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La ética no se negocia

Si bien es cierto que en Venezuela la salida electoral es la más saludable, y, en cierto modo, la más democrática; no lo es menos que hoy, dadas las circunstancias y, sobre todo, la naturaleza del régimen, no parece la más adecuada.

Sé que estas palabras chocarán y, por qué negarlo, ofenderán a muchos deudos, que embriagados por la corrección política (una de las sandeces propias de esta época caracterizada por la idiotez y la banalidad), las señalarán por heréticas. Sin embargo, Zygmunt Bauman preguntaba (y yo me atrevería a decir que de un modo retórico) en su obra «Modernidad líquida», qué tanto estaban dispuestos los ciudadanos a emanciparse, a asumir responsablemente los deberes que la libertad impone. No es esta una cuestión baladí pues, en tanto que no solo pudo advertirse en la Alemania nazi aun meses antes de perder la guerra, sino también se aprecia ahora en esta Venezuela roída por la corrupción y la des-responsabilidad inculcada en los ciudadanos, bien por esta ralea que nos desgobierna ahora, bien por quienes en el pasado fracasaron en el intento de construir una sociedad democrática. No dudo que de haberse celebrado en Alemania unas elecciones en 1944, hubiese ganado el partido Nazi y, desde luego, su más visible líder, Adolfo Hitler.

¿Quieren los hombres ser libres realmente? Y de ser negativa la respuesta a esta inquietud, entonces deviene una pregunta extremadamente álgida: ¿deben las otras naciones tolerar que un pueblo se entregue mansamente a la tiranía de un hombre, de un partido? Desde un punto de vista ético debemos preguntarnos entonces, ¿fue la Segunda Guerra Mundial un mal necesario o, acaso, un mal disfrazado de necesidad?

Muchos creerán que es esta cuestión una necedad. A la luz del discurso políticamente correcto, de la tendencia dominante en la sociedad contemporánea, de esa memez que nos enferma y nos adormece, ciertamente lo es, porque, preso de su propia superficialidad, obvia la profundidad de este asunto. Sin embargo, visto así, los aliados habrían violado la soberanía alemana y su derecho a tener el gobierno que deseaban. Visto de este modo simplista, todo se resuelve en unas urnas electorales, pero pese a que pueda parecer terrible, no todo puede – ni debe – resolverse mediante elecciones, porque, devenidos en «pueblo», como los marineros de Ulises en cerdos (o la ciudadanía en horrendos rinocerontes, como lo plantea Ionesco), la masa actúa como eso, y, justamente por ello, se transforma en presa fácil de encantadores de serpientes; de estafadores y bulleros. ¿Debían las naciones permanecer inmutables ante los horrores ocurridos en el gueto de Varsovia? ¿Debían negociar con el régimen nazi el exterminio de una raza? No era aquel un tema político, cuya resolución revestía pues, ese carácter. Se trataba entonces – y se ha tratado siempre – de un tema ético.

La ética no se negocia.

El gobierno noruego, junto a otros países, cuyos problemas difieren de este horror que padecemos los venezolanos, intenta acercar a las partes en un diálogo que ya hemos visto, al parecer (porque ignoramos lo que realmente sucede en esas mesas, en tanto que unos pecan por acción y otros por omisión), solo conduce a la pérdida de tiempo, saludable para el gobierno y el establishment pero radioactivo para la gente. 

El informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas reveló lo que ya estaba voceado: la violación sistemática de derechos humanos como política de Estado, o, en el mejor de los casos, que dudo sea el nuestro, como consecuencia de la desatención de funciones estatales, como por ejemplo, un sistema sanitario decente o una adecuada política de seguridad ciudadana (aunque el asesinato del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo jamás puede entenderse como una conducta negligente de las autoridades). Si el gobierno (de facto) recurre al asesinato y a la tortura de disidentes, al abuso contra la ciudadanía, ¿resulta ético negociar unas elecciones para dirimir si esta elige permanecer bajo el yugo de la élite regente o si desea transitar hacia una genuina democracia? Pero, además, y tal vez más importante, visto lo sucedido en el pasado, urge preguntarse si basta un cambio de gobierno… ¿No lo hubo, en principio, en el 2013, tras la muerte de Hugo Chávez?

En este tema no puede obviarse la naturaleza del régimen (del gobierno de facto), como no podía hacerse en el caso de los nazis. No se trata pues, solo de una élite convencida de ser dueña de la razón y de la verdad, carente de melindres para adelantar un proyecto totalitario riesgoso para Venezuela y la región; sino que asimismo ha pactado con lo peor del planeta con el firme propósito de crear un frente mundial contra Estados Unidos y sus aliados (que en su pasmosa simpleza se reduce a todos quienes no estén contestes con su ideología) y contraríen sus disparates, como acaba de ocurrir en la ONU, donde el representante del gobierno venezolano acusó a la Dra. Bachelet de responder a intereses bastardos (órdenes de Washington).

El de Maduro no es un mal gobierno, o uno pésimo, si se quiere. Se trata de una hidra que amenaza la paz regional. 

Las consideraciones anteriores son estrictamente éticas, y por ello, se apartan de la realidad (que patea como un burro). Hoy, dadas las pruebas apreciables, el statu quo favorece al gobierno, a la élite. Sea por la razón que sea, el quiebre dentro de la Fuerza Armada no ocurre (tal vez porque el ejército desconfía de la capacidad opositora para asegurar la gobernabilidad del país una vez depuesta la dictadura), ni los factores de poder logran cohesionarse en un frente capaz de alterar el statu quo y forzar así la capitulación del régimen. Por ello, el presidente de ese tinglado creado para anular al Poder Legislativo, el capitán Diosdado Cabello, patea las negociaciones, y como ya vimos (una vez más), aclaró (sin que nadie lo desmienta) que la presidencia de Maduro no se negocia y que, en cambio, de haber elecciones, deben ser para designar una nueva Asamblea Nacional. 

La dictadura no está dispuesta a claudicar, aunque para ello deba torturar y asesinar, como, al parecer, lo ha hecho, no solo con el capitán de corbeta fallecido, sino con Fernando Albán y un nutrido número de personas cuyos casos, bien documentados, lleva la abogada Tamara Suju ante instancias internacionales.   

Inmersos de nuevo en el tema electoral, que es el quid de este texto; no hay, en este momento, garantía de que el resultado de las elecciones sea expresión de la voluntad popular, porque, como ya dije, la ciudadanía ha sido reducida a la condición de masa y, por ello, su idoneidad para decidir su futuro es realmente cuestionable (si le llenan el buche con los productos de las cajas Clap, puede que voten a favor del horror que los ha forzado a recurrir a un mecanismo tan miserable como ese). No hay pues, confianza en un proceso comicial donde en efecto se vota, pero no se elige, no se decide. Para resolver electoralmente la crisis, se requiere tiempo, y, desgraciadamente, en Venezuela este no se cuenta en horas o semanas, sino en vidas.

El tiempo, desgraciadamente, favorece a la dictadura y ahoga cada vez más a la ciudadanía. El tiempo bien puede traducirse en una decepcionante resignación y transformación de la ciudadanía en esa masa apaleada que como la mujer abusada, llega a creer que merece el maltrato… y para colmo, lo agradece. No nos engañemos, unos comicios libres, confiables, no pueden celebrarse pronto, y, como ya dije, los meses no los contamos en días, sino en muertos.

Es obvio, internamente no hay modo de forzar la dimisión de Maduro, que de paso, a mi juicio, resulta insuficiente, porque, ya lo vimos con la muerte de Chávez, la revolución es de hecho, una hidra. Por ello, no solo no basta una renuncia de Nicolás Maduro (que puede ser forzada si las naciones se afanan realmente en ello), sino que urge la pérdida del poder por parte de la élite chavista y la instauración de un gobierno transitorio que pueda garantizar la verdadera pacificación del país. Si no, a la vuelta de unos meses, el chavismo se alzaría con el poder de nuevo, y ya intuimos lo que tal cosa supone. Si los venezolanos no podemos destronar a Maduro y sus conmilitones, entonces, la ética impone un deber a las naciones democráticas: ayudar activamente a restituir la democracia en Venezuela.

No se trata pues, de unas elecciones que eventualmente puedan avalar el horror, la pesadilla. Se trata – y se ha tratado siempre – de la ética, de la moral, de lo que es correcto; aunque no se ajuste a la corrección política que tanto excita a falsos intelectuales, a necios que siguen creyendo que pueden obtener un resultado diferente haciendo lo mismo una y otra vez.   

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