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Pablo Brito Altamira
viceversa

Kafkaracas: Apuntes de la irrealidad tropical

TRES

Junio, mañana.

Había llegado la hora.

Miles de personas juntas en las calles, bajo el sol tibio, que derramaba colores sobre los árboles y las casas, sobre las colinas que descendían de la montaña, altiva y callada.

¿La hora de qué? – preguntó alguien-

Se miraron unos a otros, desconcertados, buscando en los labios del vecino la palabra que sellara y archivara una pregunta tan impertinente y sediciosa. Todos sabían la respuesta, era evidente. De otro modo no estarían allí. De otro modo no habría millones como ellos en todas partes, en cada rincón, en ciudades y pueblos dispuestos a todo por llegar a ese lugar donde por fin habían llegado. A esa hora que al fin estaba ocurriendo.

Pero no hubo uno que respondiera.

En cambio, se desencadenó una algarabía de infinitas voces simultáneas que gritaban palabras que eran imposibles de descifrar. Todas ellas, cada una distinta de la otra, se perdían en el ruido de conjunto que asemejaba un torrente poderoso y unánime pero carente de significado en el idioma común. Como el rugir de las olas en medio de una tormenta o el rodar de enormes rocas que se precipitan chocando entre sí hacia el abismo en un derrumbe colosal.

La voz del Leviatán.

El individuo que subió a la tarima traía consigo un altavoz.

Levantó una mano y los gritos fueron apaciguándose hasta disminuir del todo y desaparecer. Se instaló un silencio que alcanzaba el horizonte.

El hombre se llevó el altavoz a la boca y dijo:

– Hemos triunfado. No habrá más guerra. Hemos obtenido lo que queríamos. ¡Patria!

– ¡Patria! Gritó la multitud a coro.

– Y tendremos prosperidad, justicia, igualdad…

– ¡Prosperidad, Justicia, Igualdad! – gritó la gente.

En una tarima lejana otro hombre repetía las consignas. Y en otra, y en otra.

Como dicen que ocurre a los que mueren, transcurrieron ante mí infinidad de escenas en una ráfaga acelerada. Rostros, lugares, paisajes, encuentros y desencuentros. No eran solo míos, las miradas de todos los que estaban allí se mezclaban y se transformaban, en un juego de calidoscopio.

Vi mucha sangre, mucho llanto.

Dos militares arrastraban a una muchacha y le daban patadas mientras ella intentaba cubrirse, protegerse. La llevaban a un callejón donde otros guardias les cuidaban de curiosos. La violaban uno tras otro, haciendo fila.

Sonaba a todo volumen una salsa muy rítmica que tapaba los gritos de la mujer.

La misma escena estaba en todas partes. Se repetía en remotos pueblos, en caseríos, en bosques y quebradas, pero era siempre la misma.

Mientras tanto los políticos negociaban mostrándose unos a otros un pequeño libro azul como si fueran clones de Moisés bajando del Monte Sinaí. Después se reunían en privado y compartían un opíparo almuerzo y una botella de whisky. La Ley, los Profetas, el maná del Cielo.

Yo estaba muerto, ya lo dije, pero no podía salir de esa visión que me atrapaba como una burbuja pegajosa e invisible. Sentía que no podría irme hasta entender y que entender era imposible. Debía seguir luchando, empero, para encontrar el conjuro, la invocación, el poema que diera sentido a todo aquello.

Q apareció de pronto y me dijo algo que no capté del todo.

Se nos confundían las palabras en una turbulencia acuosa. Acerté a pescar al vuelo un ‘quizás’ y un ‘intento’ que me impulsaron a seguirla.

El sol se levantaba con la constelación de los gemelos como telón de fondo imperceptible. ¿Dónde están los serafines, espíritus de comprensión, que deben guiarnos desde allí? ¿Por qué no se manifiestan?

-Porque nadie los invita- respondió Q – ni siquiera los nombran. No saben de ellos porque nunca miran al cielo.

Me pregunté cómo las personas comunes y corrientes se convierten en esos ‘líderes’ que dicen re-presentar a otros, es decir, presentar de otro modo, reformular, enmascarar, fingir en nombre de aquellos que les otorgan la función y los privilegios de hacerlo.

Me pregunté por qué las multitudes los oyen, los siguen, les obedecen.

– Son preguntas de todos los tiempos, de todos los pueblos. Preguntas olvidadas, como la de Barrabás. Nadie las hace ya.

– Y por eso nos someten y nos matan.

– Si tú lo dices…

Q me sonrió y continuó su camino aéreo hacia una colina ancha sobre la que se levantaba una mansión. Al acercarnos vimos que estaba rodeada de hombres armados, con uniforme negro y antifaz.

– Se cubren la cara para evitar que los reconozcan- pensó Q para mí. – significa que tienen miedo.

– ¿Miedo de quién? -pregunté- ¿De la gente hipnotizada? ¿Quién podría hacerles daño?

– Tienen miedo porque ese es el único sentimiento que les queda. Han perdido toda compasión, con lo que tampoco tienen ira. Temen todo lo que ven, todo lo que oyen. Temen sobre todo lo que sus tripas les gritan. No, no es hambre, no es deseo. Ellos creen que es eso y por eso devoran, matan, torturan, violan. Prefieren morir antes de aceptar que lo que tienen es vergüenza, culpa. Prefieren morir a ser humanos y por eso matan a cualquiera en quien sospechen humanidad. Es una fórmula perversa.

Entramos a una sala que daba sobre el enorme jardín soleado, en el que flores y palmas rodeaban una piscina. La montaña estaba allí, quieta y muda, como si tratara de pasar desapercibida. De hecho, nadie la observaba.

Los cinco que se sentaban alrededor de una enorme mesa cubierta por una mezcla incongruente de papeles, teléfonos, armas, platos con comida, botellas, vasos, cigarrillos, drogas, miraban alternativamente las pantallas de toda clase que mostraban escenas de enfrentamientos entre civiles y miembros de los cuerpos de represión.

Tenían el aire absorto de los niños que se enfrascan en juegos de video y quedan desconectados de todo. Estaban totalmente desconectados, en efecto. Podría decirse que el juego de guerra era lo único que los mantenía con vida. Que bastaría un apagón para que sus signos vitales cesaran de inmediato, como ocurre con los enfermos terminales mantenidos con vida artificialmente. Pacientes ‘enchufados’.

K hizo su entrada y comentó con voz baja, señalando a los generales, aunque no era preciso hablar en susurros: no podían oírlo ni verlo.

– Una sola bomba bastaría para acabar con esto.

– No lo creo- replicó Q – recogerían los cadáveres, limpiarían el lugar y colocarían a otros ‘jefes’ en una mesa parecida.

– ¿Qué haremos entonces? ¿Estamos condenados?

– La pregunta es la mitad de la ciencia- respondió Q.

La montaña callaba, el sol ascendía, las palmas y las flores celebraban un espléndido día de primavera. Hoy habría tres muertos más en las protestas.


Photo Credits: Cristóbal Alvarado Minic

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