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arturo serna
Photo by: Elena Mazzanti ©

¿Inseparables?

Supongo que la Facultad fue mi ilustración. Allí, a pesar de todo, alcancé mi mayoría de edad. No porque ya fuera adulto sino porque empecé a pensar. Eso le debo a la universidad: me ayudó a leer y no es poca cosa. Me alejé de las zonceras adolescentes, de las férreas pequeñeces barriales y cultivé la lectura como un degenerado. Si hubiera sido asesino serial por la cantidad de horas de lectura, habría atacado al menos a 200 cuerpos. Era un devorador. Una especie de Rambo de los libros. Aunque veía menos a Tía Conchita y a Bill, sus sombras me alumbraban en la pensión. Alquilé una piecita en la zona de plaza Italia, un cuarto azul, lóbrego, diría, donde solo cabían mis libros y los casetes de Piazzolla y los discos de Miles Davis. Dormía en el piso. Nunca limpiaba y comía las pizzas gruesas de la Kentucky.

¿Quién dice que la pizza y el bandoneón de Piazzolla no combinan? Entre las notas y el queso empecé a deslizar mis primeros textos como un maniático imitador de los cínicos. Por esos días conocí a Lucrecia en un bar del Once. Ella me habló de su pasión por los perros y del cáncer de hígado de su madre. El desprecio nos unió: ella no quería saber nada con la vieja y yo tampoco. Sin decir nada, sin siquiera musitar, nos entendimos: teníamos en común la búsqueda silenciosa y afanosa del olvido. Ambos queríamos que el rastro de una mujer mayor desapareciera. Ella lo logró. Su madre murió al poco tiempo. Yo sigo penando por la niebla de la mía. ¿Hay algo peor que la desaparición? Mi madre se fue y es un fantasma vivo.

Desde aquellos días en las veredas del Once nos hicimos inseparables. Mejor dicho, yo no puedo vivir sin ella. Lucrecia se las arregla para surfear por las noches sin mí.


Photo by: Elena Mazzanti ©

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