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La cuchara es de todos

Durante la primera cena que tuvieron, la guía les advirtió que los cubiertos eran propiedad, al igual que los aretes que usaba, del Estado. Es decir, robarse aunque fuera una cucharita de postre era un delito en contra del régimen de Gorbachov. Dicho eso, los meseros procedieron a servir y cuando se agachaban a colocar las sopas de remolacha, abrían sus chaquetas descubriendo una variedad de caviares clandestinos que había que comerse antes de pasar por las aduanas.

Tan solo unas treinta horas antes habían amanecido en su casa en San José, parecía que habían tenido que cruzar solo puertas para llegar a otro hemisferio donde las reglas de occidente no existían. Por la naturaleza del relato no diré sus nombres: todos los contrabandistas son anónimos

Llegar a la ciudad moscovita fue difícil, el avión tuvo que dar vuelta y mantenerse suspendido en el aire porque los tomó por sorpresa una nevada abismal fuera de temporada. Cuando las inclemencias del destino les permitieron bajarse de esa nave se dieron cuenta que aquel fuselaje los había llevado no solo encima del Volga y los Urales, sino de la Cortina de Hierro.

La paranoia occidental de la KBG

En las calles se observaba la disciplina mecánica que ponía a los soldados a marchar sin miramientos y a las mujeres mayores a barrer las calles con sus pañuelos de babushkas. El metro era un sepulcro de momias cuya mirada se perdía en el Pravda o en el aire que era tan helado como en el de sus apartamentos compartidos carentes de calefacción. Uno de los ticos que iba en el grupo abrió una caja de chicles y empezó a ofrecer al proletariado cuya desconfianza se venció al final del viaje y empezaron a reventar bombas rosadas o mentoladas. Estaban acostumbrados a tener como única golosina bolsas enormes de semillas de girasol.

El hotel tenía buen servicio aunque era austero en cuanto a recursos, además de que cada planta tenía una mujer de huesos anchos que con mirada de águila vigilaba todo lo que ocurría. Pero eso no era suficiente: había una radio en cada habitación y entre el grupo se rumoreaba que tenían micrófonos escondidos. La paranoia occidental a la KBG.

Los días libres de guía, donde podían deambular entre los edificios de arquitectura sólida y palacios con lapislázuli, siempre estaban bajo la vigilancia de un espía. Tuvieron que pasar unas cuantas veces para que comprendieran que no era posible: el mismo hombre bigotudo en diferentes lugares y, además, hablaba español.

Un saludo Nazi en frente de Lenin

El día que visitaron la Plaza Roja (que todavía no era Patrimonio de la Humanidad), la guía estaba para impedir que hablaran en grupos: les tenía fobia a las reuniones de más de dos personas. Todo era acelerado, el espía iba a veinte pasos detrás en la fila que se formaba enfrente del mausoleo de Lenin –sin Stalin desde 1961-, caían copos de nieve primaverales y ante la tumba no se podían detener o recibirían la orden de salida en un ritmo castrense.

Cualquier evento que rompiera el orden civil férreo causaba una conmoción. Una vez, frente a una de las tantas imágenes de Lenin, un tico decidió salir con una broma de los que no han vivido guerras ni dictaduras: soltó un Heil Hitler. La guía había aguantado tanto, sabía ignorar las preguntas comprometedoras y apaciguar choques culturales, pero esa vez no encontró más solución que ponerse a llorar.

Los jeans

Al regresar, nuestra contrabandista se sienta con una compañera de viaje a hablar en los sillones de la recepción. No logran mucho: una de las vigilantes las interrumpe, inquieta por esa reunión a deshoras. Se dirige a su habitación, el ascensor cierra la puerta y un hombre rompe ese silencio y distancia que tanto agrada en Europa.

En un español escueto pero fluido le ofrece cincuenta dólares por los jeans que tiene puestos. Nunca ha hecho algo así, claro que temió, se podía imaginar un problema diplomático por unos jeans. Cuando se detuvo el ascensor, pensó en la adrenalina de soltar un producto tan americano en las tierras soviéticas y accedió.

“En el último piso, en el salón de conferencias, vaya a la tercera fila en el asiento número tres y lo coloca abajo”, se lo repitió una vez más para que la memoria cortoplacista de los contrabandistas sin experiencia no la traicionara. Entró a la habitación y sin decirle una palabra a su marido, como los militares que no pueden revelar secretos de estado a sus familias, se cambió en el baño.

Se perfumó porque la elegancia le parece a los ingenuos incompatible con lo ilícito. El abrigo de mink es perfecto para meterse el jeans, doblado a lo hoja de papel. Solo tiene que caminar dando la apariencia de que sostiene el abrigo, no quiere que se le abra. Como el comprador sabía de esos actos, todo salió perfecto. Primero, porque sabía que la sala de conferencias estaba vacía pero con las puertas abiertas. Segundo, la repetición del número tres no daba lugar a errores de logística.

Bajó al piso donde estaba su habitación. La supervisora del piso se paseaba con los brazos enlazados en la espalda y le pareció dos veces más grandes que antes. El saludo fue solo un gesto con la cabeza. Entró a la habitación, tomó un suspiro y le dijo a su marido que iría a pedir un vaso de agua a la recepción.

Subió de nuevo al último piso, segura de que ya había levantado sospechas: era demasiado movimiento para la quietud timorata del proletariado. Pero como no había supervisora en aquella planta, cuando vio al comprador salir de la sala de conferencia no tuvo problema en acercársele por su pago. Aunque sabía que ahí todo lo hacían diferente, no esperó aquella imagen tan liliputiense: se sacó los cincuenta dólares enrollados como cigarro de la encía. Menos esperaba que, al regreso, la supervisora del piso le diera un guiño de cómplice. Cuando años después vio la caída del muro de Berlín en la televisión, suspiró pensando que esos jeans ya se habrían devaluado: del estatus simbólico de la resistencia al orden (hay que ser rebeldes, sea el régimen que sea) a una prenda pasada de moda.

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