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Julio Galán en la frontera de la mexicanidad (Parte I)

“De noche a veces me disfrazo cien veces y les hago desfiles de modas a mis muñecas. Si me pinto el pelo de morado o de verde, si me maquillo con moretones, si me pongo 30 anillos de brillantes es porque necesito esconderme, ser otro”, confesaba el artista, en entrevista de mayo de 2001, cinco años antes de desaparecer físicamente, cuando el grueso de su obra era la expresión más certera de ese simulacro que el cuerpo le pedía.

La operación de calcar el efecto del calco mismo a través de la anamorfosis barroca, para desasimilarlo de lo real y asimilarlo a un contexto ajeno en apariencia, singularizó a Galán como artista y celebridad. Una operación, que efectuó en distintos espacios. El ámbito infantil, por ejemplo, logrado mediante el cuadro “La Cena” (sin fecha), donde se reinterpreta la escena del té, de Alicia en el país de las maravillas, con tazas y ositos rodeando a la protagonista. O el mexicano de chinas poblanas, charros y tehuanas, hiperrealizado en obras como “Mientras el cielo ríe, la tierra llora” (1986). Igualmente, el homoerótico, expuesto en los collages de revistas porno incluidos en “El mundo y mi mundo” (1991), y el religioso, expresado en “Mi rey” (1992), donde el Cristo que llora lágrimas de sangre sirve de fondo al bolero “Piensa en mí”.

Este juego de simulaciones controladas, tuvo como escenario la frontera porosa del río Grande, que Julio Galán, abandonando la protección de los privilegios heredados, cruzó para revalidar su mexicanidad, entre las precariedades propias del inmigrante, en el Hell’s Kitchen de Nueva York, tal cual él mismo consignó una vez: “Con la nostalgia y la soledad, reafirmé lo mexicano. Empecé a hacer chinas poblanas, charros, tehuanas y confirmé que no puedo ser más que quien soy.  En Hell’s Kitchen batallé mucho por dos años, no solo porque con tantas influencias de artistas europeos tenía miedo de perder mi identidad, sino porque no tenía ni qué comer y me daba horror tener que regresar a Monterrey con el fracaso a cuestas”. Algo realizado por el pintor, a la vez que participaba de la vorágine nocturna del jet-set pictórico, trabando amistad con Andy Warhol, Jean Michel Basquiat, Julian Schnabel y Francesco Clemente, quienes le abrieron las puertas al circuito internacional de museos y galerías.

La teatralidad de la impostura como extensión de los cuadros, desafía asimismo el rechazo a la afectación, propio de la clase social acomodada a la cual pertenecía Galán, envolviendo las obras en un halo de plétora y glamour que el artista cultivó haciendo de sus exposiciones, encuentros con amigos y apariciones públicas auténticos performances. Ello, a la manera del venezolano Marco Antonio Ettedgui, contemporáneo del mexicano, e igualmente inserto en la exploración del afeite, la máscara, los accesorios y el vestido en el travestismo del cuerpo, para verbalizar su universo creativo y comunicar  la esencia de su obra, dentro de una contemporaneidad fragmentada por la preocupación de vivir una época de pre-guerra.

De hecho, si para Venezuela tal coyuntura predijo el enfrentamiento y la polarización social instigados por el chavismo, en México presagió la violencia desatada de los carteles del narcotráfico que, desde enclaves fronterizos como el Monterrey del propio Galán, se ha extendido hacia el resto del país, poniendo en jaque el precario equilibrio sobre el cual se asienta el frágil tejido de la sociedad mexicana.

No es de extrañar entonces que aferrarse al artefacto sea, literalmente, asunto de vida o muerte para el receptor del kitsch básico; inundando, esta corriente estética, todas las manifestaciones de la vida nacional, y nivelando consecuentemente comportamientos y estratos sociales. Pues encomendarse a la Guadalupe, el Capitán América o Jesús Malverde, acudir a un brujo para remediar los males del cuerpo y el espíritu, visitar a la pitonisa que en las cartas cifre las coordenadas del porvenir, son acciones que trascienden las barreras de los apellidos y el dinero, provocando además la circulación vertical del efecto.

Julio Galán, como artista y personaje completamente abrazado a su tiempo, supo trasponer, en la doble tela de óleos y trajes, estas funciones del kitsch, estimulando a un receptor fuertemente participativo, ya fuera mediante la aceptación, el rechazo o el asombro hacia lo percibido, convirtiéndose él y la obra en objeto de culto, a la manera de Frida Kahlo con quien estéticamente se le compara; si bien Galán prefería enfatizar las conjunciones anímicas y corporales entre ambos. “Lo que nos une a los dos es el dolor, a ella el físico y a mí el del alma”, consideraba, sensibilizando consecuentemente la valoración de sí mismo, y de la miríada de insectos, animales, seres extraídos de sueños y pesadillas, amantes y amigos, que articulan la narrativa de las historias donde él es siempre el principal protagonista, ya sea abiertamente, mediante el uso del autorretrato, o veladamente, a través de elementos cuyo simbolismo remite a la propia biografía.

Los cuadros son entonces expresión de las obsesiones que pueblan el cosmos del creador, siempre desde la autorreferencialidad, lo cual agiliza el traspaso del efecto, haciendo de Galán el esteta radical puesto a enfatizar lo diabólico que hay en lo bello y viceversa, al interior de un universo muy particular donde la inocencia es perversa y lo perverso se cubre de inocencia. Ello, puntuado por el rostro y el cuerpo del artista, revestidos de la parafernalia propia del kitsch básico: cruces, escapularios, milagros, rosas sangrantes, jardines encantados, trajes de charro con grandes moños multicolores, chinoiserie, uniformes cubiertos de galones, faldas bombachas, capas de superhéroes, pareos con exuberantes estampados, letras de canciones y poemas románticos que hablan de amores no correspondidos.

Por consiguiente, cada obra es la puesta en escena de un episodio, en el acontecer de quien empuña los óleos, cual si fueran las armas para librar una batalla consigo mismo y el mundo, deformándolo a la medida de su deseo, hasta transformar la verdad en apariencia. Y es que, como toda apropiación artística del kitsch, lo auténtico se borra en aras de la reproducción y la copia, pues son estos los recursos idóneos para iluminar las zonas más oscuras de la psiquis, sin que lo parezca. Bajo el preciosismo del trazo, podemos rastrear las causantes de ese “dolor del alma”, que obsesionaba a Galán, y le llevó a ocultarse de sí: inadecuación dentro del entorno social, rechazo al padre, dependencia afectiva hacia la madre, imposibilidad para entablar una relación de pareja estable, sexualidad reprimida, e idealización de la infancia que, de manera similar a Marcel Proust, tenían al jardín primigenio como el lugar de todos los afectos.

“Ahí pasé la infancia junto con Sofía, mi hermana, y mi prima Golondrina. Nos perdíamos en los jardines de sabinos, encinos y pinos; había muchas veredas y un hermoso arroyo”, evoca el artista. Su recherche tendrá en el trabajo plástico la  expresión definitiva y, como ocurrió con el narrador de Albertina, será también depositario de las zonas oscuras, precisándose estas en tanto más avance el creador por su lado de Swann o de Guermantes.

De hecho, las obras de los años ochenta, recogen fundamentalmente la infancia y adolescencia de jóvenes como alter egos del propio pintor, descubriendo sus dos caminos y descubriéndose. Cuadros como “Retrato del doctor” (1982), “Autorretrato de Primera Comunión” (1982), “Tengo mucho miedo” (1984), “Paseo por Nueva York con dolor de cabeza y barajas de la lotería”(1984), “Me quiero morir” (1985), “De una vez” (1986), “Cavayo Ballo” (1987) y “Niño triste porque no se quiere ir de México” (1988), condensan instantes de la autobiografía de Galán, desde su nacimiento hasta su consolidación como artista a ambos lados del río Grande, mediante personajes que se sumergen en la cábala, los exvotos, el orbe prehispánico, los cuentos y cómics, las mascotas y los muñecos de cuerda; todo ello extraído de su cosecha particular.

Consumado coleccionista, escogía y clasificaba cuidadosamente sus objetos, estableciendo con ellos una relación íntima dable de apartarlos de su aparente funcionalismo para conferirles un valor sentimental que, al ser trasladado al óleo, les hacía irradiar una energía luminosa con el poder de encantar y seducir. No en vano, los cuadros exigen una contemplación activa, donde el receptor participa del kitsch contenido en la composición puesta a sobresaturar, con su intrincada amalgama de elementos, la superficie de la tela. Y en el centro, como una turbadora aparición, el niño Julio abocado a la ensoñación, la angustia o el deleite. Esposado, sostenido, enclaustrado, extendido, el alter ego del artista acapara la escena, mientras a su alrededor gravitan los símbolos de la mexicanidad, junto a los restos del jardín edénico, el polvo estelar de la bóveda celeste y las paredes de los cuartos donde se ha refugiado del exterior.

De este modo, el kitsch en esta primera etapa, centellea con el brillo y la fugacidad de los cometas: intenso pero frágil, pues el aura se resiste a ser capturada y encapsulada, espejeando así esa “infancia potencial” bachelardiana que le da al creador la libertad para idealizar los recuerdos de la niñez y volverla más soñada que vivida. Por eso, resguardarse en esta estética se vuelve mucho más efectivo que en obras de épocas posteriores, al no haber abandonado él aún su vergel particular. “Cuando veo mis cuadros me causan el mismo dolor y alegría que cuando los pinté. Prefiero no volver a verlos más”, apuntaba el artista años después, al haber perdido irremediablemente su jardín edénico.

La pesadumbre frente a la obra, es la expresión del clima emocional que cada época de trabajo y vida grabó en la psiquis de Galán, almacenando experiencias y despejando el terreno para avanzar en su labor, siempre sin rumbo fijo y de manera intuitiva, pues no frecuentaba el circuito de galerías ni le interesaba particularmente una tendencia artística; tampoco, la lectura de la crítica, negándose, así, al academicismo y a las corrientes preestablecidas.

Su desajuste con respecto al lugar, en un no poder estar donde se está, toma literalmente cuerpo entonces, vulnerando al protagonista y exponiéndolo desde los brazos del doctor que le vio nacer (“Retrato del doctor”), bajo el traje de sus galas en Cristo (“Autorretrato de Primera Comunión”), con las cadenas que le atan a Monterrey de donde quiere huir pero a la vez teme abandonar (“Me quiero morir”), entre las cuerdas y correas rodeándolo, penetrándolo, amarrándolo frente a su propia imagen (“Cavayo Ballo”), o empinándose sobre los rascacielos de ese Manhattan que ciertamente lo sobrepasa (“Paseo por Nueva York”).

Pero es gracias a tal desconexión que su pintura fluye sin que lo artístico la estorbe, lo cual es fundamental para el efecto kitsch, pues permite el establecimiento de un vínculo poderosamente visceral entre el receptor y la obra. No en vano, el curador de la gran retrospectiva póstuma en San Ildefonso comentaba: “la obra tiene una carga emocional muy fuerte, hay personas que antes de concluir la visita se quiebran llorando”.

Esta facultad de estremecer, que poseen los remanentes esparcidos del aura, se nutren del rescoldo dejado por la réverie del artista en la composición del cuadro. Un rescoldo, saturado a la vez de ilusión y conflictos, es decir, una reliquia en su doble acepción: como vestigio y como fetiche donde encontrar afinidades múltiples con el propio yo, aliviando, sedando o excitando hasta las lágrimas, al artífice de la mirada puesta a planear sobre el abigarramiento de signos, en correspondencia directa con sus más íntimos temores y secretos.

Al inscribir, en los cuadros de Galán, el apasionado horizonte de lo oculto, el receptor los legitima como continentes del kitsch básico, en concordancia con el propio hacedor, quien no parece establecer distancia irónica alguna con respecto a su asunto, duplicando, consecuentemente, el magnetismo subyacente en los objetos y seres protagonistas de la puesta en escena. Lo teatral queda así ligado por igual a la experiencia del artista y el público, generándose una complicidad, o más bien dependencia, que amplifica los sentimientos compartidos e impregna la tela con sus atributos.

De este modo, lo inalcanzable de un bienestar para consigo mismo, se asimila al sentir del espectador, tejiendo un lazo indisoluble; cual si cada obra fuera la página de un diario que acaba revelándolos a ambos. En el gusto por el detalle y el drama, presente en sus cuadros iniciales e iniciáticos, Julio Galán, como Virginia Woolf, articula su nerviosismo, ansiedad creativa y sentido trágico, que llegará a la máxima expresión en épocas subsecuentes, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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