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Armando Coll
Armando Coll - ViceVersa Magazine

La catarsis puede ser televisada

En una entrega anterior (titulada “Periodismo y catarsis”) me demoraba en una meditación sobre la posibilidad de que el periodismo propicie la catarsis, partiendo del uso que a la palabra dio Aristóteles en su definición de la tragedia.

Volver a la semántica originaria sirve de ayuda para repensar la fenomenología actual: estos tiempos de instantaneidad y simultaneidad.

Tal vez resulte cuesta arriba aplicar el término con todo apego a la noción aristotélica y sea necesario matizar los significados que a lo largo de los siglos ha ido asimilando. Para Goethe, por mencionar, tenía solo un efecto “estético”.

En el caso del periodismo, se trata de mostrar una realidad, lo que ineludiblemente pasa por una representación, aunque desde luego no con los propósitos estéticos puros de la ficción.

Ni Apolo ni Dionisos, los dioses opuestos que prefiguran la tragedia, acuden de primero para explicar al mundo congestionado de hoy. La masa humana que cubre el planeta parece signada más bien por un alocado Hermes que no discierne la verdad a ser comunicada.

Las redes sociales, canal por excelencia de la nueva comunicación digital, se antojan amplias autopistas por las que millones de individuos circulan entre varios carriles sin mirar a los lados con gran saldo de colisiones.

Las redes sociales pueden verse también como grandes campamentos donde los comunes mortales pugnan por la notoriedad y acceder a la ansiada condición de la celebridad, la cumbre de la cultura del auto marketing; las caracterizan sobre todo una desgastante banalización de todo contenido, toda idea, toda esencia y, por otro lado, despojan la emoción. La tragedia ocurre sin su consecuencia emotiva original.

Facebook es un gabinete narcisista en el que cada quien se embebe en su espectáculo personal. Y se dice con Aristóteles, que de los aderezos de la tragedia, el espectáculo es el de menos valor. La feria de los “likes” es el mercado de los egos distraídos. Paradójicamente, no hay ninguna diversidad; ahí todos están asimilados a la reducida jerga creada por un nerd corazón de melón.

En Facebook todos tenemos audiencia, y todos pueden apegarse al lugar común de los artistas populares al decir que solo se deben a su público. ¿Cuál?

En un mundo así, ¿sería posible la consecuencia necesaria de la tragedia, sin olvidar que el significado original de la palabra pasa por el de representación?

¿Qué puede hacer la comunicación social, dígase, el periodismo aparte de dar aderezo a la noticia siempre repetida?

¿Qué puede hacer el periodismo ante la autoridad sofocante de esas celebridades indiscutidas, los pundits de la opinión, los intérpretes insoslayables?

En una realidad mediática como la que se vive, se impone el espectáculo como forma efectiva de comunicar a la masa. Y si el periodismo incorpora sin reserva el aderezo, pues bien podría contribuir a proporcionar los efectos del espectáculo trágico que se elabora a partir de lo estrictamente fáctico.

Un periodismo que no se conforme con el predominio del quién y el qué y busque sin los afanes del sesgo el por qué, tal vez se acerque a la verdad de los hechos, que es su materia. La catarsis es consecuencia de la agnición: el descubrimiento del sujeto de una verdad ignorada hasta el momento. No haga falta la mención a Edipo.

En días recientes, un grupo de cursantes del Diplomado de Periodismo de Investigación que imparte la Universidad Católica Andrés Bello en alianza con el Instituto Prensa y Libertad, en Caracas, al que fui invitado como profesor, me condujo hasta una reveladora pieza documental.

Se trata de un corto realizado en el marco del Taller de narración en periodismo audiovisual de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, con sede en Cartagena, Colombia. Se titula “Los miedos se hunden en el mar” y la sinopsis vertida en la web de la fundación reza así: “Es la historia de Rosalba, una mujer de 63 años que habita en el barrio Nelson Mandela de Cartagena, lugar al que llegó como desplazada por la violencia. En su testimonio relata cómo siete miembros de su familia incluyendo sus padres e hijos fueron asesinados por un grupo armado en Los Montes de María, región ubicada entre los departamentos de Sucre y Bolívar de la Costa Caribe colombiana. Sin embargo, su relato esconde una historia paradójica. Rosalba, a pesar de vivir a pocos kilómetros del mar, nunca se ha atrevido a acercarse a éste. El documental deja ver cómo se entrecruzan su temor de acercarse al mar con su pasado violento”.

Los realizadores se atuvieron rigurosamente a los valores del cine documental –nada de voice over, ni narración en off de un disruptivo reportero–, para entregar un relato estructurado en el testimonio, la imagen y su metáfora.

No se trata, sin embargo, de un documental contemplativo, puesto que también cumple con los valores del periodismo: informar e incidir en el acontecimiento comunicado.

Lo más sorprendente es la culminación en catarsis para la protagonista del relato, una señora de carne y hueso llamada Rosalba Forero López, cuya vida cambió a partir de la llegada a su rancho de tres jóvenes portadores de una cámara: Jorge Nieto, Jhonny Saavedra y Álvaro Cardona.

Rosalba fue testigo del horror, espectador y protagonista a la vez de la tragedia, y de su liberación a través de la experiencia del mar participa quien asiste a la pantalla. Es una prueba de que la catarsis puede ser televisada y es Internet y sus redes, como extensión y amplificación del medio, escenario propicio para la vivencia trágica completa.

El documental tiene acceso libre en la siguiente dirección: http://videoennelsonmandela.fnpi.org/portfolios/los-miedos-se-hunden-en-el-mar/

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