Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Michele Castelli
viceversa magazine

La estafa

Franco había alcanzado, finalmente, la meta de su vida: tener un terreno propio, no muy extenso, con una casita linda en el centro como la que recordaba pintada en la portada de un cuento de la infancia, circundada de árboles frutales y flores perfumadas. Quería así, de esta manera, culminar el sueño de vivir en paz: lejos del bullicio de la ciudad infernal, y cerca de los pájaros que lo despertaran en la mañana con sus trinos alegres como las cantilenas de su madre cuando con un beso en la mejilla lo sacaba de la cama para que fuera a atender, niño aún, sus faenas de aprendiz de albañil en el pueblo. Si bien nunca se cancele de su alma la nostalgia de volver a Leonessa, su aldea natal en la montaña casi siempre tapizada de blanco por la nieve que cae abundante, también se enamora del trópico caliente donde transcurre los años intensos de la juventud desenfrenada, y ahora de la madurez más sosegada. Por eso, con sus propias manos, se construye el refugio en la periferia apartada de un pueblo llamado San Mateo, en el estado Aragua. Vive solo, apenas acompañado de un peón que lo ayuda en la siembra del terreno. No se le conocen amoríos ahora, y tampoco en el pasado sus paisanos lo han visto nunca oler las faldas ni de las morenas en celo que cuando de italianos se trata les brincan encima como tigresas hambrientas sobre presas inermes, ni de otras mujeres con intenciones de serio casamiento. De allí las murmuraciones de los maldicientes que lo consideran un tipo raro, una marica que prefiere las caricias de un hombre antes que la sabrosura de una húmeda lengua femenina. Tiene un vicio, a pesar de ello, por cierto poco común en los hombres afeminados: bebe licor como leche de cabra un niño de montaña, tanto que ya desde muy temprano en las mañanas anda bamboleándose como un bailarín que ensaya fuera del tablado.

Así, apaciblemente, en su casa inmensa y en su terreno cultivado a mangos, y a aguacates injertados que parecen sandías por lo grande, pasan las semanas una detrás de otra, siempre iguales, siempre monótonas por falta de novedades. Hasta que un día, hacia la hora cuando el sol comienza su ocaso entre los picos de las montañas de la Cordillera Central que a lo lejos parecen murallas para proteger el valle, se presentan dos señores con apariencias de personas de bien: encorbatados ambos, y con fluxes oscuros como cuando en un día de fiesta se asiste a una ceremonia religiosa.

– Buen día amigo, o tal vez buenas tardes, porque ya no se oye el chillido de las golondrinas que se retiran a sus nidos cuando el cielo comienza a teñirse de color oscuro – debuta uno con su lenguaje elegante propio de un hombre de cultura. – Disculpe la molestia por la hora, y por interrumpir el merecido descanso que ya vemos que en usted, como persona fina, se expresa meciendo el perfumado líquido en esa copa de cristal preciado. Pero es que necesitamos su ayuda sin negarnos, por supuesto, a la recompensa, si resulta verídico el mensaje cifrado encontrado junto con otros pergaminos en el viejo baúl de la casona abandonada del abuelo.

– Ustedes dirán en qué puedo servirles – contesta Franco con evidentes señales de sorpresa en su rostro de mandíbulas cuadradas.

El otro acompañante, más prolijo que el primero pero con la misma gracia en los modales, explica que en un mapa, y se lo muestra, parecido a la ruta de un tesoro, resulta que justo en esas tierras de frutales, en varios puntos están escondidas antiguas morocotas, pepitas de oro en un cofre de plata embutido de diamantes, y otras cosas más de valor incalculable.

– Hasta ahora – prosigue, sin que una sola arruga de su rostro dé lugar a cualquier sospecha – hemos podido descifrar que a tres pasos a la derecha del único samán plantado en este suelo, a apenas cinco palmos de la superficie baldía, debería estar enterrado un saquito de cuero de margay con varias monedas de plata de la época de mi General José Tadeo Monagas. Si usted nos permite averiguar que es cierta nuestra tesis, continuaríamos a trabajar con los otros papeles amarillentos que indican la misma trama. Caso contrario, tomaríamos esta aventura como una broma más a las que el rico viejo zamarro tenía acostumbrada a la familia.

Franco, con la mente ofuscada por el ron piensa, sin embargo, que ningún daño aportaría a su propiedad un hueco excavado debajo de un árbol, cerca de sus raíces. Por eso aprueba que se haga. Es más, llama a su fiel peón para que ayude en la faena, pues los señores tan bien vestidos no tienen porque ensuciarse las manos, ni sus uñas cuidadosamente pintadas de esmalte transparente. No transcurren sino pocos minutos que a menos de un metro de profundidad aparece en serio el saquito de cuero lleno de monedas, envuelto a su vez en trapos lacerados. La sorpresa se hace evidente en la cara pálida del inmigrante, quien no logra proferir ni una palabra. Muy locuaces, en cambio, son los visitantes que agradecen repetidas veces la confianza poniéndole en las manos dos monedas, las cuales, dicen, son de un “valor inestimable”. Y se marchan, haciendo reverencias, como cuando un súbdito inclina su cuerpo en señal de respeto al rey. Franco responde al saludo moviendo apenas la cabeza trastornada, corre luego de prisa a su casa ya completamente iluminada, y se encierra en el cuarto manteniendo muy apretadas en la mano las dos monedas de la buena suerte.

Pasa, mientras tanto, una semana, y otra más, y varios días de una tercera. Casi no duerme en las noches Franco pensando que aquellos hombres pudiesen invadirle la tierra en busca de más tesoros. Finalmente, cuando se le estaba mermando la esperanza de volverlos a ver, se aparecen de nuevo, una mañana, pero en un atuendo mucho más informal. Traen en un maletín varias hojas de un papel arrugado tipo cartulina, rasgadas algunas en las esquinas para dar la impresión de que el material es viejo. Hay dibujos raros en el papel, abundan las flechas que parten de varias direcciones, y hay también textos escritos en jeroglífico que los dos hombres dicen haber descifrado sin ninguna duda.

– Aquí tiene, amigo. Todo está listo – afirma uno. – Hay dos opciones. O repartimos el oro que se encuentre en dos medidas iguales, pues por ser suyo el terreno tenemos que reconocerle una legítima participación en el asunto. O, si le parece mejor, nos paga una cantidad a convenir y usted corre con el riesgo, haciéndose dueño absoluto de los pergaminos. Con la firma nuestra, obviamente, en un documento notariado, donde constaría que más nada tendríamos que ver con esto.

En la mente de Franco comienzan a rondar los fantasmas cegadores, pero sobre todo el diablillo de la codicia, mala consejera, que le hace responder, sin pensarlo mucho, de esta manera rápida y tajante:

– Lo único que tengo, además de este fundo y esta casa, son mis ahorros líquidos depositados en un banco de la capital. Son casi cien mil bolívares, que es bastante dinero. Si les satisface la cifra, opto por la propuesta dos.

Los amigos se miran a la cara, pero son tan buenos actores que no dejan filtrar ninguna turbación por el objetivo logrado. Regatean, para dar apariencia de verdad al teatro, y cuando ya el inmigrante los pone frente al dilema: o esa suma, o la otra alternativa, fingen que se transan de mala gana por la segunda opción, dándose cita para finiquitar el acuerdo frente a un notario, cómplice él también de la jugada.

Comienza a excavar Franco el mismo día de concretarse la firma, siguiendo las instrucciones del supuesto mapa. Un hoyo acá, otro más allá, otro acullá cerca del césped que marca el lindero con el terreno de a lado, otro bajo la sombra del mamón antiguo, y otro todavía justo frente a la entrada de su casa. En fin, desde el balcón, aquella superficie se ve, entre los árboles, como una tajada de queso suizo que a él tanto le gusta. Del tesoro, en cambio, ningún rastro, ninguna esperanza ya. Se hacen patentes, entonces, las reflexiones serenas de las cosas ocurridas cuando en las primeras horas del alba, como todos los días, se desvanece el humo del alcohol que lo llevó a la ruina: el ladrido insistente del perro aquella noche de cielo encapotado, las dos ságomas corriendo hacia el otro lado del lindero, la tierra blanda debajo de la encina. Ya no hay dudas, todo está muy claro ahora, como el agua del estanque convertido en pecera: los dos farsantes colocaron en la tierra, ellos mismos, las monedas, para simular la autenticidad del hecho. Una estafa, en fin, pensada y ejecutada por profesionales del crimen, tan listos como el zorro que del corral se lleva la gallina sin dejar a primera vista rastros por el sendero que conduce a su cueva camuflada.

Franco, en los días siguientes, cae en una depresión atroz, que nada ni nadie logra controlarle. Sólo con el tiempo, mirándose al espejo y viendo la miseria que abunda a su alrededor a pesar de ser tan rica la segunda patria, se dice a sí mismo que aún así, si se compara con otros, sigue siendo un hombre afortunado: le queda para su vejez tranquila la casa linda como la que recordaba pintada en la portada de un cuento de la infancia, circundada de árboles frutales y flores perfumadas.


Photo Credits: Mai Rodriguez

Hey you,
¿nos brindas un café?