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Harrys Salswach
Harrys Salswach - viceversa magazine

La experiencia de leer: La noche feroz

Hay noches que ensombrecen el alma de los hombres, noches sin tiempo en las que el dogma se convierte en sangre

Es un lugar común pensar que la maldad deshumaniza. Pocas veces se suele pensar lo contrario. Y quizás sea esa la verdadera naturaleza humana llevada al límite. Creer que la bondad es ínsita al hombre y que su revés es manifestación de la enajenación o impulso recóndito de supervivencia ante los embates externos puede ser una manera de eludir o desconocer que la abyección es tan pura y genuina como la más incondicional de las generosidades.

Al caer la noche, en un pueblo olvidado de cualquier lugar de la Tierra (un pueblo asturiano rodeado de montañas), tres hombres salen a cazar a dos forasteros a los que acusan de haber asesinado a una niña. En la novela La noche feroz (Booket, 2013), de Ricardo Menéndez Salmón, esta premisa echará a andar, como quien provoca un incendio, las llamas de los odios más íntimos. El grupo justiciero está liderado por el padre Aguirre, un personaje que parece venido de algunas páginas de Cormac McCarthy. Acompañado por dos miserables, La Muerte y Ezequiel, irá tras los pobres infelices guiados por el olfato de los perros ávidos por hincar los dientes —tanto como el cura— en la piel de «Los inocentes», como los llama el autor en los capítulos destinados a este par de pobres diablos, cuyas circunstancias han puesto frente a un hombre de abyección vehemente, un hombre que ha convertido el dogma en sangre. Mientras la noche se hace más oscura, el maestro del pueblo, llamado Homero, escribe la historia del fundador de Promenadia, El Francés, un desertor de las guerras napoleónicas que, ante la posibilidad de erigirse arquitecto, agrimensor y dueño de todo un territorio, decidió un día, principios del  siglo XIX, habitar esas tierras convertidas en lodazal cainita cuando se narra esta historia: 1936. La guerra  ha comenzado. Homero vive en la escuela, no sale sin su cuchillo en el cinto. Todos en el pueblo le profesan resquemor y resentimiento. El maestro sabe, conoce, ha vivido fuera de ese gran infierno que es un pueblo pequeño. Homero quiso ser aventurero, viajero y le faltó valentía, luego quiso ser político y le faltaron ideas. Quizás por eso se hizo bolchevique. Lleva la carga de un dolor paterno.

Los demás pobladores son sombras de sí mismos. Unos caseros, familia convencional de padre, madre, hijos e hijas. Uno de los descendientes es un pequeño idiota con hidrocefalia que lanza alaridos como una bestia que anuncia la bestialidad de otros. La madre lo mece desde la cama dándole a la cuna con un pie deforme. Y el padre de familia es un hombre cuya soberbia es alimentada por una ignorancia reconocida y que el miedo convierte en resentimiento. El prestamista de Promenadia, Irizábal, en cuyos ojos «brilla una llama —la rapacidad de la inteligencia— que sólo la muerte apagará», es el verdadero dueño de aquellas tierras, su ambición no conoce fronteras. La noche en la que el lector conoce a todos los personajes, es la suma de todas las oscuridades. La frialdad de todos contagia a la naturaleza —y parece que no al contrario— hasta que la nieve desciende. El crimen de la niña asesinada —del que poco o nada se sabe— echa andar la maldad de todos sobre todos. La sospecha se expande por el valle y las lejanías, la caza de los inocentes se desata y con ella la hez moral de los habitantes.

 

El placer de la crueldad

El escritor español Ricardo Menéndez Salmón ha ido construyendo una serie de novelas en torno a la malignidad humana. Su estilo cáustico y apocado, de carácter metafísico —sin distanciarse de las acciones de sus personajes hasta la abstracción que los convierta solo en pensamientos— traza los contornos de seres humanos cuyas dolencias, desgracias, miserias, ruindades y miedos más profundos adquieren una fuerza vital que a su vez los debilita; como si esos personajes estuviesen signados por una sustancia vil que los motiva a continuar, incluso con goce y furia, las canalladas más crueles a las que han empeñado sus vidas. Labrando un camino que solo puede conducir al infierno. Anota el narrador como concentrando en un párrafo lo que atraviesa esta historia de principio a fin: «De todos los placeres que conoce el hombre, ninguno mayor que el que causa dolor. La contemplación de la belleza o el trance del amor físico no pueden compararse con el goce de quebrar un hueso. Y el hecho de que los filósofos no hayan encontrado todavía una razón convincente, decisiva, irrefutable, para justificar esta característica de la naturaleza humana, es uno de los misterios más hondos que existen. Porque el hombre levanta puentes, domestica selvas o resuelve problemas matemáticos planteados hace cientos de años, pero todo su genio, toda su paciencia y todo su fervor palidecen ante el enigma de su maldad».

La noche feroz, podría compartir junto a La ofensa*, Derrumbe, y El corrector, una suerte de Cuarteto del mal, que intenta exponer los entresijos del alma de quienes con alevosía se envilecen. Pero no crea el lector que encontrará regodeo mórbido en la inquina de los personajes. La prosa de Menéndez Salmón es elegante, delicada, de un refinamiento que no esquiva las instancias sombrías del alma humana sino que las sugiere, las manifiesta en imágenes sin afectaciones. Recuerda a la serie de Libros negros del portugués Gonçalo Tavares, sustrayendo la intención lúdica que ata la obra de quien ha sido profesor de Epistemología en Lisboa; Menéndez Salmón es licenciado en Filosofía; y también recuerda a las novelas más cruentas de McCarthy. En La noche feroz, tres disparos al aire marcan la pauta de los tiempos en muchos capítulos. Como si fuesen campanadas agoreras que se escuchan en todo el territorio; los personajes sienten sus ecos, levantan la mirada al cielo, y los invade el temor. Quizás atrición, el temor a Dios. O solo la maldad que lo ha eclipsado.


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