A Leonor Fleming
Juana Manuela se disfraza: un saco, un pantalón y una peluca. Deja a sus espaldas, el turbulento amor con el caudillo Isidoro Belzú. El objetivo es Salta. Su máscara es ser ella misma con ropa de hombre.
En la ciudad no la espera nadie. Un transeúnte distraído la confunde con un funcionario. Ella cultiva el equívoco. El señor le ofrece un cigarro. Ella lo recibe y tose, se ahoga.
Viaja sola, con la compañía del paisaje. Los caballos la dejan en la desolación verde y amplia. El silencio es arrollador.
En la entrada a la finca paterna, un hombre le da la mano. Es un campesino, un baquiano, el encargado de custodiar la propiedad antigua. Cuando ve los árboles y el estanque de agua y las hierbas que se mueven, díscolas, por el viento temprano, percibe que el mundo es otro y el mismo. En medio de la inmensidad, atravesada por el éxtasis de la soledad, se desnuda. Entre la fronda y los sonidos del hogar, encuentra su tierra natal.