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Un hombre del pueblo

La experiencia de leer: Un hombre del pueblo

«El jefe Nanga era un político nato: podía salir airoso de todo cuanto hacía o decía. Y mientras las personas se sigan rigiendo por el corazón y el estómago (…) los jefes Nanga de este mundo continuarán saliendo airosos».

I

Era interrumpido por los aplausos, para poder continuar con el discurso tenía que esperar que se cansaran de vitorearlo cada tanto. Lo llamaban el Tigre, el León, el Único, el Cielo; quien se dirigía a la nación era el primer ministro de una república amenazada, y se enfrentaba a una «panda de sinvergüenzas que había sido pillada con las manos en la masa en su vil complot para derrocar al gobierno del pueblo para el pueblo y por el pueblo con la ayuda de los enemigos extranjeros». Entre aquellos vítores destacó un «¡Se merecen la horca!» que provenía de los últimos escaños del recinto.

Quien gritaba y pedía la soga al cuello para otros era el jefe Nanga, ministro de Cultura de un Estado imaginario del África occidental. Antiguo maestro de escuela quien fue escalando posiciones hasta convertirse en un hombre poderoso, con influencias en el alto gobierno, carismático, mujeriego, demagogo, desconfiado, vengativo, agresivo y amenazante, de recursos retóricos manipuladores. La horca la pide para aquellos que son acusados por el Único como traidores de la patria. Y es que a meses de las elecciones, la caída de los precios del café —único bien del que provienen los recursos de la nación— exige tomar medidas económicas drásticas para amortiguar la crisis por venir. Estas medidas fueron presentadas por el ministro de Economía y otro grupo de parlamentarios. No eran medidas populares, eran medidas que tenían que tomar. El Océano —como nombran, entre otros elogiosos epítetos, al primer ministro— no está dispuesto a hacer frente a esas medidas que significarían su salida del poder, prefiere vilipendiar y atacar a quienes las proponen. Nanga no puede estar más de acuerdo, al menos un par de veces más pide la horca para los traidores mientras el discurso continúa: «Nunca más debemos confiar nuestro destino y el destino de África a esa clase híbrida de esnobs intelectuales educados en Occidente que no dudarían en vender a su madre por un plato de potaje». La literatura se empeña en parecerse a la realidad. Se empeña en ser universal.

En Un hombre del pueblo (DeBolsillo, 2010) el escritor nigeriano Chinua Achebe relata la historia de dos hombres y una nación, y el vaivén de la desgracia de una sociedad envilecida en sus ascensos y caídas. Achebe falleció hace tres años en el exilio en los Estados Unidos, permaneció más de una década en silla de ruedas luego de un accidente automovilístico; ganó numerosos premios internacionales, entre ellos el Premio de la Paz entregado por la Asociación de Editores y Libreros alemanes y que dio inicio a la Feria del Libro de Francfort del 2002; Achebe fue el escritor que junto a Wole Soyinka y Ngûgî wa Thiong’o dieron el impulso necesario para que las letras africanas comenzaran a viajar fuera de sus fronteras. En sus obras se conjuga una crítica dura a la sociedad nigeriana y africana que no ha podido deslastrarse, luego de las independencias logradas, del cinismo, la indolencia, la ambición de poder, la revancha que envenena a sus habitantes y que la hunde en oprobiosas dictaduras, así como el carácter de su gente, las costumbres, las contradicciones propias de un continente que mira a Occidente con desconfianza y fascinación.

Quien narra es Odili desde el presente, y da cuenta de cómo y cuándo conoció al que otrora fue su maestro de escuela, Nanga, y que repentinamente en una visita a su pueblo natal Anata para un mitin político, se reconocen y retoman una amistad que quizá nunca fue tal. Odili, también maestro en Anata vivirá de cerca la cotidianidad del poderoso Nanga al ser invitado a su casa —que más parece un palacio— con la promesa de un puesto en las filas del gobierno. Y también Odili narrará sus amoríos con su vieja amiga de la universidad, Elsie, y otras amantes, así como el catálogo de mujeres que pasan por las manos de Nanga como si fuesen papeles oficiales por firmar. Poder, riqueza y placer que cualquiera con ambición pudiera obtener. Quizás por eso el título de esta novela.

El estilo de Achebe es franco, ágil, irónico, las voces de los personajes son auténticas, la lectura se escucha, y es que quizá la adopción de la lengua inglesa en el ánimo nigeriano, procura una redimensión del lenguaje en el talento del escritor; la tradición oral del continente africano es un elemento significativo que se siente en la prosa, aún cuando se lea una traducción. Se dice simple, pero la claridad narrativa es en Achebe la vía para adentrarse en las oscuras y complejas esferas de las ambiciones de poder que corroen, oxidan y corrompen a los hombres.

II

Poder y venganza. Por lo general, el envilecimiento es el costo de alcanzar ambas. En Un hombre del pueblo Odili y Nanga serán reflejo y espejo de sí mismos. Como si se tratara de un subibaja en el que se intercambian de lugar, y cuando uno sube el otro cae; no dejan de necesitarse para poder estar ahí, en lo alto, siempre y cuando el contrincante esté abajo, planificando la manera de impulsarse para volver a subir. Es la práctica de la política cuando la ambición, la avaricia y la ignorancia son las virtudes que admira el pueblo. La sociedad ha abandonado todo referente digno y honorable, y se ordena a la más ingrata forma de deshumanización: «Así, pues, lo importante es seguir vivos; si lo consigues, superarás el infortunio del presente», pone en boca de un hombre del pueblo el narrador Odili, en esta sátira oscura que desde la Nigeria de los años sesenta, proyecta sus sombras sobre el siglo XXI y más allá del propio continente negro.

El jefe Nanga, ministro de Cultura que da un mitin sobre prestigiosos novelistas nacionales que no conoce y mucho menos ha leído, insiste en conseguir los permisos y el financiamiento para construir una carretera que permita la movilización de votantes en la próximas e inminentes elecciones que podría perder en su circuito; echando mano de la red de corrupción que él mismo ha colaborado en conformar. Odili, que se ha enemistado con su antiguo maestro por un lío de faldas, se presenta a las elecciones como su contrincante. Miembro ahora de un partido de izquierda moderada, gana popularidad ante la desintegración del partido de gobierno que no puede enfrentar los escándalos de corrupción que los medios han destapado y llenan las primeras páginas de la prensa diaria, ante la mirada entusiasta y resignada de una sociedad que blandamente espera su turno para darle un mordisco al banquete del erario público. Odili comienza a parecerse cada vez más a su compañero en el subibaja moral. El propio Odili dice «Es una triste verdad de nuestra naturaleza que las circunstancias embrutecen con demasiada facilidad a las personas».

Cuando Chinua Achebe escribe esta novela, a mediados de la década del sesenta Nigeria atravesaba una crisis política en la que las elecciones federales habían destapado la corrupción e inoperancia de la clase gobernante que, comandada por el primer ministro Balewa, se había negado a que el proceso fuese supervisado por una comisión de las Naciones Unidas, desencadenando «recurrentes explosiones de violencia: detenciones arbitrarias de los candidatos, destrucción de papeletas, quema de viviendas, asesinatos…», señala Marta Sofía López Rodríguez de la Universidad de León, en el prólogo de esta edición. Al día siguiente de la publicación de Un hombre del pueblo (14 de enero de 1966) en Nigeria, se proclama triunfador el general Nzeogwu en el primer golpe de estado militar, Achebe es inmediatamente acusado de haber estado involucrado, porque en la novela, justo cuando se van a celebrar las elecciones en las que participan Odili y Nanga, ocurre un golpe militar y el ejército se hace con el poder, sin que Odili reaccione realmente preocupado ante tal atropello (señalando que buena parte de la sociedad veía a las fuerzas armadas como la única capaz de restaurar el orden perdido: qué candidez la de los pueblos); la ficción antecede a la realidad. Novela profética que quizás no haya perdido su capacidad visionaria.

Tanto Odili Samalu como el jefe M. A. Nanga son personajes que deslumbran a sus semejantes, siendo manipuladores, engañifas, zascandiles, cuyos orígenes nobles (ambos fueron maestros de escuela en sus pueblos natales) se desviaron en consecución de los privilegios del poder político y la reivindicación que ambos creyeron justa. En el camino abandonaron la motivación pedagógica y como ha escrito Ngūgī wa Thiong’o (escritor keniata exiliado en Londres) sobre esta novela de Achebe, la caída es general: «Todo el mundo está atrapado en su complicidad con el mal: las masas, con su cinismo (…) y su indiferencia encallecida; y la élite, incluso la gente como Odili, demuestra estar peligrosamente cerca del jefe Nanga, con su avaricia, su falta de creatividad y su lamentable dependencia de sus anteriores gobiernos coloniales». Bastaría cambiar los nombres de los personajes y tendríamos una novela venezolana.

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