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Imágenes de Francia en Nueva York

En lo que va de año, muchas son las imágenes que nos han llegado de Francia. Parte de ellas, por desgracia, nos han traído la violencia del terror islámico en suelo galo. Una violencia que conocemos muy bien en este lado del Atlántico. Otras, por suerte, han correspondido a la producción cinematográfica reciente, presentada tanto en el Festival del Lincoln Center en primavera, como en la cartelera teatral de la ciudad. Ello, sin embargo, no implica que el argumento de las películas haya dejado de estar en sintonía con el crisol de temas y culturas propios del país de hoy.

Aquí la idiosincrasia decimonónica francesa, ha dado paso a una exploración cada vez más profunda y directa de los asuntos más urgentes con los cuales debe lidiar la sociedad europea contemporánea. El terrorismo, la inmigración, la integración de las poblaciones provenientes de las antiguas colonias, la desesperanza de las nuevas generaciones, la violencia en los guetos, la corrupción de las élites han sido algunos de los temas tratados, tanto por directores veteranos como por nuevos realizadores.

En el apartado correspondiente a estos últimos, ha destacado la ópera prima de Eva Husson Bang Gang (A Modern Love Story). Ambientada en un afluente suburbio de Biarritz, la película se constituyó en una ácida y muy gráfica radiografía de los adolescentes de la clase acomodada, donde las otredades solo se hacen visibles entre quienes cuidan de los jardines y las piscinas o hacen la limpieza de las casas. En la dirección de Husson, el aburrimiento y la sensación de dèjá-vu de quienes siempre lo han tenido todo, se agudizó cuando, desde los televisores y la sofisticada tecnología a su alcance, se mostraban imágenes de los problemas que acucian al país. Problemas que a los muchachos tenían sin cuidado, pues su única preocupación era la de hacerse con los últimos avances digitales para organizar fiestas, muchas veces transformadas en orgías, donde liberar las energías propias de la edad.

Un vertiginoso trabajo de cámara, donde destacó el juego de plano-contraplano y la cámara subjetiva, ahondó en la temática, transformando simultáneamente al espectador en voyeur dable de penetrar en la intimidad de los jóvenes, completamente aislados en su pequeño y confortable mundo. Incluso los adultos parecían no existir en las lujosas casas que ellos manejaban a su antojo, lejos de las miradas de padres viajando probablemente por el mundo o, como la madre de uno de los protagonistas, haciendo investigaciones arqueológicas, mientras su hijo preparaba el sarao siguiente, en medio del caos de botellas vacías y ceniceros llenos de residuos de droga y tabaco. El intertexto al Quijote, desde la explicación que una profesora hace en la clase de literatura española, le sirvió a la directora para tejer un paralelismo entre la alienación del caballero andante hacia su entorno y la evasión de la realidad de estos privilegiados jóvenes, quienes solo cuando una enfermedad venérea se ceba con varios de ellos volverán al redil.

En el extremo opuesto encontramos La Tête haute de Emmanuelle Bercot, sobre el mundo de los delincuentes adolescentes, muchos de ellos descendientes de inmigrantes, igualmente aislados del entorno, pero en los guetos de donde solo saldrán para robar y asesinar. Catherine Deneuve motorizó la diégesis del film, como la comprensiva jueza de la corte juvenil a la cual van llegando los muchachos, acompañados generalmente por madres solteras subsistiendo de ayudas estatales, o padres pluriempleados sin tiempo ni energía para dedicarse a sus hijos.

La cinematografía contrastó grandes panorámicas, sobre los espacios abiertos donde el Estado envía a muchos de estos jóvenes para reformarlos a través del deporte y la enseñanza formal, con claustrofóbicos primeros planos de esos mismos jóvenes robando un automóvil, haciéndose con un bolso o agrediendo a un viandante para sustraerle la billetera. Ello, a fin de contraponer, como indicó la directora misma durante la rueda de prensa del Festival, “la violencia muda que se agita bajo la superficie y oprime, cuando uno no está acostumbrado a estar cerca de gente así, y la dedicación, fe y paciencia de los trabajadores sociales que trabajan con estos adolescentes, tratando de educarlos, calmarlos, enfocarlos y balancearlos”.

Tal labor quedó en manos de la madre misma en Fatima de Philippe Faucon, poderosa meditación acerca de los sacrificios que una mujer norafricana realiza para enrumbar por el buen camino a una díscola hija adolescente, y apoyar a la primogénita a fin de que pueda estudiar la carrera de medicina y realizar su sueño de convertirse en doctora.

La película, ganadora del Premio Louis Delluc a la mejor película de 2015, confronta al espectador con la difícil negociación que las protagonistas deben encarar para balancear la cultura de sus mayores y adaptarse a la sociedad francesa. Lo religioso y lo secular como dos formas diferenciadas de entender el mundo, tienen aquí cabida desde la intimidad con la cual el realizador los abordó, sin hacer concesiones ni tomar partido. Únicamente mostrando con toda su fuerza el drama de Fatima (Soria Zeroual) para ser lo que sus hijas esperan de ella, pero sin traicionar su propia herencia.

Basada en la biografía de la escritora magrebí Fatima Elayoubi, quien emigró sabiendo muy poco francés y, de manera autodidacta, aprendió el idioma volcando en sus textos la dureza de su vida de expatriada, la película de Faucon captura la esencia de una historia que, por extensión, es también la de tantas mujeres luchando solas para darles a sus hijos una mejor vida en tierra ajena. La ternura con que, en la escena final, Fatima acaricia el nombre de su hija en el listado de alumnos que pasaron todas las materias del primer año de medicina, de cierto modo condensa las quimeras de tantos otros como ella, agolpándose hoy a las puertas de Europa a fin de escapar a las guerras, abusos y miserias de sus países de origen.

Dheepan de Jacques Audiard, Palma de Oro en el último Festival de Cannes, ha centrado tales ilusiones en el éxodo de Dheepan (Antonythasan Jesuthasan), Yalini (Kalieaswari Srinivasan) e Illayaal (Claudine Vinasithamby), tres refugiados de la guerra civil en Sri Lanka quienes, para huir usan pasaportes falsos y se hacen pasar por una familia. La existencia dentro de un suburbio parisino donde se encargan de la limpieza de edificios en que la droga y la violencia conviven con la prostitución y el orgullo de unos pocos inquilinos honestos, queda en el film cincelada con precisión de cirujano, mediante un trabajo actoral de gran intensidad y una dirección fiel a los detalles, en apariencia menos importantes pero que, a la larga, inclinan la balanza hacia el éxito o el fracaso de sus protagonistas.

De hecho, el recelo con el cual “padre”, “madre” e “hija” se trataban en un principio, dará paso, gracias al trabajo y esfuerzo conjunto, al cariño existente en una familia bien constituida, dejando Audiard el final abierto, a fin de que sea el espectador quien llegue a sus propias conclusiones. En palabras del auteur: “Tendemos a ver a los inmigrantes como individuos sin rostros, nombres, identidades y sueños. En mi película quise darles nombres, identidades, cosas por las cuales vivir”. La escena del sueño de Dheepan, donde se ve a sí mismo de vuelta en su país de origen, rodeado de una lujuriante vegetación donde los elefantes caminan a cámara lenta, resultó ser la alegoría de las esperanzas de tantos como ellos: atrapados entre la nostalgia de lo dejado atrás y las realidades presentes, muchas veces alejadas de lo que son y desean para sí mismos y los suyos, pero que no pueden obviar ni cambiar ni borrar.

Des Apaches de Nassim Amaouche, aglutina tales sentimientos, a través de la historia de la comunidad argelina establecida en Francia. Aquí los negocios entre clanes provenientes de una misma área geográfica, son vistos con ironía y humor por Samir, interpretado por el propio director. Tal estrategia le permitió a Amaouche tejer un intrincado tapiz de relaciones familiares y profesionales, donde la palabra tiene el poder de un contrato legal y su quebrantamiento se paga con el ostracismo, la ruina y, en ocasiones, la muerte.

La poética visión del realizador se impuso no obstante a lo complejo de las transacciones, redimiendo a Samir y brindándole una nueva familia junto a Jeanne (Laetitia Casta); una desinhibida y romántica madre soltera que traerá alegría a la lánguida existencia del protagonista, todavía sacudido por la memoria de la madre muerta y el extrañamiento de su progenitor, hasta el día cuando necesita de él a fin de cerrar un importante negocio. La entrada de la sociedad francesa, a través del personaje de Jeanne, contrapondrá ambas culturas; pues la relación va en contra de los deseos del padre y la madrastra, quienes ven en Samir un excelente partido para las hijas de los socios, cuya alianza matrimonial podría afianzar y extender la influencia de su clan al interior de ese compacto microcosmos.

Disorder, segundo largometraje de Alice Winocour, quien en Augustine (2013) había aludido a la relación del neurólogo del siglo XIX Jean-Marie Charcot con una paciente con problemas nerviosos, prosigue su investigación de los desórdenes psíquicos. Esta vez, sin embargo, el protagonista será un soldado profesional que regresa de combatir a los grupos terroristas en Afganistán. El estrés postraumático, como consecuencia del terrorismo y el horror de las experiencias vividas en combate, motoriza el errático comportamiento de Vincent (Matthias Schoenaerts) a la hora de relacionarse con su entorno. Pesadillas, dolores interminables de cabeza, alucinaciones y manía persecutoria son algunos de los síntomas que Winocour llevó al nudo argumental del film.

La película se desarrolla en la mansión de un hombre de negocios libanés, envuelto en tráfico ilegal de armas, donde Vincent llega para trabajar en el equipo encargado de la seguridad y hacer de guardaespaldas de la esposa (Diane Kruger) y el hijo del matrimonio. Los formulismos propios del thriller fueron cáusticamente desconstruidos por la directora, espejeando con un guiño irónico el suspense de las producciones de Alfred Hitchcock pero sin llevarlo a sus últimas consecuencias. Aquí las escenas de acción tuvieron más bien el efecto opuesto; cual si la violencia exterior hubiera sido la simulación de los temores internos del ex soldado, mucho más reales y, por ende, más cercanos al espectador, inmerso en una angustia similar, como consecuencia de la guerra psicológica, que los ataques terroristas en Europa y los Estados Unidos han producido en la psiquis de la gente.

21 Nuits avec Pattie de Jean-Marie y Arnaud Larrieu, altera la sombría tónica de los films anteriores, en la hilarante historia de Carolina (Isabelle Carré), llegando a un pequeño pueblo de los Pirineos para enterrar a su madre, quien había vivido por décadas lejos de ella. En tanto conversa con vecinos, amantes, amigos y protectores de la finada, Caroline irá desentrañando los pormenores de la compleja existencia de su progenitora, totalmente desconocidos para ella, y la ayudarán no solo a sobreponerse a la pérdida sino a enfrentar problemas personales que habían quedado sin resolver. Un excelente reparto, donde sobresale la extrovertida Pattie (Karin Viard), confidente de la madre y anfitriona de los amigos de la misma, tejerá una relación de complicidad con Caroline, al tiempo que mostrará una instantánea de la vida rural francesa, años vista de las amenazas y aprensiones urbanas.

Largos almuerzos donde reina la buena mesa, intrigas amorosas y devaneos sexuales con caracteres llenos de humor, fiestas patronales que también atraen a los habitantes de pueblos cercanos, constituyen el sustrato de esta grácil producción —Premio al mejor guion en el Festival de San Sebastián— oscilando entre realidad y fantasía, pero sin perder el foco ni trivializar las vidas de sus protagonistas. De hecho, los directores comentaron en la inauguración del Festival que su interés residió en hacer una película sobre el imaginario, donde cada personaje corresponde a un tipo psicológico definido: el sátiro, el intelectual, el amante de lo necrológico, el espíritu libre en contraposición al reprimido, con objeto de superponerlos en un mismo espacio físico donde interactúan y se alimentan de lo que el otro carece.

De manera similar, La Belle saison de Catherine Corsini nos brinda un vivo perfil de las relaciones de amistad y de pareja, donde cada componente se nutre de un intercambio similar, puesto a transformarlo y sacarlo de su zona de confort. Ambientada en el París de la segunda hola feminista, inspirada en Le Deuxième sexe de Simone de Beauvoir, la película nos devolvió a las luchas de las mujeres de los años setenta por abrirse espacio en un mundo centradamente masculino. Delphine (Izïa Higelin), una joven lesbiana proveniente de una granja cerca de Limoges, asumirá su sexualidad abiertamente cuando llegue a París y se enamore de Carole (Cécile de France), quien dejará a su novio para vivir intensamente un idilio que le hará descubrir facetas desconocidas de su propia naturaleza.

Una cuidada cinematografía y un ágil trabajo de cámara contribuyeron a mantener la atención sobre las particularidades de la relación entre las protagonistas, al tiempo que nos enfrentó con la homofobia, el sexismo y el conservadurismo de la sociedad tradicional francesa representada por padres, amigos y amantes, cuyo egoísmo acabará por distanciar a las jóvenes, quienes seguirán caminos separados pero, una vez liberadas de la intransigencia de los demás, llevarán una vida plena; si bien siempre quedará en sus corazones la nostalgia por lo que pudo ser y no fue.

Les Trois soeurs de Valeria Bruni Tedeschi se devuelve a tal nostalgia, desde los sueños irrealizados de las heroínas de la obra de Chejov, quienes ven cómo se desintegran sus esperanzas de huir de un ambiente provinciano y carente de interés, para brillar en espacios más sofisticados e intelectualmente estimulantes. La directora trasladó la acción a la sociedad del fin de siècle, adaptando no tanto el contexto sociopolítico, sino la mentalidad de la época, donde el cansancio de un mundo en decadencia, daría paso a los sacudimientos revolucionarios y bélicos del siglo XX, arrasando con formas más gentiles de existir.

La amenaza cerniéndose sobre el futuro de las jóvenes quedó inscrita en la diégesis del film mediante un trabajo de cámara puesto a privilegiar los planos largos y el travelling, a fin de crear una ilusión de continuidad que, como la banda de Moebius, tiene una sola cara dable de repetirse infinitamente. Ello, sin embargo, no redundó en una representación plana de los personajes del dramaturgo, sino todo lo contrario. En la versión de Bruni Tedeschi, Olga, Masha e Irina se perfilan como mujeres de avanzada, conscientes de las limitaciones impuestas a su sexo, pero decididas a extraer de su contexto todo lo que pueda ayudarlas a alcanzar sus metas sin congelarse en el tiempo. Una certeza que la cinematografía francesa sigue explorando para provocar el necesario sacudimiento y cuestionamiento en el espectador de hoy, tan alienado por la implosión de tiempo y espacio producto de la tecnología, que está perdiendo la capacidad de discernir entre la auténtica realidad y la ficción virtual.

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