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La creación poética como problema

Para Cinzia, cuya voz poética miro con los oídos en este tránsito a través de la niebla.

El encuentro con una conferencia de Marco Guzzi titulada Poesia e iniziazone, bajo el cómplice madrinazgo de mi querida amiga y colega Cinzia Ricciuti, ha significado un punto de inflexión en mi periplo reflexivo sobre la creación poética y el lugar que ocupo en esta circunstancia que me ha tocado vivir. Por una parte he reafirmado, como quien se confirma en una fe, algunas creencias en las que coincidimos plenamente Guzzi y yo. Por otra parte, he adquirido una nueva perspectiva, más amplia, parecida a la de quien otea desde una loma su pequeño pueblo. Así que discurriremos en estos breves párrafos sobre el problema de la creación poética, juntando, insieme, la perspectiva de Guzzi y la mía.

Lo primero sería preguntarnos por qué problematizar el quehacer poético. Y la respuesta es que al convertir el acto de hacer poesía en un problema nos asegurarnos que vuelva a nacer bajo una forma desconocida hasta ahora. Si Whitman, Goethe, Hölderlin, Heine, Rimbaud y Laforgue no se hubiesen cuestionado su quehacer lírico quién sabe cuánto habríamos tardado en presenciar la aparición del verso libre. En palabras de Guzzi, «la morte è il vero motore», entendida la muerte como el fin que da inicio a lo nuevo. Y este fin-inicio solo ocurre cuando cuestionamos nuestro hacer poético. Solo entonces la orfandad consecuente es susceptible de ser vista como en un caleidoscopio: la humanidad.

Este ponernos en crisis supone un renacer, casi siempre sobrevenido. En mi caso tuvo lugar luego del infarto, a finales de 2011. Todas mis certezas, incluidas aquellas desde las cuales escribía, se fracturaron. La proximidad de la muerte me mostró las otras muertes que ya vivía sin apenas saberlo. La crisis que sobrevino entonces no fue la muerte, pero sí un morir. Eso se nota en el giro drástico que dio mi escritura. Mi yo se refractó en cinco heterónimos. En mi caso, la proximidad de la muerte fue un maravilloso prisma que me proyectó hacia la otredad. Pero este modo de responder a mi cuestión existencial supuso una concepción, una formación filosófica y teológica que ya traía conmigo.

Un segundo punto de inflexión acaeció hace tres meses cuando mi madre arribó a la crisis de su demencia vascular. Ahora interrogo mi quehacer literario desde los límites wittgensteinianos del lenguaje. ¿Acaso el discurso de la demencia no excede los límites del mundo? En la perspectiva de la poesía iniciática de Guzzi, el sujeto cognitivo deviene en un nuevo ser cuando conoce al Otro, diríamos que sacrifica parte de sí para hacerse uno con el Otro, lo que Guzzi define como subjetividad transegoica, esto es, una subjetividad que trasciende el ego, que se vacía de sí para ser genuina escucha del Otro.

Desde esta perspectiva la escritura es un desafío humano, porque supone que la palabra propia se construye en una conciencia polifónica desde la otredad. Aquel eco del que hablábamos en nuestro ensayo anterior, en tanto que material preliterario, es en rigor un eco polifónico. Cada poema es una pieza que, como el corifeo del teatro griego, sincroniza tras de sí un coro de voces incluso insospechadas. Los griegos nos heredaron esta concepción polifónica de la palabra. ¿Ya la olvidamos?

Pero hay un problema más punzante en la creación poética, a mi modo de entender, y es el que vincula al autor con el sentido del hacer poético. Medianamente sabemos que partimos de un mundo de formas y conceptos obsolescentes, que asistimos al nacimiento de un tiempo que apenas intuimos. ¿Cómo entender a ciencia cierta hacia dónde queremos avanzar? Somos la flecha que sabe qué arco abandona, pero… no hay trayectoria posible de dibujar en el viaje hacia la niebla. ¿Cómo hallar el sentido de la escritura en este, nuestro tiempo, el tempus nebulae, el tiempo de la niebla? ¿Cómo dotar de sentido a lo evanescente? Este ha sido el trasfondo de mi escritura en los últimos cinco años.

En mi poemario Evanescencia construyo simbólicamente un diálogo implícito entre un yo, la voz de Thanatos, y un , la voz de Eros. Pasado y futuro. En palabras de Guzzi, lo moribundo (morente) y lo incipiente (nascente). En medio de ambos, el insomnio es un morir despierto, el finiquito de la razón que por momentos se queda sin palabras, sin verbo poético posible, porque lo desconocido supone también el déficit de la palabra como evidencia de la razón inalcanzada. Al final, en medio de una tempestad, sobreviene la liberación, la paz:

¿Acaso caí por el ojo de la noche?/ solo escucho esta tempestad que grita su quietud

De pronto soy una paz sin palabras/ ya no las necesito/ ni ellas a mí

El espejo cierra sus párpados/ y tu voz es la eternidad que anhelé

Creo que un modo de resolver el enigma del sentido en la creación poética es hacer el viaje escuchando los sonidos de la comarca. Quienes vivimos en zonas montañosas y neblinosas conocemos este procedimiento de mirar con los oídos. Personalmente considero que somos privilegiados por estar aquí, justo cuando están cayendo las grandes certezas de Occidente: la democracia, la fe, la familia, incluso la razón, lo cual no es poco decir. Quienes escribimos también estamos cayendo. Pero no podemos claudicar en el intento de entender la catástrofe. Necesitamos construir un discurso que transforme las intuiciones en certezas, en aletheia, que, en términos heideggerianos, nos desoculte el ser, traiga el mundo incipiente a nuestra presencia.

El poema, a fin de cuentas, no se comprende sin la ausencia de quien lo escribe, porque es huella. No hay huella sin ausencia del caminante. Por ello la poesía tiene mucho que decir justo en este momento en que las viejas certezas habrán de renovarse para dar paso a un mundo distinto. La poesía, en mi opinión, es ese morir capaz de conectar lo que termina con lo que comienza. Es ese tránsito entre lo que aún no deja de ser y lo que espera por un ser renovado, renacido, diríamos. La poesía es la Sophie de Novalis, en cuyos «ojos descansaba la eternidad»: La Diotima de Hölderlin, en quien esperaba «la infancia del mundo».

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