Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Intransigencias y apremios desde la gran pantalla

La manera en que el cine de hoy refleja la intolerancia, invita a la reflexión a partir de películas y documentales, vistos en la cartelera neoyorkina, donde el espectador mismo puede llegar a sentirse reflejado, ya sea como víctima o victimario. Los odios e intransigencias, contra quienes no calzan o se rebelan al modo preestablecido de actuar en nuestras sociedades, tienen en el Séptimo Arte un motor de crítica y denuncia. Una realidad, volviéndose más apremiante hoy a la vista de la injerencia fraudulenta de autócratas y dictadores en la geopolítica mundial, a fin de promover el fanatismo y los nacionalismos a ultranza; si bien también, desde el interior de los hogares, existen distintas formas de coaccionar a la propia familia, los vecinos o el extranjero.

The Cakemaker, ópera prima del director israelí Ofir Raul Graizer, es una producción germano-israelita donde la intolerancia racial se aúna a la religiosa, en el triángulo amoroso constituido por Thomas (Tim Kalkhof), un repostero alemán, Oren (Roy Miller), un hombre de negocios israelí, y Anat (Sarah Adler), la esposa de este, dueña de un café en Jerusalén. La muerte accidental de Oren en su ciudad de origen, lleva a Thomas a trasladarse allí para conocer a la familia del amante, sin que ellos sospechen de su relación con el finado. Anat lo emplea en el café, estableciéndose entre ambos una colaboración laboral, amistosa e incluso física, que el cuñado de esta prohíbe terminantemente, obligándolo a volver a su país, por ser Thomas alemán, haber tenido relaciones con Anat —no queda claro si se enteró de la doble vida del hermano, aunque es probable que Anat, al saberlo, no se lo dijera por temor a las violentas represalias contra ambos— y cocinar en un lugar kosher sin ser judío, lo cual lleva a la joven a perder la licencia para preparar la comida según la ley judía.

Si bien ella no es religiosa, invita a Thomas a su casa para compartir el Shabbat y promueve la apertura de miras de su pequeño hijo, el cuñado sí muestra abiertamente su intolerancia racial y religiosa, prohibiéndole al sobrino comer lo que Thomas haya elaborado: galletas, pasteles y tortas que, sin embargo, le dan fama al café y hacen florecer el negocio de Anat; con lo cual queda clara la perpetuación de la intolerancia en la nueva generación, así como la doble moral del colectivo puesto a rechazar, pero también patrocinar, lo que le gusta y le atrae. Una certeza, cónsona con el concepto de “identidad pura”, preconizado por el nazismo, que corroe los principios democráticos de las naciones; y no solo Israel, sino Europa y los Estados Unidos están abrazando en detrimento de la pluralidad, gracias al impulso y manipulación por parte de la derecha radical, amparada en el argumento de que las migraciones masivas y el terrorismo son fomentados por quienes no pertenecen a las “razas superiores”.

El ritmo pausado de la diégesis, enmarcado por un trabajo de cámara dable de privilegiar las secuencias de planos medios y los primeros planos, a fin de recalcar la intimidad creciente entre los protagonistas, contribuyó a señalar las incongruencias e injusticias que llevan a constreñir el libre albedrío de las personas, buscando coartar la libertad individual y favorecer el tribalismo, para mantener a las comunidades sujetas a la voluntad del más fuerte.

Otra película donde se observaron las negativas consecuencias de este comportamiento dentro de la familia fue What Will People Say de la directora pakistaní, criada en Noruega, Iram Haq. Al igual que su anterior film, I Am Yours, la precaria situación de la mujer, viviendo entre estas dos culturas, centró la acción mediante el personaje de Nisha (Maria Mozhdah), una adolescente nacida en Noruega de padres pakistaníes, y quien trata de conciliar estas dos formas diametralmente opuestas de ver el mundo. Al ser descubierta en su habitación con el novio noruego, el padre la acusa, erróneamente, de haberse acostado sin casarse y la envía a Pakistán a fin de que no “contamine” a su hermano quien, por ser hombre, goza sin embargo de todas las ventajas atribuidas a su sexo y tiene carta blanca para actuar a su antojo.

El sexismo y el machismo se unen aquí a la sospecha de que una mujer independiente desprestigie a la familia ante la comunidad pakistaní de Oslo, transformándola consecuentemente en víctima de las inadecuaciones, frustraciones y tabúes masculinos, sensiblemente examinados por la cineasta. En sus palabras: “La importancia de la libertad de pensamiento y acción me motivaron a realizar esta película. La causa feminista me es muy cercana, y me siento responsable ante el reto de decirle a otras mujeres, como yo, que no deben temer, sino que deben atreverse a hablar sobre sus problemas a fin de ayudarse mutuamente”.

Una cinematografía, enmarcando con precisión ambas geografías, le dio continuidad a los conflictos que rodean a Nisha, demasiado joven e inexperta como para enfrentarlos, sin siquiera contar con la solidaridad femenina de la madre, la prima y la tía, con lo cual se ve arrastrada por una espiral de injusticias y malentendidos puestos a marcar negativamente el resto de su existencia. La crítica a la intolerancia, culpable de truncar el desarrollo armónico de la mujer atrapada en el contexto islámico, aun cuando disfrute de los servicios sociales de un país progresista como Noruega, se constituyó en el objetivo último del film, llevando al público a confrontar sus diversas maneras de lidiar con estas realidades y adaptarlas a su personal contexto.

La cinematografía nórdica trajo también a un primer plano otro tipo de intolerancia, fermentando al interior de la parte social más homogénea, con la producción Under the Tree, del director islandés Hafsteinn Gunnar Sigurdsson. Aquí dos familias viviendo en casas contiguas en un suburbio de la capital, se ven ferozmente enfrentadas por la presencia de un árbol en el jardín de una de ellas, cuya sombra le molesta a quienes están en la otra casa. A partir de este intrascendente detalle, el director construye un argumento de gran tensión y dramatismo que acaba destruyendo, no solo la convivencia, sino a los protagonistas mismos.

La acidez e ironía de esta producción quedó enmarcada por una meticulosa indagación en la psiquis e idiosincrasia nórdica, al interior de comunidades con un alto nivel de vida que, sin embargo, no se salvan de comportamientos primales y primarios existentes en sociedades menos avanzadas. La marcada intolerancia entre iguales, desarrollada detalladamente en el film, no augura tampoco nada bueno para quienes llegan a estas tierras, escapando de los odios étnicos en su lugar natal, pues son muchos los vicios internos irresueltos de quienes se sienten invadidos con su llegada.

Una iluminación presta a favorecer los tonos neutros y colores fríos, característicos del paisaje islandés, encuadró el egocentrismo de los distintos caracteres, preocupados únicamente por su propio bienestar, sin importarles las consecuencias que ello puede tener sobre quienes comparten de un modo u otro similares espacios y experiencias. La falta de respaldo, el escapismo y la obsesión por imponerle al otro sus criterios conformaron un fresco amplio en registros, resaltando el humor negro y el absurdo, muy al estilo de Aki Kaurismäki, quien igualmente ha sabido sondear con tino al ser islandés en su filmografía.

Generation Wealth, documental de la norteamericana Lauren Greenfield, atacó la obsesión contemporánea por el materialismo, la fascinación con las celebridades y el estatus social, entrevistando a individuos adeptos al dinero en ciudades como Los Ángeles, Moscú, Dubái y Beijing. “Conozco mejor las idas y venidas de las hermanas Kardashian que las de mis vecinos”, apunta un adolescente californiano. “Si quiero trabajar cien horas a la semana y morir joven sin jamás ver a mi familia es mi derecho”, sostiene una ejecutiva neoyorkina. “Tengo este bolso de piel de lagarto en todos los colores existentes”, confiesa una adicta a las compras; mostrando lo enrarecido de un mundo donde, por ejemplo, la cirugía plástica, incluso para los perros, no es una extravagancia.

Todo ello le permitió a la directora denunciar la creciente brecha entre la fortuna desmesurada y el resto, en un mundo donde el poder económico se acumula en menos manos cada vez. De hecho, actualmente, el sesenta por ciento de la riqueza global se concentra en un diez por ciento de la población, con un porcentaje aún menor que controla la mayor parte de la misma. Algo que provoca no solo una profunda desigualdad, sino que aviva también la intolerancia hacia quienes no pueden comparárseles y son percibidos como inferiores, fracasados o destinados a posiciones de subordinación, sintiéndose humillados y resentidos, con las consecuentes inadecuaciones y miserias que estos comportamientos traen consigo, no solo para ellos sino para quienes les rodean.

El ojo crítico de la cineasta, ya entrenado en sus libros de fotografías, y el rastreo sociológico de los sectores poderosos en documentales como kids + money (2008), Beauty CULTure (2011) y The Queen of Versailles (2012), le permitió aquí destilar los excesos y extravagancias de quienes, por poseer todo aquello que puede comprarse, carecen de conciencia social, abusando de quienes no comparten su rarificado universo, además de darles la espalda a los graves problemas contemporáneos, pese a tener los recursos para contribuir al bienestar de los menos favorecidos. “Mi intención es llevar a la audiencia a preguntarse si estos son los valores que queremos para nosotros y para nuestros hijos”, sostiene Greenfield, abriendo una zona para la especulación y la controversia, especialmente ahora cuando la primera potencia mundial está regida por alguien que comparte, explota, ensalza y expone desvergonzadamente estos grotescos valores.

Alguien que navegó la cresta de la ola donde muchos de estos personajes flotaban, fue el talentoso diseñador inglés Alexander McQueen quien, sin embargo, acabó hundiéndose por propia voluntad, arrastrado por la depresión y los fantasmas interiores. Aquí la intolerancia sexual y el abuso sufrido en la infancia, que marcaron su existencia, planean sobre McQueen, el personal retrato del modisto realizado por Ian Bonhôte y Peter Ettedgui. Entrevistas con familiares, amigos, mentores y colaboradores, contando su relación con él, se combinaron con fragmentos de películas caseras, programas de televisión, y escenas de sus desfiles donde la capacidad performática del creador contribuyó a transformar en happenings los pases de modas, dándole a la industria un sitial privilegiado entre las manifestaciones artísticas de las últimas décadas.

La intensidad del espíritu creativo de McQueen quedó plasmada en este documental, acudiendo a los grandes primeros planos de los entrevistados y a los juegos de plano-contraplano entre su vida personal y profesional para recalcar el dinamismo de su genio; si bien le permitieron igualmente al espectador contrastarlo con el lado oscuro de un artista perseguido por sus particulares demonios. “La moda me sirvió de catarsis para extirpar los horrores del mi alma y llevarlos a la pasarela”, confesó una vez, aunque la presión e intolerancia exteriores acabaron por devolverlos a ella, hasta que el peso de la existencia se le hizo insoportable.

Desde sus inicios, a principios de los años noventa, hasta su desaparición física al cerrarse la primera década de este siglo, McQueen recorre los pormenores de la vida del artífice que es también una crónica de la globalización del vestir, hasta llevar a los diseñadores a convertirse en celebridades reconocibles en todas partes, gracias a la proliferación de las redes sociales. El precio a pagar, no obstante, puede ser muy alto, tal cual le ocurrió a Alexander McQueen como exponente definitivo de lo que la intolerancia personal y la de los otros puede hacer para destruir una vida consagrada a la belleza.

Hey you,
¿nos brindas un café?