir, vamos gustosos a  entregarnos al monstruo que nos devora.

La primera gran señalada es la educación. Se cuestiona su utilidad, sus métodos, su tradición, su estructura, sus objetivos. El argumento fundamental es que el proceso pedagógico tradicional no está en consonancia con la realidad tecnológica, científica y social que vivimos. Eso es cierto y es inobjetable. Pero lo que no se dice es que es imposible que la institucionalidad pedagógica pueda seguir el ritmo frenético de esos avances. Sería demencial pretenderlo. Luego, se cuestiona la utilización de los principios básicos de la pedagogía: la clase magistral, la memorización, la elaboración de un discurso, la asimilación de conocimientos. Se dice que hoy en día toda la información está disponible y que los métodos tradicionales de enseñanza están obsoletos. Pero no se dicen varias cosas: la utilización de la memoria como método pedagógico no consiste simplemente en almacenar datos o conocimientos en nuestro cerebro (eso sería lo menos), sino que contribuye a desarrollar nuestras funciones cognitivas a través de un entrenamiento intelectual que será necesario para cualquier actividad posterior.

Cuando un adolescente cuestiona la utilidad de determinado contenido a un profesor, está ignorando el hecho esencial: la verdadera utilidad no es medible porque pertenece al ámbito de lo incuantificable. Uno nunca va a poder saber hasta qué punto determinado libro o determinada experiencia o determinado profesor o determinada situación han aportado un elemento esencial a nuestra formación intelectual, sentimental o vital. Google todavía no puede descifrar los misterios de la vida. Apple todavía no puede computar las regiones insondables del alma. El MIT todavía no ha podido resolver los enigmas de la formación del universo. Aún no sabemos qué es la vida ni qué es la muerte. Insisto: aún.

Los “expertos” dicen que la ciencia podrá curar todas las enfermedades, podrá derrotar a la vejez y podrá matar a la muerte. La pretensión de inmortalidad es el verdadero afán científico: comprender el mundo, la vida y la muerte a cabalidad, para poder dominarlos. Pero es ciega a la contraparte de esta pretensión: la ciencia sólo objetiviza; es decir, sólo toma en cuenta la especie, el género, el tipo, pero nunca aprecia al individuo en su condición de ser único, indivisible y subjetivo. Ese es precisamente el terreno de las humanidades, de la filosofía, de la literatura y de las artes. Cuando la muerte sea derrotada finalmente entonces podremos hablar de otro tipo de cuestiones, mientras tanto, el tilito será fundamental.

Estoy seguro de  que mi vida no sería la misma sin aquella profesora de primaria que me obligó a memorizar los versos de García Lorca o de Vallejo. No puedo decir que esa memorización fuese útil en el sentido pragmático estricto. Pero estoy seguro de que ensanchó mi visión del mundo y mejoró mi vida en un sentido incuantificable, y no sería quien soy sin eso. Esa experiencia (o muchas como esa) me enseñaron el goce por el hecho estético, la tranquilidad y la seguridad que ningún “experto” de ninguna macro trasnacional exitosa podría siquiera tratar de comprender.

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