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La choza del fin del mundo

Hay hechos y circunstancias que, producidos en momentos y lugares específicos, pueden conducir a un mayor entendimiento entre países o, por el contrario, a una situación de confrontación de consecuencias incalculables para la paz mundial. Ambos casos se verificaron, casualmente, en la misma región de la República Popular China conocida durante la dinastía Qing como «el fin del mundo», por su ubicación geográfica tan distante que parecía fuera del alcance de Pekín. En la actualidad, allí está emplazada la provincia de Hainan, la más pequeña del gigante asiático.

El 1° de abril de 2001 ocurrió un incidente en el South China Sea, una de las áreas más sensibles del mundo desde el punto de vista estratégico, entre un avión chino y otro norteamericano que amenazó con desatar una guerra entre China y los Estados Unidos a tan sólo 10 semanas del inicio del mandato presidencial de George W. Bush.

Ese día, un avión espía EP-3 norteamericano estaba operando cerca de Hainan cuando fue interceptado por dos aviones caza J-8 chinos. Como resultado del cruce entre las naves, uno de los cazas se llevó la peor parte cuando su fuselaje alcanzó a impactar en el avión norteamericano y se fue a pique sin que su piloto se pudiera eyectar. En cambio, el EP-3, a pesar de su avería, pudo aterrizar de emergencia en Hainan. La tripulación completa, compuesta de 21 hombres y 3 mujeres, fue de inmediato apresada e interrogada por las autoridades locales. Recién fueron liberados 10 días más tarde cuando la diplomacia estadounidense, a través de una carta, fijó su posición sobre lo sucedido. En ella, luego de narrar como ocurrió la colisión, se manifestaba que los Estados Unidos estaban «apenados» por la violación del espacio aéreo chino y mucho más «apenados», todavía, por la muerte del piloto Wang Wei. Lejos del reclamo chino que exigía una carta de disculpas, para los estadounidenses todo estaba en regla, no era más que un accidente, un imprevisto, por lo tanto, no hubo pedido de perdón. Desde entonces, la carta de la potencia occidental, fue conocida en el ámbito diplomático, con cierto sarcasmo, como «la carta de las dos penas».

El incidente se resolvió de una manera particular cuando en el gobierno chino decidió fletar un Antonov An-124 ruso para mandar de vuelta al EP-3 desguazado en su totalidad, acompañado de una cuenta cuyo monto ascendía a 34.567.89 dólares como pago por el costo del desarme y envío de las partes del EP-3, sumado a la erogación por la comida y el alojamiento de la tripulación. Esta fue la primera crisis de política exterior del presidente George W. Bush.

Allí en Hainan, tuvo lugar otro episodio que es la contracara del incidente aéreo. Esta vez lo protagonizaron mujeres. Lo conocemos a través de la narración de Paula McDonald en un relato corto titulado “Vals en el fin del mundo”. Paula, junto con Joanne Turner, jóvenes profesionales, oriundas de los Estados Unidos. Habían llegado a Hainan luego de más de 18 horas de viaje en ómnibus atravesando zonas montañosas inhóspitas y largos viajes en ferri, con el objeto de hacer un relevamiento de las selvas tropicales. El viaje concluyó en una choza al lado del camino, una de las tantas que son una combinación de residencia, restaurante y zoológico, tan frecuentes en el sur de China. Lo primitivo del lugar de alojamiento no las amedrentaba, a pesar de ser una de las más carecientes. La habitación que ocupaban tenía una cama entretejida con lianas, una pequeña mesa y algo que no dejaba de sorprenderlas: recipientes-trampas con serpientes vivas. Más tarde se enterarían que eran el ganado que estaba al servicio de la dieta de la región. Eso ocurrió cuando la dueña del albergue, una anciana de unos 80 años, en compañía de su nieta, les ofreció para el almuerzo la elección a sus gustos de la amplia variedad de ofidios que ella tenía a disposición. El lenguaje que empleaban en su diálogo lo llevaban adelante mediante señas ampulosas. De esa manera las amigas le hicieron saber que, tal vez por el calor, no tenían demasiada hambre. La viejita, entonces les ofreció preparar un conejo o una gallina que, por lo que podían ver, era sólo pura piel y huesos.

Al final, aceptaron la gallina con resignación. Mientras las amigas comían, la anciana las venteaba con un bellísimo abanico de plumas, tal vez, lo único de valor de esa choza; luego, de manera inesperada, sin dejar de sonreír le entregó su abanico a Paula mientras la envolvía con sus brazos trepidantes. Al principio, Paula se rehusó a recibirlo, pero debido a la insistencia de la viejita no tuvo más remedio que aceptarlo sin entender demasiado el gesto.

Pero pronto empezó a quedar clara su intención. La anciana, usando un inglés básico, quería participarlas de su particular historia de vida. Ella había sido una de los millones de personas, en su mayoría intelectuales, que fue víctima de la persecución durante la Revolución Cultural impulsada por Mao Tsé-tung que se cobró la vida de millares de ciudadanos. Hija de diplomáticos, había accedido a una educación superior para dedicarse luego a la docencia escolar. La nueva irrupción del régimen maoísta, esta vez con más extremismo y violencia, la obligó a exiliarse en la remota isla de Hainan, donde se encontraba actualmente. A partir de ese día, todo fue un tormento, por su desarraigo y por las condiciones paupérrimas en que sobrevivía. Con un aire de nostalgia y tristeza pasó a relatarles su privilegiada vida de niña, primero, y luego su juventud dentro de una familia de clase media-alta. Un recuerdo patente, que ahora compartía con ellas, había impregnado su memoria y le volvía siempre a su mente. Eran la cadencia y la magia de un vals que por primera y única vez tuvo oportunidad de presenciar cuando asistió a un baile de la alta sociedad en Hong Kong, en donde predominaban las parejas inglesas. Esa noche quedó encantada con esa danza occidental, tan lejana a sus costumbres. No dejaba nunca de lamentarse el no haber podido aprender los gráciles movimientos ondulantes con que se meneaban los cuerpos de las jóvenes inglesas. Fue su gran materia pendiente. Mientras sus fuerzas la iban abandonando, la posibilidad de llevarlo a cabo se alejaba inexorablemente.

A Paula se le encendieron los ojos con una luz inusual. El fulgor de su mirada transparentaba lo que empezaba a bullir en su cabeza. Dentro de su caja craneana, los acordes de Strauss empezaron a resonar con una intensidad creciente que acompasaban los latidos de su joven corazón.

La anciana presintió que algo importante estaba por suceder cuando Paula la tomó de la mano y al mismo tiempo empezó a tararear el Danubio Azul. En medio del «fin del mundo», en un escenario impensado, la anciana, casi a los tropezones, se iba dejando llevar por Paula al centro de su sueño profundo: ¡al fin podía bailar un vals! Dos gestos. Uno de la anciana y otro de Paula. Sólo dos gestos sirvieron para derribar las barreras del dolor, del miedo, del abandono, del idioma y, sobre todo, de culturas disímiles.

Luego de un largo tiempo transcurrido, el affaire de los aviones en los cielos de Hainan, con su «carta de las dos penas», sólo fue un eslabón más de la cadena de conflictos que se vienen suscitando entre China y los Estados Unidos y que en lo sucesivo mantendrá en vilo a la humanidad. Mientras que «el vals en el fin del mundo» hoy está inmortalizado en una foto que cuelga orgullosa en una pared de una oficina de una ciudad estadounidense. Cada mañana cuando hace su ingreso a su despacho, Paula levanta la vista y ve a la anciana danzando apretada a su cuerpo. Cada mañana, allí en la foto, la anciana sigue danzando, con su cuerpo desvencijado, sus ojos cerrados y con una sonrisa infinita.

Hainan. Un mismo escenario, dos actitudes diferentes. Dos resoluciones distintas. Discordia o entendimiento. La guerra o la paz.

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