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paola maita
Photo by: Jirka Matousek ©

Je suis allée

Mi hermana ha cambiado tanto, tanto, tanto… Desde que se fue. Es que no la conozco.

N. envía una nota de voz desde una heladería en Sevilla en un grupo de Whatsapp donde somos 3: Ella, M. que está en Miami y yo que estoy cerca de Barcelona.

N. hablaba de su hermana, otra persona que también emigró. El que todas las personas involucradas en la anécdota hayamos emigrado no es raro, pero sí relevante. Las tres hemos vivido a través de nuestros propios ojos, y de otras personas que amamos, la experiencia de migrar. No importa cuán masivo pueda llegar a ser el fenómeno de la migración venezolana o la de cualquier otro país, es muy difícil calibrar en el momento el peso de lo general. Socialmente, aún estamos intentando entender las vivencias personales y entender qué nos llevó a estas circunstancias, para poder ver el panorama general.

Volviendo a N. No podía evitar pensar que lo que ella nos contaba en ese audio furioso, confuso, disperso y catártico de 3 minutos, podía ser el testimonio de cualquier venezolano. Nos lanzamos a emigrar sin tener una experiencia colectiva previa. Eso hace que no entendamos hasta el fondo una de las que considero que es una ley migratoria: En un nuevo país, nos volvemos otros.

Entendemos fácilmente que nos cambia el cuerpo, el vocabulario, el acento, y todo lo que se ve por fuera. Aun así, nos cuesta ver que eso es el reflejo de todos los cambios que hemos gestado adentro.

No migramos intactos. No hay manera que alguien pase por algo como eso y que salga siendo exactamente él mismo. De a ratos hay quienes mantienen la ilusión que siguen siendo las mismas personas que cuando se subieron al tren, autobús, avión o cruzaron las fronteras caminando. Hay quienes intentan a toda costa mantener sus tradiciones y palabras intactas, y sí, puede que lo logren, pero la verdad es que eso no quita el hecho que hay un quiebre muy profundo en nuestras mentes cuando las palabras me voy toman el destino de otro país.


El francés tiene una particularidad que me parece hermosa. Cuando conjugas en pasado compuesto el verbo aller (ir), no dices literalmente j’ai allé (yo he ido). Esto es inviable. En francés dices je suis allé/allée (yo soy/estoy ido/ida). Cuando comencé a aprender el idioma, era de esas cosas que quería buscarle una explicación racional. En aquel momento, no la encontré, y fue más fácil aceptar que era así, antes que meterme en cuestiones de evolución del lenguaje o de las raíces.

Hoy tengo una amiga traductora que quizás podría explicármelo, pero la verdad ni siquiera se me ha ocurrido preguntárselo. En el fondo, he preferido creerme mi propia explicación poética: Los franceses entendieron que cuando uno va a un lugar, no solo te diriges físicamente a él, sino que te transforma desde que llegas hasta que no te queda más remedio que convertirte en el lugar.

Dentro de esa lógica que me he inventado, si los franceses pueden convertirse en todos los lugares a los que van, es imposible que una parte de mí no se esté convirtiendo en Catalunya, que no haya ocurrido una mutación en mí desde el momento en el que pisé por primera vez el Aeropuerto del Prat, o desde que N. pisó el de Barajas o desde que M. entró al de Fort Lauderdale.


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