Las atrocidades no se autocondenan y no se autodestruyen. Todo lo contrario: se autoreproducen: lo que una vez era una inesperada terrible broma del destino y un trauma (un descubrimiento horrible, una revelación espeluznante) degenera en un reflejo condicionado de routine. Escribe Zygmund Bauman en el libro “Las raíces del mal” curado por el editor Yong-June Park. Son palabras que nos devuelve la memoria, tras leer titulares de la prensa terribles de por sí, que se vuelven aún más sobrecogedores por la indiferencia que suscitan.
Son informaciones que, partiendo de estudios y relaciones de organismos internacionales, decretan con la crudeza de lo inevitable, cosas como: Venezuela es el país con la economía más inflacionaria del mundo, Transparency International lo considera el más corrupto, la Asamblea Nacional decretó la emergencia sanitaria. Y también: Según la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) México es el país más corrupto entre los 34 que integran la Organización, Brasil le pisa los talones y ni hablar de Haití y de Guatemala.
Como escribe en su columna nuestra colaboradora Camila de la Fuente, mientras se desarrolla la telenovela de El Chapo y crece la espera de Papa Francesco, en México cae el valor del peso y sigue la impunidad de los narcotraficantes cuyo poder parece inquebrantable.
La justicia está en tela de juicio casi en todos los países y la credibilidad de la política parece destinada a una caída irreversible.
Pero lo que más indigna y preocupa es la indiferencia con la cual rebotan en un vacío escalofriante las informaciones que se refieren a la vida humana.
Caracas es la ciudad más violenta del mundo, dice un estudio de la Ong radicada en México, Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal y como prueba de tan duro record destila una serie de cifras realmente aterradoras. Con 119 homicidios por 100mil habitantes Caracas logró sobrepasar la hondureña San Pablo Sula con sus 111,03 muertos asesinados. Vidas que la muerte transforma en números. En México nadie sabe todavía donde fueron a parar los muchachos de Ayotzinapa; en Brasil, el año pasado, fueron asesinados 29 defensores del medio ambiente y en muchos países del Caribe la vida tiene el sabor de la sobrevivencia.
Aún sin estas cifras, para entender el poder de la delincuencia, bastaría ver las fotos del Penal de San Antonio en la Isla de Margarita de Venezuela, que pusieron en red los mismos detenidos. Vemos a un grupo de presos quienes, desde el techo, disparan al aire con todo tipo de armas, incluidas las que deberían ser de exclusiva propiedad de las Fuerzas Armadas. Es así como homenajean al que fue un “capo pran” del penitencial – suerte de jefe mafioso que dicta leyes entre los internos y controla el crimen en la calle – asesinado en una emboscada mientras salía de una discoteca. Lo llamaban «El Conejo» aunque la frialdad de la morgue le devolvió su verdadero nombre: Teófilo Cazorla Rodríguez.
Son cifras e imágenes que deberían aterrarnos, provocar rabia, dolor, solidaridad y que, sin embargo, en la mayoría de los casos, deslizan sobre la piel de las personas sin producir mayor reacción. Peor, provocando un cansancio que roza el rechazo.
En su libro Bauman cita a Joseph Roth quien dice: Cuando se verifica una catástrofe las personas cercanas quedan traumatizadas hasta probar una sensación de impotencia… Pero las catástrofes crónicas son tan desagradables que los otros gradualmente se vuelven indiferentes tanto a las catástrofes como a las víctimas.
Es lo que ocurre en Europa con los refugiados que mueren en el mar, y es lo que ocurre en nuestros países donde las personas mueren en las calles de las ciudades.
Pareciera imposible recomponer tejidos sociales tan deteriorados pero, siguiendo con Bauman, no queremos perder del todo la esperanza. Como dice el gran filósofo polaco: La frustración por cuanto se ama y se espera no es un motivo para abandonar este empeño y no debemos permitirnos la permanencia impotente en la resignación.
Photo Credits: Paul Lim