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Juan Carlos Chirinos
Photo Credits (video): Francesca Dioni ©

Juan Carlos Chirinos: no es lo mismo Bolívar que los bolivarianistas

“Cada quien hace lo que tiene que hacer, y no hablo de una sociedad estática, estoy diciendo que en la mentalidad adolescente se quiere todo inmediatamente, perfecto y que además se le celebre y aplauda por ello”

Vive en España desde hace más de dos décadas el escritor Juan Carlos Chirinos, y sin embargo nunca se ha alejado de la realidad venezolana que sigue con gran atención y sensibilidad. Hace unos meses la editorial cántabra La Huerta Grande publicó su ensayo breve: Venezuela. Biografía de un suicidio. A pocos días de la publicación, nos reunimos con el autor en la librería “Sin Tarima”, en Madrid, para conversar acerca de esta mirada sobre Venezuela, distanciada por la geografía, y cercana en el ánimo, de Chirinos.

 

Photo Credits: Vasco Szinetar

 

La tentativa de las palabras

 

Subrepticio, espejo, empañado, memoria, reflejo, posibilidad, invención. Estas palabras giran alrededor de Venezuela como si el país fuese impensable, inefable, se negara a ser definido. Venezuela entonces es resbaladiza, aceitosa, inaprensible. ¿Este opúsculo Venezuela. Biografía de un suicidio (La Huerta Grande, 2017) es solo una tentativa, como siempre ha sido el país que está en cuestión?

Creo que como todos. Venezuela es un país difícil de explicar. Hay dos ejes, uno diacrónico y otro sincrónico, en los que uno puede ubicar a Venezuela. En el eje sincrónico están los casi treinta y dos millones de venezolanos juntos, cada uno con una idea de lo que es Venezuela y de lo que debería ser, y de lo que ha sido. Y en el eje diacrónico se encuentra todo el devenir histórico que ha convertido a Venezuela en lo que es, desde la llegada de Colón hasta hoy. Así que, una definición, al menos yo, no me siento capaz de darla de manera categórica, unívoca. No soy historiador ni sociólogo, ni antropólogo ni psicólogo. Soy escritor, narrador, aunque a veces biógrafo, y tiendo a ver las cosas como pequeños paquetes metamórficos, pequeños agentes cambiantes. Por eso subrepticio, espejo… lo que intenté fue eso, tratar de colocar el libro frente a lo que yo pienso que es Venezuela y frente a mí mismo y describir lo que iba viendo, para acercarme, si podía acercarme, a una definición que nunca agotará la realidad. Sobre todo para quien lea el libro y no sea venezolano, y tenga una somera imagen… Imagina a  alguien que no haya leído nunca nada sobre el país, pues ese libro sería una entrada para comenzar un acercamiento. No la única, no la verdadera —si es que la hay— sino la mía, la que ofrezco en este momento.

 

En ese sentido, ese lector puede ver estas páginas como una aproximación.

Sí, porque está escrito con toda la intención de que sea un ensayo, en el sentido más literal de la palabra. No es un estudio, no es una investigación, aunque haya estudiado e investigado mucho para poder escribirlo.

 

Venezuela como construcción verbal. Como la ficción de un país llamado Bolívar desde hace dos décadas. O Bolívar es la ficción de un país llamado Venezuela. El país es verbo bolivariano. Además, su nombre ha sido adjetivado con su prócer. ¿No te parece vaciado de contenido, de palabra hueca…? Pareciera que Bolívar es un hoyo negro retórico que lo engulle todo. Por eso aquella condición de país inaprensible podría acercarse a la no-existencia.

Existe una realidad física y conmensurable que llamamos Venezuela, que tiene unos ciertos parámetros fronterizos, sabemos dónde termina y dónde comienza Venezuela. En eso estamos claros, hay una realidad física. Hay otra realidad histórica, que llamamos Venezuela y que ha pasado por diferentes estadios desde el siglo XVI, o digamos desde el XV, asumiendo que es cuando Venezuela (o su territorio) entra a la historia de Occidente, cuando Colón llega a la desembocadura del Orinoco, hasta hoy. Y hay una realidad social, sociológica, en la que nosotros nos movemos, cada quien tiene una idea del país. A los venezolanos nos unen elementos históricos, geográficos, políticos, gastronómicos, lingüísticos, que son los que nos definen, entre otros, como venezolanos. Quizás lo que pasa con la identidad de un país es lo que pasa con la noción de tiempo como lo señala San Agustín: si no me preguntan lo que es el tiempo lo sé, pero si me lo preguntan no sé responderlo. Si tú no me preguntas qué es Venezuela, pues yo sé que soy venezolano y sé lo que es ser venezolano, pero cuando me lo preguntan, el asunto se torna más complejo, se convierte en un claroscuro. Yo creo que tiene que ver con la propia identidad. Creo que lo que realmente nos preguntan es ¿quién es usted? Y ahí hay una dificultad aún mayor.

 

A lo que iba es, cómo ante esa dificultad, la retórica bolivariana podría funcionar como herramienta o subterfugio para definir un país.

Dentro de todos esos elementos, yo supongo que todos los países necesitan referentes, y estos referentes que los países construyen para sí mismos son los símbolos. Nosotros tenemos una bandera y un himno y un escudo que simbólicamente nos identifican como venezolanos. Ese es un problema por cierto que tiene España muy grande: su bandera, su himno y su escudo no terminan de convertirse en símbolo de todo el país. En el caso de Venezuela son identitarios para todos, y se aceptan como propios. Por eso una manifestación chavista y otra opositora se llenan de banderas venezolanas, y en ambas se canta el himno. Porque pertenecen a todos. Entre esos elementos aparece Bolívar, y yo no sé si es una ventaja o una desgracia que uno de nuestros mitos más importantes (por no llamarlo el más importante) esté tan cerca de nosotros. Alejandro Magno es un lejano mito fundacional; Inglaterra tiene a la reina Isabel I; y España hasta un momento tuvo a los Reyes Católicos, pero también este símbolo ha sido tergiversado. Lo curioso, por ejemplo, es que un país como Estados Unidos tiene a Washington, pero no es un símbolo mitológico, es un personaje histórico respetado.

Nosotros tenemos a Bolívar como una loza y una guía, un referente y un divergente, y cada gobernante e incluso cada intelectual ha tomado a Bolívar y lo ha interpretado para sus intereses; no todos, pero en general ha sido así.

 

En ese punto nos acercamos a lo que te comentaba al inicio de esta conversación, siendo Bolívar una figura convertida en significado hueco, se utiliza su maleabilidad por intereses que pueden ser —todo hay que decirlo— nobles o vesánicos. Bolívar ha terminado por dominar la escena política y discursiva de todo el país.

El Bolívar que se utiliza para manipular no es un Bolívar cercano a la realidad. Bolívar funciona como un mesías libertador: sin duda alguna su gesta independentista es importantísima. Pero lo que nos han repetido durante estos últimos veinte años, o inculcado, o «dejado caer», trae como consecuencia el desprecio a Bolívar, y eso es un error garrafal por muchas razones. Es que Bolívar es un personaje histórico fundamental. No hay que desdeñarlo de ninguna manera, es como si se desdeñara a Catalina la Grande o a Isabel I o a Alejandro Magno. Es una tontería.

 

Es irrenunciable e ineludible.

Está ahí, y como está ahí hay que estudiarlo y ese el problema, que cuando nos inducen a despreciarlo caemos en una trampa. La única manera de conocer a Bolívar es leyéndolo. A menos que conozcas la manera de invocarlo desde el más allá. Hay que leerlo. Sus cartas, proclamas, sus textos. Yo lo considero uno de los grandes escritores románticos del siglo XIX de América. Por eso lo contrapongo a Francisco de Miranda, porque este es el ilustrado. El Bolívar de Rufino Blanco-Fombona, el de Juan Vicente Gómez, el de Luis Herrera Campins o el de Hugo Chávez, son bolívares distintos. Además Bolívar ha sido sustituido por ese adjetivo o por una variante del adjetivo que tú has comentado: por el bolivarianismo. No es lo mismo Bolívar que los bolivarianistas (pasa como con Roberto Bolaño y los bolañeros). Porque ahí ya comienzan a influir las esperanzas, las frustraciones, los objetivos de cada uno de los bolivarianistas.

 

Deviene secta.

Claro, se convierte en una secta, por eso Bolívar entra fácilmente en la corte de María Lionza, porque es un santo. Por qué esa extrema mitologización no ha ocurrido con Francisco de Miranda o con Antonio José de Sucre. Ocurre con Bolívar porque fue convertido en ese recipiente sagrado en el que van todos los deseos y los anhelos de la gente.

 

En tu libro hay un claro contrapeso —y corrígeme si no es así—. Te decantas por Miranda. El contrapeso de Bolívar es Francisco de Miranda. Como mito fundacional de una Venezuela independiente —signifique lo que signifique esto—, Miranda-ilustración, Bolívar-romanticismo; pero la Ilustración puede conducir a caminos riesgosos, las ideologías del siglo XX (que son las mismas de este siglo XXI) son su acabose y si no se le quiere señalar como desviaciones entonces son su lógica consecuencia: comunismo, fascismo, nazismo. Bolívar es romántico, no hay revolucionario que no lo sea, que no contenga un espíritu inclinado a la muerte, una pulsión trágica. La baja o subtítulo de tu libro es Biografía de un suicidio. ¿No crees que estos dos personajes-personas han hecho daño como iconos heroicos en una sociedad tan joven?

Varias cosas. Primero, todo el mundo llama a Pelé el rey del fútbol, porque Maradona llegó después. Si Maradona hubiese llegado primero el epíteto sería otro; Pelé sería Maradona. Es inevitable que Miranda posea cualidades, entre comillas pero muy gordas, «superiores»  a Bolívar. Antes que nada, porque Miranda es un non-finito. Cuando publiqué la biografía Miranda, el nómada sentimental, en 2006, en Venezuela, le pedí al editor que pusiera no el cuadro Miranda en la Carraca, sino el boceto que preparó Michelena para ese cuadro, como una metáfora de ese proyecto mirandino que no pudo concluir. Miranda tiene ahí una ventaja que le da un halo heroico. Bolívar fue un titán. Liberó cuatro países y creó uno —y le puso su nombre, por cierto—. Y después de esa gesta baja un poco a tierra, supongo que de 1821 en adelante, ya Bolívar se fue convirtiendo en alguien más humano, se hizo dictador, y la gente le fue conociendo las miserias. Esto hace que tenga una leyenda negra, pero no hay una leyenda negra mirandina. La leyenda de Miranda es dorada. Un hombre extraordinario.

Quiero aclarar algo: cuando digo que Bolívar es romántico y Miranda ilustrado no estoy tratando de contraponer Ilustración a Romanticismo. Estoy tratando de ubicar a cada uno de ellos en el período histórico del que beben. Miranda nace en 1750 y toda su formación hasta 1783 o 1784, es una formación ilustrada en la que el romanticismo ya estaba andando; de hecho, el viaje de Miranda por Italia se puede superponer al viaje que un año después haría Goethe por Italia: pude comparar sus diarios, y sus miradas son distintas mientras recorren el camino. La mirada de Goethe es la mirada de un alemán que está esperando encontrarse con el mundo clásico, cruzarse con Cicerón, y fascinado viendo las ruinas; la mirada de Miranda es la de un bon vivant al que le parece —cuando llega a Venecia— que todo huele mal y que todo está lleno de pulgas. Eso sí, los dos entran a bibliotecas y leen como locos. Y Goethe, cuidado, tiene las dos corrientes en sí, es como Beethoven, Goya, comienzan como ilustrados y terminan románticos.

 

Pero sí que está embriagado de romanticismo.

Bolívar nace treinta y tres años después que Miranda. Cuando Bolívar nació, Miranda recorría Europa, se encontraba con Catalina, con Haydn, con príncipes en Hungría y Noruega. Ya tenía una vida hecha. Yo lo que hago es crear un contraste; esta idea es un poco osada porque necesita mucha argumentación, mucha fundamentación, que yo no voy a hacer por ahora —y que no era la intención del libro—.  A mí me parece que cuando leo las cartas y proclamas de Bolívar leo a un escritor romántico y cuando leo a Francisco de Miranda leo a un escritor ilustrado. Y por cierto, en los dos hay una pulsión de muerte constante, porque esa pulsión no es exclusiva del romanticismo o de ningún movimiento, es una condición humana, creo yo, solo que se manifiesta de una manera durante un período y de otra en otro periodo. Además, como estamos haciendo una caracterización artificial, porque ambas corrientes no se dieron con fecha de inicio y caducidad, eso es progresivo y consecuencial, no es posible señalar con exactitud qué hace a Bolívar romántico y a Miranda ilustrado. Por ejemplo, el solo hecho de que Miranda lleve un diario es ya una actitud romántica.

Miranda es un contrapeso de Bolívar a posteriori. Para nuestra manera de ver la historia de Venezuela, lo es. Pero en 1812 Bolívar no tenía ningún peso al lado de Miranda. De hecho, en 1812 cuando se pierde la república por responsabilidad de Bolívar, Miranda lo perdona cuando lo que correspondía era hacerle un consejo de guerra y fusilarlo. Bolívar le escribe entonces una de sus cartas más hermosas, reconociendo su culpa en la caída de Puerto Cabello; es extraordinaria, es la carta de un desesperado que no halla qué hacer ante el error cometido. Es un muchacho de 29 años que le escribe a un señor de 60. Ahí Bolívar no es contrapeso de Miranda. Luego, entre 1812 y 1824, Miranda desaparece como figura, y el contrapeso de Bolívar es, ahora sí, Santander o Páez o Urdaneta o Flores o el mismísimo San Martín. Y del lado español será Morillo. Si le preguntabas en  ese momento a cualquiera si el contrapeso de Bolívar era Miranda se habría reído, porque quizá ni siquiera sabría quién había sido Miranda.

Ahora es cuando sabemos que Miranda y Bolívar son como dobles, y la pena es que estos dos señores no se pusieran de acuerdo; y quizás ahí arrastremos una mala suerte que tenemos como venezolanos. Lo señalo en mi libro, quizás Miranda llegó demasiado temprano y Bolívar demasiado tarde.

 

Ambos están a destiempo desde nuestra perspectiva, porque no ha podido ser de otra manera, pensarlo es un ejercicio de ucronía.

En mi biografía, le contrapongo a Miranda la figura anónima del padre Juan Antonio Navarrete. Es  intelectualmente del tamaño de Miranda, pero nunca salió de Caracas. Salvo una salida a Santo Domingo, vivió toda su vida en Caracas, su biblioteca estaba ahí, su convento estaba repleto de libros. Yo lo llamo el Miranda inmóvil, porque no viaja, es un sabio, es un ilustrado. Ese tipo de personaje en Venezuela abunda pero no los conoce nadie, porque andan por las orillas de la historia o porque no tienen los recursos ni las condiciones.

 

De esto teníamos que hablar porque es lo que abre tu ensayo.

Claro, para los caudillos venezolanos Bolívar es el referente. Es el mesías cercano de nuestros caudillos. De Pérez Jiménez a Chávez todos se equiparan a Bolívar. De hecho, creo que en el bicentenario en el año 1983, Luis Herrera Campins, como era llanero lo comparaban más con Páez, pero Páez ya está convertido en El Centauro. Más mítico que eso… Bolívar es el mito fundacional, mesiánico.

 

Juan Carlos Chirinos

 

La modestia ausente

 

No hay mesías sin pueblo que lo anhele. Hay algunos pasajes en Venezuela. Biografía de un suicidio, sobre un cierto carácter nacional, un carácter adolescente. Anoto en mi libreta cuando me encontré con esas páginas —y citas a José Balza— que la adolescencia del carácter nacional no supone necesariamente que devenga en adultez. En todo caso, la sociedad venezolana parece haber dado un paso atrás: hacia la niñez, caprichosa, deseosa, con tendencia hacia la inquina, dependiente y soberbia.

Yo creo que si me preguntaras otra vez quién es la imagen del contrapeso a la figura de Bolívar en este libro, te diría que es Tersites —y creo que lo nombré de pasada—. Ese soldado de la Ilíada, maltrecho, que se atreve a insultar a Agamenón y a Aquiles, se atreve a decirle las verdades y como es un personaje feo los otros comandantes se burlan de él —y claro, aquel es el mundo helénico donde la relación entre verdad y belleza es indisoluble— yo hablo del Tersites logrero, y me refiero a esa persona anónima, sin ninguna característica titánica, hercúlea, ni épica, hace su trabajo diario, es la contraparte de esas figuras de las grandes epopeyas que cruzan los Andes, que les escriben al Chimborazo… porque en la mentalidad adolescente e infantil, son los grandes héroes a los que se quiere imitar, y no por ejemplo, a los personajes de un cuadro de Van Eyck contando monedas desde hace quinientos años, El cambista y su mujer, es un don nadie, un usurero, pero Holanda se hizo ahí, con ese señor contando monedas. Cada quien hace lo que tiene que hacer, y no hablo de una sociedad estática, estoy diciendo que en la mentalidad adolescente se quiere todo inmediatamente, perfecto y que además se le celebre y aplauda por ello. Cuándo nosotros nos quitaremos esa idea de que somos un gran país y nos merecemos todo porque sí. Si usted no se lo trabaja usted no se lo merece. Es una dialéctica muy dura que ha vivido Venezuela.

A ver, Venezuela ha tenido grandes maestros y grandes periodos de trabajo, ha sido un país que puede resultar extraño para cualquier extranjero —lo digo en la introducción— porque es un país trabajador y perezoso. Venezuela es un país en el que a las 5am de la mañana hay dos mil personas a la entrada del metro para ir a trabajar, pero a las 10am no hay nadie en las oficinas públicas porque se han ido a tomar café, parece que nos levantáramos de madrugada para ir a tomar café.

 

¿Crees que hay una necesidad imperiosa de modestia en Venezuela?

No te quiero afirmar eso rotundamente, si yo fuese psicólogo, sociólogo, y estuviese haciendo un plan de estudios del país podría atreverme. Pero solo te hablo de intuiciones, impresiones, de lo que yo viví en Venezuela, este libro es esa Venezuela.

 

Podrías conjeturarlo. Es que en todo el libro pareciera haber un reclamo de modestia, solapado o subrepticio, ante un titanismo que sigue presente en la Venezuela actual.

Claro, pero cuando yo apelo a la modestia, apelo a mis referentes. Siempre nos han dicho que Venezuela es el mejor país del mundo o como slogan publicitario «es el secreto mejor guardado del Caribe», que «como nosotros no hay nadie», como aquella «Venezuela habla cantando» de Conny Méndez… Y ¿dónde está la otra parte? Esa en la que el venezolano dice «tengo que ganarme este apelativo». Como se lo ganó Jacinto Convit o como se lo ganó Muguruza (y sigue siendo venezolana aun cuando tenga la nacionalidad española). Toda esa megalomanía, esa egolatría nuestra, quizás tenga un signo lingüístico, que es el propio nombre del país. Nuestro país lleva el nombre en diminutivo, que no despectivo. Es un paisito, venezuelita. Incluso tenemos diminutivos para los diminutivos. Y quizás ahí haya algo en respuesta. Una sobrevaloración que realmente significa su contrario: nos infravaloramos. Es como el pez globo, que se infla porque no es grande. Un elefante no se «infla» cuando se asusta, ataca. Estos signos, estas señales, me hicieron, desde hace mucho tiempo, pensar que uno de nuestros mayores defectos es la sobrevaloración. Y entonces tenemos esa categoría de «sabrosones», sabemos más que nadie, somos más que nadie, tenemos dinero —bueno, teníamos—.

 

La soberbia.

Claro, la soberbia siempre tendrá el mismo resultado. Mientras más alto subas más doloroso será el golpe cuando caigas.

 

En la página 77 se hace referencia a que Pérez Jiménez solo atendió al progreso de concreto y acero, pero no a los avances ideológicos y políticos. Me ha llamado la atención este punto, porque no sé a qué te refieres con un «avance ideológico»; al tomar en cuenta que las ideologías conducen a las peores tropelías que ha conocido el hombre contemporáneo. Donde leo o escucho la palabra «ideología» se me paran los vellos de punta.

Sí, pero a ver, contextualiza. Escribo: (…) «pero consideró innecesarios los avances en el país ideológico y político. Lo suyo era el nuevo ideal nacional, pero con más cemento hermoso que ideas intelectualmente seductoras.» Es decir, quizás por andino y militar… yo estoy seguro de que Pérez Jiménez tenía las mejores intenciones para Venezuela. Para el futuro de Venezuela. Con dos salvedades: el futuro que él estaba viendo o, ninguno. Y si le podía caer una platica en el camino, pues no estaría mal. Tenemos que aceptar como ciudadanos de la democracia que la corrupción no es un cáncer, es un genoma, en las democracias siempre la corrupción hallará cauce. Desde Julio César y Cicerón hasta Odebrecht y Pujol. La corrupción es intrínseca a la política, entonces lo que uno piensa es que esa corrupción no debilite el crecimiento del país. Lo que señalaba con «avances ideológicos» es que Pérez Jiménez consideró innecesario que entraran ideas de la democracia formal, de la democracia del estado de bienestar, ideas contrarias a su proyecto. Procuró, y me parece que con buen timo, junto a otros políticos, enterrar el gomecismo —pero esto hay que estudiarlo bien, tener cuidado porque fueron veintisiete años— y segundo, Gómez también tiene algunas luces, que se pueden ver a la distancia con menos pasión, el ejército profesional lo creó él, la aviación, hubo intentos someros, corruptos, pero hubo intentos. Y la transición del gomecismo pasó por dos gomecistas, Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita. Ambos con una mentalidad más abierta. Lo que Pérez Jiménez tenía en su cabeza era la autocracia. Que no quería parecerse a Trujillo o a Batista, ese es otro punto. Ahora es importante, lo digo ahí: la jaula puede ser de oro, pero es jaula. Estos gobernantes obvian un detalle importante, la libertad. La jaula siempre será una jaula. Cuando la libertad se pierde es cuando caemos en cuenta de que siempre ha sido lo más importante.

 

Entre la página 90 y 96, te paseas por una dicotomía manida —no por ello equívoca—: civilización / barbarie, pero acentuando que esa civilización está en entredicho. Si te decantas por el buen salvaje —o al menos— por «el civilizado que se rebela», recordando al personaje de Ricardo Azuaje, Orlando de la novela Viste de verde nuestra sombra, ¿por qué se sugiere en tus reflexiones un antioccidentalismo?

Yo creo que al contrario. Porque solamente, hasta donde yo sé, la civilización occidental se cuestiona constantemente a sí misma, se pregunta por sus fronteras, por sus límites…

 

Y puede acabar con ella misma.

El alma fáustica de la que habla Spengler, es un alma que está en constante búsqueda, que se pregunta. Y por eso mismo el concepto de progreso no es absoluto, el concepto de desarrollo no es absoluto. Es absurdo a estas alturas, cuando los telescopios —los que están en la Tierra, no los que están en el espacio— ya pueden ver a millones de años luz, pensar que progreso, civilización, barbarie, son conceptos absolutos. Son conceptos relativos, ¿para quién hay progreso, desarrollo? ¿a qué clase de progreso nos referimos? Cuando se habla de desarrollo se habla de una palabra compuesta cuyo contrario es arrollar, enrrollar, entonces en su estadio más primario, el desarrollo ya contiene lo que se va a desarrollar a continuación. ¿Cómo sabe uno que un indígena en América o una persona de Asia o África, está desarrollada completamente si cada uno viene de un arrollo distinto? La idea absolutamente a-occidental, es pensar que todo lo que no soy yo, es bárbaro. Esa es una idea de la Antigüedad. Una idea que tenían los persas, los griegos, pero cuidado, Grecia y Persia son otra cosa, nosotros los occidentales no somos griegos. Tampoco somos hebreos, somos el resultado de su confluencia. Entonces esos conceptos son ajenos a Occidente, porque no se puede pensar que el progreso es un absoluto.

 

Pero no podemos desdeñar de los logros de todo un hemisferio relativizándolos. Logros culturales, sociales, económicos, políticos. Es decir, si todo es relativo, si todo vale por igual, entonces el mundo es incomparable.

Nosotros no somos la conclusión cultural del mundo. Esa es una mirada perspectivista. Es un discurso progresivista. Cuando uno lee el Fausto de Goethe, se puede creer que se está pensando que siempre hay un más allá, que no se es el resultado de… Con esos logros hay que tener cuidado.

 

Pero Juan Carlos, ¿esa relativización del mundo no deja abierta las puertas a los radicalismos? Flaco favor nos hacemos ante las revoluciones de carácter totalitario.

¡Siempre han estado abiertas! Esto lo enseñó Manrique, siempre nos ha parecido que detrás hemos dejado épocas doradas, siempre será así. Porque el ser humano tiene la tendencia a pensar que todo tiempo pasado fue mejor. El concepto del Ubi sunt está como sembrado en nosotros. Tenemos la falsa impresión de que estamos en tiempos de paz. Como no hemos padecido una guerra mundial desde el año 1945, estamos en paz. Pero el mundo ha vivido muchas guerras que directamente, al menos a Venezuela, no han tocado. Pero en cualquier momento puede haberla. La guerra parece ser el estado natural, hay pausas entre guerras y eso hay que tenerlo presente. Los países que más se desarrollan son los que se mantienen más tiempo sin guerras. ¿Hace cuánto que no cae una bomba en Inglaterra, en Alemania, en Suiza? ¿Hace cuánto cayó una bomba en Siria, en Afganistán? Hay un desarrollo material en los países que no son bombardeados continuamente. ¿Entonces, qué país está más desarrollado? Hay que verlo con cuidado. Es un concepto maleable. Veámoslo de esta manera, cuando los chavistas llegan con sus cifras a la ONU, Venezuela es un país perfecto, el más feliz del mundo. Pero que no se nos olvide, si yo hago estas reflexiones es justamente porque soy occidental, no porque rechazo el concepto de Occidente como mío, sino al contrario, todos los occidentales sabemos que vivimos en las fronteras de occidente. Tú le preguntas a los franceses dónde comienza África y te dicen que después de los Pirineos. Le preguntas a los españoles y te dicen que en Melilla, y si le preguntas a los melillenses te dirán que un poco más allá. Igual que en Caracas, te dirán que un poco más, pero le preguntas a alguien en Santa Elena de Uairén y te dirá señalando que los indios son ellos, ahí, al lado.

 

América Latina es el extremo Occidente.

El occidente es fronterizo.

 

Me complace que me hayas parado y me hayas dicho que no estás negando…

No lo puedo negar, porque yo soy occidental.

 

Y cuando hablas ahora de la revolución pues, es parida por Occidente contra sí mismo.

Las revoluciones son necesarias en este sentido: no son las revoluciones alka-seltzer, ni la revolución francesa, ni la revolución rusa, ni la cubana y por supuesto tampoco la revolución bolivariana. A mí me interesa la revolución de Copérnico, la de Descartes, la de Einstein… A ver, cuando Copérnico se dio cuenta de que la Tierra giraba alrededor del Sol, al día siguiente no sucedió nada, la vida siguió con normalidad, pero el mundo ya había cambiado; cuando Descartes descubrió la inmanencia del yo, al día siguiente el señor de la leche repartió su producto como el día anterior…

 

Pero Juan Carlos, el término revolución en estos casos está desprovisto de su sustancia ideológica…

Pero es que esas revoluciones yo las considero solo como revueltas, no sirvieron para nada… Esas revoluciones son la inútiles, las que no tienen sentido…

 

Podríamos utilizar el término de esa manera (una licencia si quieres aceptarlo). Cuando te hablo de estas revoluciones políticas, ideológicas, que pretenden cambiar y recrear al hombre y el mundo desde su origen y que sea irremediable e irreversible, eso es Revolución, ese prefijo no señala sino hacia atrás, a un origen —o futuro paradójicamente regresivo— remoto inmaculado…

Esas no son revoluciones, revolución es Copérnico, Descartes, Einstein… De lo que tú hablas es de lo que hizo Marx, quien escribió un manual de instrucciones de cómo hacerse rico en el capitalismo… que es lo que me dijo un señor en Caracas que había estudiado en Moscú. Por cierto, el señor era rico. ¿Pero la revolución francesa?, esa se aprovechó para cortar cabezas y cambiar el poder por otro.

 

Ya que estamos en estas, me extrañó que no hicieras mención a lo largo de estas páginas a la larga y vil influencia del comunismo sobre la realidad nacional, a la formalización política de la maldad más allá de una tangencial mención a la noción del malandro. ¿Por qué en tu libro no hay una sola mención —y hablo de la Venezuela actual, reciente, si quieres del sesenta hasta hoy— al comunismo que inyecta la revolución bolivariana? Porque si alguien me dice que esta revolución no es comunista, pues me siento acá y espero hasta que se hagan polvo mis huesos y me expliquen qué es. Habrá seguro una larga y deplorable fila de despechados que intentarán salvar su propia biografía.

Ya va. Sí está. Pero cuidado, no era el tema. Está porque si lo recuerdas, la puesta en escena que yo hago en este libro de la literatura como la herramienta para mostrar o explicarse qué es el país, parto del principio que el gran triunfo de la izquierda, de la revolución de izquierda en Venezuela, fue estético. No fue ni político ni ético. Ahí ya hablo del fracaso del comunismo en Venezuela. Derrota, de Cadenas, Duerme usted señor presidente, de Ovalles…. las novelas de Carlos Noguera… vamos a poner que un treinta o cuarenta por ciento de la literatura venezolana entre 1960 y 1990 es literatura hija de los movimientos revolucionarios de izquierda, que fueron un gran fracaso político y militar para fortuna nuestra (y ahora para desgracia) pero que tuvo un gran éxito literario. País portátil, Intentando los días, D, No es tiempo para rosas rojas, Los topos, esas obras fueron generadas desde esa izquierda revolucionaria. La literatura venezolana se sacó el gordo cuando fracasó la guerrilla.

Es difícil incluso hallar un escritor venezolano en esos años que no hable de esa izquierda revolucionaria, incluso yo mismo como escritor a veces he sido un rara avis, porque me he negado a escribir sobre política. Sobre todo si intentan obligarme. Lo hago cuando quiera. Tengo un cuento que se llama Cabalgata de valkirias, que es sobre un golpe de Estado, que se lo dediqué a Vasco Szinetar. Y es que hace más de veinte años Vasco me dijo por qué no escribes algo que tenga que ver con la política, tienes que utilizar tu narrativa para hablar de política, le dije que no iba a hablar de política en mi narrativa, yo hago esto, un ensayo, en mis novelas hablo del hombre lobo porque me da la gana, ¡como soy un escritor latinoamericano tengo que escribir sobre revoluciones! ¿Por qué? pero ese cuento lo escribí y se lo dediqué a él. Claro, tú me dices por qué no nombro el comunismo, y claro que está ahí, está bullendo ahí. Y por otra parte creo que no es necesario. Venezuela es lo que es ahora no solo por estos veinte años, cuidado, se ha potenciado por estos años en que la revolución bolivariana ha hecho mucho daño, pero cuidado, Venezuela tiene quinientos años.

 

Este es un libro multireferencial. Unipersonal. En ebullición como la propia realidad venezolana. Venezuela. Biografía de un suicidio se lee como si se escuchara un comentario luego de una comida: este libro es una sobremesa, en lo que tiene de agradable y franca, y te estamos escuchando a ti y solo a ti. Como si mientras se pide el café se te preguntara, Juan Carlos qué crees tú… y te largas a hilar ideas. Es también un libro contra el lugar común. Hay quizás, como señala Nelson Rivera en el prólogo, un atrevimiento. Para mí, un gusto por molestar, por incomodar. Y también hay un dejo de esperanza. Tú crees en el «bravo pueblo». ¿No es esto también un lugar común? Un pueblo que entusiasta bailaba en comparsa hacia la dictadura. Y conjeturo, un pueblo que estaría dispuesto a otra dictadura de otro signo. Y hablo de pueblo no como categoría social. Y acá lo que en realidad quiero preguntarte: ¿Por qué nadie —más que algunas voces aisladas— quiere ajustar cuentas, o increpar al soberano? Creo que tú tampoco lo haces.

Yo creo que sí lo hago. Acá está. En el epígrafe de Marcel Granier. A ver, sí está escrito con ánimo de provocación. No quería escribir un ensayo como si fuese una ricota, sin ningún sabor. Lo he escrito para soliviantar. Comienza con ese epígrafe porque es una provocación, porque RCTV es una de las televisoras responsables de que Chávez haya llegado a donde llegó. Ese libro salió cuando yo estaba entrando en la universidad, e inmediatamente lo leí, La generación de relevo vs. el Estado omnipresente, y Reflexiones para jóvenes capaces de leer, de Juan Liscano, fueron dos libros que salieron la mismo tiempo y se convirtieron en dos referentes importantes para mí, porque llamaban a capítulo. Hay una cita del libro de Granier cuando Caldera dice algo así como que al pueblo no se le puede pedir que defienda las instituciones si tiene hambre, lo mismo había dicho Granier años atrás con otras palabras.

(Chirinos busca las citas en el libro y lee): Caldera dice: “Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer”. Y Granier escribe: “La ciudadanía está propensa a oír el canto de cualquier sirena desconocida que le ofrezca el bienestar y la igualdad de oportunidades que no ha podido encontrar en la democracia”.

 

¿No te parece que son peligrosamente indulgentes con la sociedad?

Lo de Caldera es verdad, pero fue desleal en ese momento. Lo de Granier no es indulgente porque lo que está es fustigando a la sociedad adolescente. Sí trato de dejar claro, de forma ensayística, no como una increpación, no «masticado», un «mírense al espejo». Si se lee con atención, en esas páginas continuamente se dice «no somos lo que creemos que somos». Lo señalo en el prólogo, necesitamos una especie de ataraxia, necesitamos centrarnos, estar tranquilos y ver lo que somos. Mira, algo que hablé con la editorial sobre este ensayo fue que no iba a usar las cursivas cuando utilizara palabras venezolanas, ¡cómo voy a ponerme a mí mismo en cursivas! Por eso el glosario, es deliberado, este es un libro venezolano, las palabras que utilizo son venezolanas, así, quien quiera saber acerca de ellas que vaya al glosario. Recuerda que la primera intención del libro es que sea leído por aquellos que no saben qué es Venezuela. Yo pensé que era un libro muy desesperanzado.

 


No, todo lo contrario, se siente que hay espacio para la esperanza.

Me han dicho varias veces que hay ciertas dosis de esperanza. Quizás, lo que pasa es que cuando uno reconoce sus errores, no, no sus errores, sino quién es realmente, ahí comienza la esperanza. Cuando pones el pie en el fondo, queda subir. Claro, esa es una visión positiva porque te dices que no puedes caer más. Mientras sigas negándote quizás no haya solución. Hay dos tareas entonces, quizás el venezolano que termine de leer este libro comience una tarea titánica. Creo que es mejor cometer un error que un acierto, porque cuando haces algo bien solo lo haces una vez. Cuando cometes un error tienes la posibilidad de hacerlo bien dos veces: reconocer que te equivocaste y rectificar. Y ese es el trabajo del lector, no el mío. ¡Quizás salga de aquí un libro de autoayuda, como El milagro más grande del mundo! Por cierto, ese libro tiene una suerte de segunda parte, un instructivo práctico, El vendedor más grande del mundo, si me diese por hacer algo parecido con mi libro, una continuación que fuese un instructivo, tendría una sola hoja y estaría escrita la única instrucción: póngase a trabajar.


Photo Credits (video): Francesca Dioni ©

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