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José Kozer

De una sola índole

KENSHO

Se cubre de idénticas esferas, de mañana incendiadas,

a la noche, noche plena,
blanca redondez
(llamaradas) esferas
donde faltan las que
son color anaranjado:
que nada presagian.
No tienen contenido.
Están ahí como un
camino sin punto de
partida (ni de llegada)
no se curva, no se
repliega, estrella
polar, norte real,
alzo la vista, es
temprano, medianoche,
tres de la madrugada,
el tiempo es uno: todo
el tiempo es lo mismo,
la vista concentro
en una esfera
indeterminada, al
azar, y me guía
(todo es de utilidad).

 

Mendicante. Camino sentado. A los despoblados, yo

mismo despoblado: por
momentos, nada es
duradero, inmaterial.
Me quedo repitiendo
una plegaria, repetirla
me toma seis minutos,
termino, me doy vuelta,
la repito abriendo poco
a poco los ojos, boca
cerrada, dos veces.
Takuhatsu. La túnica
raída. La vara del
Maestro golpeó mis
hombros para que
enderezara la postura,
se endereza el camino.
No llegué a tomar
órdenes, salir a
mendigar la comida
del día, practicar
meditación, comprender
las funciones monásticas,
palabras del dharma, la
cuarta esfera idéntica a
la tercera, incendiarse
la mañana. La noche
blanquearse. Vías son
a la Vía Láctea, nada
más cercano: subir a
cimas donde pasar
las semanas en una
actividad sin entrada
ni salida, monocorde:
y al descender y estar
de vuelta en casa
darme cuenta de que
no tuve nada que ver
con las esferas, el
crecimiento de la
hierba entre las
nubes, en la noche,
el gusto de la acedera
cuando me sirve de
alimento, o cuando
me inclino para
estudiarla. Reconocer
su forma al mudar,
volverse esfera,
llantén anaranjado,
blanca estrella, de
nuevo ser guiado a
alturas medias, valles
pequeños, un sitio,
una puerta: chirrían
las bisagras, la polilla
realiza su trabajo,
cumple su cometido,
un asunto entre ella
o la carcoma y la
madera, lo que roe
y lo que queda regado
por el suelo: la puerta
permanece intacta.

 

Éste es un día indeterminado. No me alejo. No estoy

cerca. Tengo tal vez
algo de inopinado,
propias características,
modo en delante de
comportamiento, asunto
mío, lo registro (por
costumbre) no lo
comparto: cuestión
entre el suelo y yo,
el brasero y yo. La
mesa cuadrada
conmigo, en grande
o pequeño, no hay
dimensión: no regreso,
subo y bajo sin prestar
mucha atención, me
apoyo en un bastón
de quebracho, buen
apoyo que me permite
llegar al lugar de las
acederas, el llantén,
inclinarme: mejor
conocerlas antes
de arrancarlas para
hacerme una sopa,
hay que subsistir.
Subir, la cima está
a la mano, la alcanzo
en poco menos de
una hora, aquí está
mi casa una semana
al mes, mirar esferas,
idénticas, no sé si
necesarias, tendrán
su sentido, estarán
como todo comisionadas
a sus funciones, beberé
saké. Comeré galletas
de arroz, tomaré dos
veces al día, he ahí
mi única sabiduría,
ensalada de llantén,
una sopa de acederas,
y como sé cada vez
más (de menos y menos)
añadiré unos puerros, ajo
y cebolla, y con el tiempo,
tras cantar mis plegarias,
cantar tres veces
consecutivas la única
plegaria que conozco,
nada de arrobos, nada
de iluminación (kensho)
ni de salir a mendigar la
sopa boba del monje
(takuhatsu) habré
llegado al punto en
que ciñéndome la
túnica (kasaya)
entornando los ojos,
cuchillo de mondar
en mano pelaré una
fruta en sazón: cuchillo
de rebanar dividirá en
treinta partes como se
divide un territorio la
zanahoria que acabo
de sacar de la huerta,
la última que me queda,
y cantando trozo a trozo
iré echando en la sopa
mientras hierve.

 

PARÁBOLA

Sobre esta roca Buda puso a secar su ropa.

Mientras la ropa se seca Buda permanece petrificado.

Luego que Buda se vistió con sus relucientes trapos

y se alejó, la Roca

reencarnó con sus

propios pesos y

medidas hasta el

final de los tiempos

cendal.

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