Esta semana he conocido a Leonard, un bebé alemán de dos semanas. Ondulado, luminoso. Mientras se dejaba acariciar por su madre, me preguntaba yo qué historia aprenderá Leonard en el colegio, qué parte de esta representará, por ejemplo, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto. Si leerá algún párrafo sobre la guerra civil española. Si en sus libros (¿libros?) se hablará de Oriente Medio o de Corea del Norte, y si las fronteras serán nuevas y más altas.
De repente, frente a la luz que irradiaba esta nueva vida, se acumuló en la otra esquina de la sala, bajando por la escalera hacia la calle, llegando hasta el centro de la ciudad e invadiendo la plaza del ayuntamiento hacia los Alpes, el dolor espeso de millones de personas que perdieron sus vidas y su humanidad en estas guerras. Personas cuyo dolor solo tiene sentido si aprendemos de él. Pero si lo banalizamos y pasa de sólido a líquido, se evaporará, dejando un vacío.
Decir que un sitio parece «un campo de concentración», alguien es «peor que Hitler», un fascista o un nazi, hablar de fusilamientos, «al paredón», presos de conciencia, exilio político, se ha hecho siempre. Pero últimamente se ha usado tanto que estas palabras, y lo que representan, están perdiendo valor.
Las palabras son como el pedernal de los antiguos mecheros, producen la chispa que enciende el fuego, crean la imagen. Con el desgaste, pierden esta capacidad de ignición y no iluminan nada.
El Día para el Recuerdo del Holocausto eligió este año como lema, no de forma casual, «el poder de las palabras». Las palabras importan, forman nuestra conciencia y, por consiguiente, nuestra realidad.
El año pasado, el presidente turco acusó a holandeses y alemanes de usar tácticas nazis. El término se reprodujo como las setas en la campaña electoral de Estados Unidos en 2016. En España se ha hablado recientemente de «presos políticos» por Cataluña. En Twitter «facha», «franquista», «rojo» y similares adjetivos relacionados con el conflicto que bañó España en sangre de 1936 a 1939 están a la orden del día. Si banalizamos determinadas palabras, banalizamos lo que representan.
El ser humano es posiblemente el ser vivo que tiene la infancia más larga antes de alcanzar autonomía y facultades plenas. Los neurólogos creen que está relacionado con la capacidad de socialización y la empatía, comprender al otro, ponerse en su piel, intuir lo que piensa. Esto permite al individuo, y sobre todo a la especie, sobrevivir.
Leí recientemente en el libro «Enero sin nombre» del maestro Max Aub escenas descarnadas, majestuosas en el uso de la palabra, sobre traiciones, muertes, abandonos… durante la guerra civil española y luego en un campo de concentración en Francia, ya durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Todas ellas rezuman dolor de personas reales, con descripciones tan cercanas que podía ver a mis tíos y a mis abuelos representadas en algunas de ellas.
Hanna Arendt habló sobre los jefes nazis, no como monstruos ni como idiotas, que no se diesen cuenta de lo que hacían. “No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar”, escribió la filósofa. Les faltó pensar por uno mismo y ponerse en el lugar de los demás.
Las sociedades totalitarias llegan de puntillas apoyándose en estos individuos que no piensan, conformistas y aislados. La globalización favorece las dos cosas: escuchar solo lo que queremos oír y alejarnos mucho del resultado de nuestras acciones, cuando por ejemplo compro un jersey por seis euros. Necesariamente alguien lo tuvo que producir en semi-esclavitud, pero a miles de kilómetros del café donde yo lo voy a lucir. Nada que yo pueda cambiar, entonces. ¿Verdad?
El dolor tiene sentido porque avisa de que algo no funciona, algo no nos conviene o estamos haciendo mal. Pero cuando el dolor inmenso que produce una guerra es «aquel» o «suyo», te aíslas y te conformas, y el dolor pierde sentido.
Mientras nos dividimos el dolor para mercadearlo, hay quien golpea la tierra, levanta el polvo viejo y dificulta la visión. Pensamos menos si tenemos miedo. Hablan de la era de los derechos humanos para señalar que tiene un final. Se cuestiona Europa no para mejorarla, sino para darle la vuelta. La guerra se saca del cajón. «Un conflicto a una escala e intensidad no vistas desde la Segunda Guerra Mundial es una vez más factible», decía The Economist hace unos días. Saber que tu dolor ha sido inútil debe de ser como morirse otra vez.
El teólogo y lingüista del Harvard College Alexander Görlach recordaba la semana pasada en la radio alemana cómo la imagen del mundo que ofreció la misión Apolo 8 en 1968, una frágil esfera azul en medio de un negro universo, animó los movimientos ecologistas y pacifistas, la humanidad como único navegante en ese barco de cobalto. Y que esa época está llegando a su fin con la toma de conciencia de la limitación de los recursos en el mundo y la tribalización.
En tiempos así es más importante que nunca acercarse y pensar por uno mismo. La banalización del dolor ajeno lo hace inútil porque extermina su único valor, que es el aprendizaje. Sin sensibilidad hacia el dolor ajeno, pasado o presente, no sobreviviremos.