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arturo serna
Photo Credits: ansilta grizas ©

Islandia

Ramón se había tomado un tiempo para hacer la propuesta. Después de mi silencio se dio cuenta de que mi respuesta iba a ser negativa. Le dije que yo no podía, que no me iba a encontrar con la naturaleza y en una isla helada y azul. En realidad, no tenía tan claro por qué no quería, solo tenía una sensación, una palpitación en el corazón, una mariposa en el estómago.

No se haga problemas, me dijo, usted se puede adaptar a cualquier cosa. Además, vamos con una nativa. ¿Sabe? Ella es muy buena en las relaciones sociales. Seguro que le consigue un trabajito en la universidad. Usted puede dar clase de filosofía o de lógica o de algo así, ¿no le parece?

Afuera los autos hacían rebotar el humo negro en las calles ya azules. Había empezado a anochecer. Ramón me daba un poco de pena. En su cara gruesa y oscura se veía la alegría y la sana expectativa por la posibilidad de otra vida. Para mí, su idea no era una puerta. Era más bien una clausura. Qué tenía que hacer yo en el hielo, lejos del subte –creo que en Islandia no hay subte—y de los balcones de Almagro. Además, ya había tenido mi cuota de viaje y exploración al buscar a mi madre en Europa. Pero Ramón me hizo pensar: había sido –en ese momento—un profesor de filosofía o, mejor, un filósofo. Me había hecho pensar en el sentido de mi vida, en mi futuro. ¿Qué quería hacer de mi existencia? ¿Quería cambiar de vida en una isla hecha de roca? ¿Quería seguir recorriendo las calles, los días y las noches como un perro vagabundo?

La propuesta de Ramón despertó una inquietud sobre el sentido del futuro. ¿Para qué esperamos? Solo nos queda la muerte. Nuestra espera siempre es vana: la muerte es el punto de llegada al final del camino. Vivimos como loros en una jaula invisible. Somos eso nada más: animales enjaulados, perros en una perrera maloliente. A veces nos congratula esa cárcel, esa Dinamarca, ese castillo falso de naipes. Pero es solo un oasis, una fiesta para nadie, una expectativa cero con final anunciado.

Di vuelta a mi cabeza y me fijé en la máquina de café. Hacía un ruido amable, cautivante. Ese sonido me tranquilizaba, me recordaba las noches largas en las que me pasaba horas al lado de un libro de Chestov. Me ayudaba a distraerme. La expectativa y la insistencia de Ramón me ponían incomodos.

—¿Por qué no se lo pregunta a su amigo, Pardo?—dije.

—Ese Pardo no se irá nunca de aquí— dijo Ramón.

En ese instante un sopor o una incomodidad se instaló entre nosotros. Sentí que algo de la charla no le había gustado. Le pregunté por el trabajo en el andamio.

—Esa es mi vida.

Le dije que en Islandia iba a cambiar todo, que seguro conseguía otra cosa, que le iba a ir muy bien en el norte.

Ramón se quedó callado un rato. Después sacó otro pucho y se puso a contarme algunas intimidades de su relación. La islandesa era un poco fría y él se sentía a veces solo, un poco abandonado. Él era el motor de la relación. Me dijo que ella lo necesitaba por su fuerza, por su empuje y que ella era para él la cultura, la suspicacia, la inteligencia nórdica, el culto de los paganos.

Ramón era ateo, se había hecho incrédulo cuando se murió su padre. El viejo se había muerto en un accidente y eso lo había hecho perder la fe. No podía concebir que un dios tuviera tanta saña con los seres queridos. Quizás por eso la islandesa era un contrapeso para su vida, le daba esa fe que él no tenía, un soporte basado en las divinidades de la naturaleza. En el fondo, su relación tenía que ver con todo aquello que a él le faltaba. Se lo dije.

—Tiene razón, Serna —me dijo—. Ella me equilibra y me da lo que no tengo.

Yo le conté sobre mis proyectos. Y ahí me di cuenta de que mi vida nadaba un poco en la nada, en las vueltas estúpidas, en los rencores tontos de la facultad, en mi vida de outsider kitsch. Por suerte, a Ramón eso no le importaba. Él vivía conectado con lo concreto, con el cemento, la construcción, el oficio de hacer casas y cobrar un sueldo. Por eso su pensamiento era más certero, más crudo y motivador. En el fondo, los filósofos deberían hacer más caso a las actividades cotidianas y prácticas. Dejarían de decir tonteras y de proponer abstracciones inútiles.

Nos despedimos con la promesa de que en la próxima podíamos tomar un café con su novia.


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