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Imperio Argentina: Estrella para un tiempo en conflicto (Parte II)

“Era la primera vez que me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora tenía las riendas del poder. Prácticamente todos los edificios habían sido tomados por los obreros y estaban envueltos por la bandera roja o por la bandera negra y roja anarquista. En cada pared había dibujadas la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios. Casi todas las iglesias habían sido destruidas y sus imágenes quemadas”. Así describe Georges Orwell la ciudad de Barcelona, en su libro homenaje, el año cuando Imperio Argentina envolvió con la belleza de su rostro las pantallas de los cines de preguerra.

La hermana San Sulpicio (1935), una de las primeras superproducciones del cine español, se abre con una escena en el patio del balneario donde la hermana superiora de un convento sevillano se halla tomando las aguas. Imperio Argentina —Gloria, heredera de una familia malagueña— es la novicia que la acompaña. El plano-secuencia donde las monjas conversan con un médico gallego, Ceferino Sanjurjo, interpretado por el galán de moda Salvador Soler, da paso al plano general donde vemos a Sanjurjo dar un traspié y caerse en la fuente. Inmediatamente, la cámara encuadra en primer plano el rostro de la hermana San Sulpicio a fin de realzar su rasgo más distintivo: la cantarina risa de Imperio Argentina.

Si la imagen de la estrella se forja, al decir de Richard Dyer, como una red de “señales visuales, verbales y auditivas”, es la risa de Imperio lo que organiza en sus mejores películas el entramado. La escena arriba citada preludia esta aseveración, a través de aquella toma que, para el espectador contemporáneo, pareciera alargarse excesivamente en una carcajada un tanto estrepitosa y con un punto de histeria, pero que dentro del contexto original tuvo mucho sentido, pues lo menos que le provocaba a la gente al abandonar la sala era reírse. La situación fílmica debía insistir entonces en la risa para fabricar una impresión de ligereza que, al encenderse las luces, se instalara en el espectador como un eco, permitiéndole “despegarse” del aparato cinemático y “despegar” para, narcotizado por el poder seductor de aquel exceso, no ver la anarquía circundante.

El montaje de primeros planos yuxtapuestos del rostro, los ojos y la boca de la estrella, en la escena donde el rival de Sanjurjo, Daniel —interpretado por Miguel Ligero— toca la guitarra, es otro ejemplo del modo como la cámara enfoca el lugar de la enunciación. Estratagema esta que, en sus técnicas, debe mucho aún al cine mudo, es decir, al tiempo cuando el rostro no precisaba más señal que la visual para ilusionar a su objeto. Es, pues, esa huella de piel sobre la pantalla lo que en el espectador deja marca y encanta, si bien cuando además canta, el hechizo se duplica, ya que Imperio, al irse por sevillanas, apela al sentimentalismo del público. Aunque sin llevar el acto hasta la irrisión, con el cual la dictadura franquista condenó en su exceso al folklore andaluz, hasta su recontextualización democrática mediante los films de Carlos Saura Bodas de sangre (1981), Carmen (1983), El amor brujo (1986), Sevillanas (1992) y Flamenco (1995).

Y aquí es necesario apuntar que fue justamente la acertada representación cinemática de dicho folklore por parte de Imperio Argentina, lo que acabó subyugando irremisiblemente a la audiencia y llenó como nunca antes las salas; especialmente en Madrid y Barcelona hacia donde, desde la década anterior, el sur había empezado a desplazarse masivamente para inyectar mano de obra barata a grandes proyectos de transformación urbana, como el metro y la Exposición Universal de 1929.

El intertexto religioso propiamente dicho se inserta en los intersticios de la red semántica acudiendo a la iconografía sacra para desacralizarla. De hecho, en el doble papel de monja y cortijera —que como maja y duquesa repetiría con poca fortuna en Goyescas (1942) de Benito Perojo— la estrella enuncia lo conflictivo de la relación existente entre el español y las instituciones religiosas. Un conflicto que ya en 1909 en Barcelona había desembocado en la quema de conventos e iglesias; y que la República había inclinado hacia la “herejía” al disolver la orden de los jesuitas, tolerar el adulterio y fomentar la propaganda a favor del divorcio, el nudismo, y los derechos de la mujer y los homosexuales. Existía un clima de permisibilidad entonces que el cine republicano también había reflejado, abordando temas como la prostitución en Sobre el cieno de Fernando Roldán y las movilizaciones campesinas en Odio de Richard Harlan, ambas de 1933.

Volviendo a la escena inicial del film de Florián Rey, Sanjurjo se “venga” de las risas con que la monja ha celebrado su traspié en la fuente cuando, en plano americano, se inclina ante la superiora y otra religiosa para besarles el crucifijo, negándose sin embargo a besar el de la hermana San Sulpicio. Al enganchársele a ella el hábito en la escalera poco después, será Sanjurjo quien ría y, tomando en un close-up de la cámara el crucifijo, lo bese sensualizándolo. Se establece así el primer contacto físico entre ambos a través de los objetos como constante dentro de la película.

Ello sería aprovechado comercialmente en el film acudiendo al vestido de novia lucido por Gloria cuando, una vez colgados los hábitos, se case con su galán. En tal sentido, la productora de la película, CIFESA, organizó con cierta revista un concurso que rifaba entre sus lectoras dicho vestido, anunciándose además poco después la boda de Imperio con el director. Se evidencia aquí el poder iconográfico que, como fetiche, adquiere todo aquello que la estrella toca, al ser ella misma objeto de consumo suspendido siempre en el lugar de la simulación, desde donde carismáticamente motoriza el aparato cinemático.

Estrenada tres meses antes de que estallara la Guerra Civil, la película Morena clara resulta ser prueba sensible de la facultad de la estrella para empinarse por encima de las luchas ideológicas, ya que su carisma se crece; especialmente cuando el orden social es incierto, inestable y ambiguo. De hecho, la película de Florián Rey se proyectó tanto en el bando nacional como el republicano, hasta que este director e Imperio fueron vetados en la República por haber aceptado una oferta para trabajar en Berlín. Y es que hasta Adolf Hitler había quedado cegado por la luminosidad de la estrella, según nos cuenta la misma Imperio: “Hitler se había entusiasmado con Nobleza baturra. Me dijo que llegó a verla veinticuatro veces”.

En Berlín, la pareja realizaría Carmen la de Triana (1938), melodrama basado en la novela de Prosper Merimée, y La canción de Aixa (1939), donde Imperio interpreta a una bailarina mora. Pero ni estos ni ninguno de los films subsecuentes de Florián Rey e Imperio Argentina superaron el éxito de Morena clara; posiblemente porque esta película contó con todos los elementos que garantizaron la evasión del público en aquel tiempo de caos, mediante un espectáculo cuyo eje lo constituyó un folklore andaluz no kitschifizado.

En esta película, la gitana Trini, después de muchas peripecias, se pone a servir en casa de una próspera familia sevillana, logrando con su sonrisa, canciones, bailes e ingenio ganarse el cariño de sus miembros y, desenlace común en este tipo de films, casarse con el señorito. Es entonces la destrucción de barreras sociales y raciales, dado el poder de la estrella para conciliar todos los significantes —ya que ella es un signo vaciado de sentido propio y, por tanto, puede contenerlos en su conjunto y sin discriminación alguna— lo que, a mi entender, concertó en la oscuridad de la sala a las dos Españas.

La impecable secuencia de la Cruz de Mayo, por ejemplo, que en el plano picado sobre la fuente alude a las famosas escenas acuáticas en los films de Busby Berkeley, seguida de la escena donde Trini y su hermano Regalito cantan “Échale guindas al pavo” en medio de una lujosa fiesta, ilustran esa permeabilidad del signo, cuya luz quedaría encapsulada en un tiempo de cambio y destrucción: caos del sentido y fracaso de un forma moderna de mirar que desaparecería de España hasta la disolución del franquismo.

Yo no encuentro extraordinario ninguno de mis films. Los encuentro pasables, pero nada más”, resumía Imperio Argentina su carrera, medio siglo después de Morena clara. Ello, siguiendo quizás a Marlene Dietrich quien, por esa misma época, descalificó toda su filmografía, en Marlene (1984), el documental que Maximilian Schell rodó sobre su vida, tildándola repetidamente de “rubbish.

Pero lo cierto es que la filmografía de Imperio anterior a la guerra, iluminó con su luz un momento clave de la historia española, antes de que el país quedase encerrado en el “tiempo de silencio” dictatorial. Como estrella, su estrategia de seducción fue la ilusión, a través de un cine como posible reflejo de una sociedad nueva. Y es, después de todo, ese cine lo que permanece vivo hoy de aquel momento: la sonrisa de Imperio Argentina seduciéndonos eternamente desde la pantalla. Pues la seducción es, al decir de Jean Baudrillard, lo único que siempre queda de “destino, de reto, de sortilegio, de predestinación y de vértigo, y también de eficacia silenciosa, en un mundo de eficacia visible y de desencanto”.

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