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La esencia de la malignidad

Si nos aventuramos a escudriñar la quintaesencia de lo que ocurre en Venezuela, encontramos que más allá del talante autoritario de la élite, hay otras causas, mucho más espesas, que les impide pactar lo que a la vista de cada vez más observadores luce como lo más sensato: negociar una transición. La élite, ciertamente, ya no actúa como las dictaduras de viejo cuño, aunque proceda como lo hizo Pinochet (o los hermanos Castro, que, al fin de cuentas, viene a ser lo mismo), sino como las de nuevo corte, que se rigen por la ética del delincuente. Una que se comporta como esas pandillas que en los Estado fallidos africanos, ejercen la autoridad porque nadie puede oponérseles realmente.

Si bien para algunos analistas, cuyas ideas reflotan en la superficie como la hojarasca pútrida y maloliente, su estrategia para resolver la crisis se regodea en la abstracción teórica de sus pensamientos e ignora la realidad terrible que agobia a los venezolanos; la verdad es que la realidad apalea inmisericordemente a una sociedad castigada por una élite perversa y un liderazgo opositor pusilánime, que, henchido como un cadáver putrefacto, se deleita sin decoro en la soberbia que les engrandece sus egos y su apetencia de notoriedad. Drogados por la falsa bonhomía de los hipócritas, más allá de buscar salidas eficientes a una crisis que ya se hace intolerable, solo aspiran a la pequeñez de sus deseos más íntimos.

Sea por miedo, por incapacidad o porque en la más oscuro de sus motivaciones, otras razones subyacen temerosas de salir a la luz; la mayoría del liderazgo opositor no cree que este régimen sea en efecto, lo que es: una dictadura corrupta que ya perdió la legitimady por ende, el derecho a ejercer la autoridad. Sus acusaciones sobre el talante tiránico de la élite son solo retórica electoral. Su tragedia emula a la de los titanes, porque a pesar de sus logros aparentes, siempre fracasa. Pero, tristemente, su tragedia fustiga a la ciudadanía con la fiereza del infame, del que en su bravura desmesurada esconde vicios inmundos. Su pequeñez les impide crear una unidad más allá de acuerdos electorales. La realidad supera con creces su nadería política.

La élite nos robó el país. Degradó esta nación hasta hacer de ella un territorio del que ellos disponen a su antojo, y que, sin pudor, animaron su invasión por potencias extranjeras para satisfacer su codicia insaciable. Desde Chávez hasta Maduro, y desde luego la casta que ha medrado con ellos, todos ellos vendieron el paísa cambio de arcas abarrotadas de dinero obsceno, impúdico, deshonroso. Nos guste o no, la élite nos vendió, como un ganadero, su hato, con las bienhechurías y las vacas.

La tragedia reside pues, en la naturaleza de la dictadura tanto como en la incapacidad del liderazgo opositor para asumir que en efecto, la élite no va abandonar el poder, aunque para ello deba incendiar el país. Es grave, doloroso. La desgracia nacional no va a resolverse porque Henri Falcón sustituya a Maduro en Miraflores. El chavismoconstruyó un andamiaje robusto, poderoso, y ciertamente infame, para preservar el poder. Ese andamiaje debe ser desmantelado, porque, de no hacerlo, cualquier victoria electoral sería tan solo un espejismo que a la vuelta de unos meses desaparecería en el arenero yermo del desierto. Para la élite jamás hemos sido adversarios políticos. Somos el enemigo. Chávez jamás ocultó que para ellos era una guerra contra un sector, y no eran sus palabras mera retórica de un caudillo, de un chafarote inculto, sino la base filosófica de su lucha política.

Si bien hubo actos que fueron deslegitimando a Maduro y su gobierno, la creación y empoderamiento ilegitimo de ese ente contrahecho que infelizmente llaman constituyente determinó el límite entre un gobierno autoritario y uno de facto. Hoy por hoy, ese adefesio desconoce elecciones legítimas, crea leyes, impone y despoja funcionarios… ese engendro ejerce un poder más allá de la constitución y las leyes y por ende, lleva al gobierno de Maduro a ser uno de facto, y que, constitucionalmente, no solo nos permite el ejercicio del derecho a desconocerlo, sino que nos impone el deber de restituir el orden democrático y constitucional abusado por una élite que nunca aceptó las reglas democráticas y que, sin lugar a dudas, no fundamenta su legitimidad en la decisión de los ciudadanos libremente expresada a través del voto, sino en sus dogmas fallidos.

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