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Lorena Arenas

La garganta inepta

(Nota: esta historia, originalmente, se escribió a manera de radionovela para un trabajo universitario. Para este portal, se adaptó a texto literario. Es inédito).


“Atención, radioescuchas: a petición del protagonista, se ha asignado una narradora para esta historia, por razones que más adelante comprenderán. Si no, tal vez, le podría parecer muy… muy…. muy ¡larga!”.



Era agosto de 2005 en Santiago de Cali. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. El viento silbaba… Yo estaba en un parque que frecuento porque queda a pocas calles de mi casa: el del Perro. Me relajaba sentado en una banca, transportado por el cantar de los pájaros, que me hacía volar con ellos y a la vez, por el ruido del tráfico, que me aterrizaba.

La vi… primero de reojo, después con la pupila dilatada y ¿por qué no? con todos los sentidos. La vi pasar en su bicicleta. Llevaba el cabello recogido en una cola. La ropa, la verdad no la recuerdo (por una extraña razón, casi nunca recuerdo cómo estaba vestida la gente), solo la frescura de su mirada perdida y la hermosa forma en que el viento acariciaba y alborotaba su cabello.

Físicamente, ella fue una ráfaga, pero en mi corazón quedó resonando su pedaleo y las llantas de su bicicleta, que hacían traquear las hojas caídas.

– ¿Quién era ella? ¿De dónde había salido? – Le pregunté a mi almohada durante las noches siguientes, pero el amor no se hace esperar.

Cerca de una semana después, la volví a ver en el supermercado. Esta vez, yo estaba con Manolo, mi mejor amigo, que es el mejor de todos.

– Andá, hablále – me decía decidido.

– Pepepepepero essss quequeque…

– ¡Pero es que nada. Dejá de ser tan gallina!

– Yoyyyyyoyoyo no sssssoy uuuna gagagallina

– ¡Cómo que no! Debés tener una cara de asustado – insistía, mientras me pegaba suavemente con su bastón en el pie.

– Es quequequeque essss mumumuy bonita. Vvvvvovos nono ennntendés

– Ya sé que no la puedo ver, pero estás actuando como una gallina – me respondió, mientras se acomodaba sus irónicas gafas de sol, que jamás lo protegerían de los rayos de una estrella que no conocía.

… Y sus palabras tuvieron efecto. No quería ser gallina ¡eso no era de machos!

Después de muchos días de terapia psicológica interior, me decidí. Le hablaría, aunque había otro claro problema: yo era tartamudo y serlo es algo extraño. Es como si tu cerebro y tu lengua tuvieran un puente roto. Sabés que lo sos y obviamente no querés; pero cada vez que abrís la boca, ahí está, como un vómito verbal; como si fueras uno por dentro y otro por fuera. Por tanto, mi ‘le hablaría’ no era tan fácil como sonaba (en mi mente).

El domingo fue en la iglesia. Yo no me había percatado, pero ahí estaba, tres bancas delante mío. Esta vez sí recuerdo su ropa ¡cómo no!: minifalda de jean, blusa rosada. De hecho, no era precisamente la pinta más adecuada para ir a misa, pero sí la ideal para distraerme mientras el padre daba su sermón.

Los zapatos no los alcanzaba a ver. Entré en acción. Primer paso, me cambié a la banca justo detrás de ella. Nos separaba una línea imaginaria perfectamente perpendicular a su hermosa espalda (yo no se la conocía ¡pero, debía ser hermosa!).

Pasé toda la misa sumergido en su anatomía. Ella era realmente un ángel. Traté de memorizar cada poro de su piel y ¡por Dios que casi lo logro! Estaba con sus padres, pues eso parecía.

Creo que todos los feligreses se dieron cuenta de mi obsesiva forma de analizarla.

Llegó el momento de ‘la paz’. Llegó más rápido que nunca. Me llené de ansiedad. Sentí la adrenalina correr por mi cuerpo. Vi cómo se besó y abrazó con sus acompañantes. Después, pasó algo increíble: ¡se volteó hacia mí! Me miró a los ojos por primera vez, me perdí en ellos. Sentí un escalofrío llegar hasta el último rincón de mi cuerpo. Estiró su mano, sonriendo. Yo hice un esfuerzo sobrehumano por responder, con cada cuerda vocal y cada músculo:

– La ppp…ppp…ppp…ppp…ppp… (…) la ppp…ppp….ppp…¡la paz!

Pero, cuando lo logré, ella ya no estaba. Se habían ido todos. Solo quedaba el barrendero. El esfuerzo, a pesar de infinito, no fue suficiente. Mi corazón latía rápido, lo sentía en mi inepta garganta y así lo seguí sintiendo varios días. Estaba algo así como despechado. Maldije mi laringe, la maldije cinco días hasta que la volví a ver y esta vez fue decisiva y coincidencialmente, sucedió de nuevo en la primera locación: el parque.

Los pájaros y el tráfico armonizaban igual. Era, exactamente, la misma escena. Yo estaba en la banca, aunque esta vez no tan relajado, cuando pasó caminando por mi lado. Mi corazón y estómago saltaron de física emoción. Hasta me dolió.

Vestía un short amarillo, una blusa esqueleto, converse y… ¿un perro? Sí, un perro bóxer. La observé detenidamente, como lo ameritaba ¡como un psicópata! Ella caminó a través del parque “tangoneàndose”, exhibiéndose como una hermosa mercancía.

Hubiera necesitado una botella de tequila para hacer lo que hice a continuación, sacando fuerzas sobrias, de mis físicas entrañas. Temblaba, sudaba, moría; pero hacer las cosas sin pensar es mucho más fácil, le quita todo lo humano, es como ser un robot.

De repente, me había ahorrado mucho trabajo y ya estaba ahí, a su lado y le había tocado el hombro. No sentía las articulaciones. En ese momento, mi cuerpo no tenía extensión alguna. Ella me miró, volví a sentir el mismo escalofrío de la iglesia. Tomé una gran bocanada de aire, cerré los ojos, entumecí mi mandíbula y como resultado:

– Ho…Ho….Hola, mi no…nombre es Jacobo ¿quie…quie…quieres ir a cicicine conmigo mamamamañana?

Ella bajó la mirada (¿por qué?), se rascó la cabeza y mirando al horizonte, empezó a hablar:

– Essssss….ssss… essss…..sss…. es es que …que…

¿Qué? Esto no era posible ¡jamás lo había considerado! Ella estaba…. ¡tartamudeando!

Finalmente, el destino existía. Era así de evidente.

– Esss que… que… que…

Simplemente, no lo podía creer. Estábamos unidos por este lazo que tantas veces maldije: ¡por una garganta inepta y estúpida!

– Es que… que… es que… ¡ay, es que yo soy gay!

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