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Pablo Brito-Altamira
Photo Credits: Dennis Skley ©

Kafkaracas: Apuntes de la irrealidad tropical

CUATRO

Julio, noche.

El avestruz cruzó la calle.

– Ese no es de aquí- dijo un niño. – ¿De dónde viene?

– De Australia – dijo el otro.

– ¿Vino volando?

– Los avestruces no vuelan.

– ¿Y qué es lo que hacen entonces?

– Meten la cabeza en el suelo cuando tienen miedo de otro animal. Como no lo ven, el miedo se les quita.

– ¿Y qué pasa entonces?

– Que el otro animal se los come.

El avestruz saltó sobre el seto de una casa y se perdió de vista. Más tarde se supo que el ave había escapado de una granja a causa de un bombardeo con lacrimógenas que había puesto en pánico a los animales y a los vecinos. No me consta, pero eso dijeron los periódicos, esas publicaciones que difunden ficción certificada.

Todo pasaba al mismo tiempo, como antes del big bang, y nadie entendía nada. Lo que estaba ocurriendo ahora es que había que votar a favor o en contra en dos elecciones opuestas.

Lo cierto es que no había nada cierto. Tal vez, pensé, se trata de un experimento para comprobar cuál es el límite al que una población puede ser llevada antes de enloquecer o de sufrir muerte súbita.

La técnica era producir noticias permanentemente para mantener a la población atenta al desarrollo del esperpento, literalmente pegados a una pantalla, a un altavoz, a un texto impreso o al rumor del vecino de asiento en el bus o el metro. Nadie podía hablar de otra cosa que no fuera la política y si faltaba material aparecían de inmediato los encuestadores con sus sondeos. Así, el protagonista en las conversaciones de la llamada dirigencia era ‘la gente’. Se oía decir en pasillos y corredores: ‘La gente esto, la gente aquello, la gente quiere, la gente cree, la gente no cree’. De ese modo se componían discursos con ofertas y promesas en concordancia con lo que ‘la gente’ había declarado en las encuestas. Eso permitía hablar de ‘democracia’ mientras ‘la gente’ se desplomaba de hambre en las colas para obtener víveres, o de fiebre en las de medicamentos, después de varias horas de pie. O moría en los hospitales de cualquier plaga tropical erradicada años atrás. O en las urgencias donde llegaba herido de gravedad después de las manifestaciones reprimidas de modo ‘atroz’ según palabras de los propios represores.

En la ‘sala situacional’ K observaba el mapa digital donde se coloreaban las zonas de conflicto, que cubrían la mayor parte del territorio. Pasaban de verde a amarillo y de amarillo a rojo para llegar a negro cuando se reportaban bajas. Era como la radiografía de una enfermedad en la que la necrosis crecía a cada instante. Pero minutos después, las zonas negras se ponían blancas, dando a entender que el enemigo se había rendido. K Imaginó que, para los programadores, la muerte equivalía a una rendición.

El aire acondicionado a todo dar y las luces led daban al ambiente un aspecto de casino. Los individuos frente a las pantallas jugaban en los tragamonedas esperando un premio que no estaba allí.

Organizaban el gran bingo de las elecciones, deporte nacional, que esta vez se jugaba en tandas separadas para que nadie pudiera ganar. Los participantes irían en fila a punta de pistola o bajo extorsión y promesa incumplible a ejercer lo que se consideraba un deber. Como en todos los casinos, la casa era la única que ganaba.

Los electores debían hacer cola, aunque no hiciera falta, no fuera a ser que el derecho del que iban a gozar pareciera realmente un derecho y no una dádiva que los obligaba ante la autoridad que la concedía. Luego esperarían los resultados del bingo al menos hasta media noche, para que la alegría de los que se consideraran ganadores no se convirtiera en relajo. Esto para que supieran que no eran más que esclavos revoltosos y recordaran quién era el que mandaba en el cuartel. Para que siguieran siendo, como en tiempos de la corona, meros súbditos que no sabían ni debían saber qué era lo que les convenía y que no.

K entró al sector reservado donde los que movían los hilos estaban reunidos, discutiendo.

La palabra que flotaba en el aire, dentro de las cabezas y en el humo de los cigarrillos era ‘jóvenes’. Al parecer todos los asistentes compartían la preocupación de que esos ‘jóvenes’ (también hablaban de estudiantes, independientes, pueblo) estuvieran boicoteando los planes de la ‘dirigencia’ , como los que discutían se llamaban a sí mismos.

Mostraban en sus tabletas fotos y videos de gente protestando, gritando, cantando. Todos parecían llenos de alegría y entusiasmo. Por el contrario, los miembros de la ‘dirigencia’ lucían abatidos, temerosos, como si desconfiaran unos de otros. Solo sonreían cuando la cara de un joven demasiado valeroso aparecía en otra imagen con un gesto de dolor causado por un impacto de bala.

Q estaba sentada en una esquina, tomando notas mentalmente.

– Las fuerzas en pugna- dijo- son esas dos: la de la población y la de la dirigencia. Sus propósitos son diametralmente opuestos. Cuando un miembro de la población pasa a serlo de la dirigencia, se transforma en rinoceronte. Cuando un dirigente cambia de bando y se coloca del lado de la población, lo asesinan.

Sincrónicamente con la mención de la palabra rinoceronte, entro en la sala, escoltado por varios gorilas, un cerdo con los ojos inyectados en sangre que emitía un guarrido estentóreo y entrecortado, como si escupiera las frases de un discurso vomitivo.

Todos hicieron silencio. En las mentes apareció la palabra ‘jefe’, rodeada satelitalmente por muchas otras que significan miedo, terror, angustia.

Se sentó y soltó una andanada de insultos. Luego declaró:

-Si no puedes dominarlos, confúndelos, desconciértalos, asústalos, divídelos, dales ilusiones y luego desencántalos, créales problemas que deban resolver…cánsalos… debes tratarlos como a niños pequeños.

Todos escribían en sus celulares como tomando dictado, sin atreverse a levantar la vista.

-Por eso – prosiguió el puerco- una parte de ustedes debe golpearlos, humillarlos, aterrorizarlos, mientras que la otra debe ponerse de parte de ellos y exigir justicia, declarar que no tolerarán más atropellos, más violaciones. Creando ese teatro los tendremos divididos en dos, como los fanáticos de equipos deportivos rivales. El resto estará sentado en las gradas, como enseñaron los romanos, gastando el tiempo en el circo y olvidando que no queda pan.

– Vámonos de aquí- dijo Q. – esto apesta-

Salieron de aquel lugar y se encontraron en una calle desierta. La luna iluminaba apenas un paisaje húmedo y boscoso, poblado por grillos y ranas escondidas que cantaban su tonada repetitiva, como un mantra antiguo. No había un alma (ni siquiera un cuerpo, pensó Q , y rieron) que se aventurara en tal soledad a esa hora.

– Habrá que esperar que amanezca- propuso K

– Ojalá alguien haya despertado para entonces.

– ¿Qué quieres decir?

– Que luego será demasiado tarde. –

Los dos fantasmas se alejaron, calladamente, hacia alguna parte. La brisa traía desde lejos el canto de las primeras guacharacas.


Photo Credits: Dennis Skley ©

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