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Identidad, rol y represión

Mucho ha sonado en Venezuela los últimos días la teoría de la banalidad del mal de Hannah Arendt. Muchos de quienes la nombran dejan en evidencia que jamás se han leído Eichmann en Jerusalén (1963). Arendt alude a un problema, todavía actual, de la filosofía: el rol y la identidad, que poco tiene que ver con muchas de las fotografías que corren por las redes sociales como evidencia gráfica de la banalidad del mal.

Lo primero será decir que el mal nunca es banal. Lo que se banaliza son las motivaciones para perpetrarlo y su percepción social. De ello ya hablamos suficientemente en La banalidad del mal y las palabras. En este artículo quiero enfocarme, a propósito de lo ocurrido en La Marcha de los Caídos (Caracas, 22.4.2017), en el problema del rol y la identidad.

En el contexto de dicha marcha, de pronto apareció la foto de un guardia posando su mano en la cabeza de una monja. Casi inmediatamente surgió una andanada de insultos para ambos protagonistas de la imagen, y para el fotógrafo, Donaldo Barros. Entiendo perfectamente la indignación de un pueblo que, a fuerza de sufrir lo inimaginable, deja casi ningún espacio para la racionalidad porque yo vivo en medio de ese pueblo, y soy a diario víctima del horror. Sin embargo, no es papel de quienes tenemos la responsabilidad de escribir hacerlo desde las vísceras. Tampoco emitiendo juicios y condenas a diestra y siniestra. Tanto peor cuanto que se hacen sin conocimiento a fondo de las circunstancias.

Arendt alude al problema del rol y la identidad, escindidos en el esbirro. Por ello la filósofa afirmará sorpresivamente que Eichmann no era perverso, sino que ejecutaba impecablemente sus tareas como administrador de los trenes de la muerte. El mismo Eichmann diría que los judíos eran solo estadísticas.

He tenido la oportunidad de hablar con las esposas de guardias y policías que nos reprimen, y dicen exactamente lo mismo: «mi esposo es una buena persona, solo cumple órdenes». Esa respuesta deja en evidencia la escisión entre rol e identidad, entre lo que parecemos y lo que somos. Esta escisión es normal. Así funcionamos en sociedad. Para George Mead, uno de los padres de la teoría del rol, las instituciones son creaciones sociales, y el rol también. Lo aprendimos cuando de niños jugábamos, por ejemplo, a Ladrón y Policía. ¿Quién no hizo de ladrón sin serlo realmente?

Amparados en esta escisión, muchos guardias y policías reprimen a los manifestantes y se reprimen a sí mismos cualquier interpelación de la conciencia. Así pueden cumplir con su rol sin conflicto con su identidad. La foto del guardia y la monja ha levantado escozor no solo entre los disidentes, sino entre los partidarios de la dictadura porque pone en evidencia el conflicto.

No me corresponde a mí juzgar el interior de ambos, porque no los conozco personalmente. Tendría que saber a cabalidad quién es sor Esperanza y quién es ese guardia para decir algo medianamente coherente. El escepticismo y la ingenuidad radicales hacen el mismo daño por triviales. Lo que puedo decir a partir de la imagen es que sirve para semiotizar el conflicto entre identidad y rol. Justo eso es lo que temen los autócratas: el poder semiótico de una imagen.

En nuestro contexto actual, cuando un guardia conecta su identidad con su rol, surge el conflicto ético si es una persona con valores. Este conflicto, a su vez, se deriva de la incompatibilidad entre lo que la sociedad y sus superiores esperan de él. Esta expectativa es la que sustenta eso que se denomina rol esperado. En nuestro caso, el rol esperado por la sociedad civil prodemocrática colide con el rol esperado por una cadena de mando cuya cabeza es el dictador. Y la mano en el rostro de la monja potencia esa posibilidad de conflicto personal.

Lo mismo podría decirse de lo ocurrido en Roca Tarpeya, cuando la policía no solo abrió paso a la Marcha de los Caídos, sino que la escoltó. Por un momento esos policías respondieron al rol esperado por la sociedad prodemocrática.

Detenerse en estériles y bizantinas discusiones sobre la autenticidad de ambos gestos es absurdo. Y es absurdo porque estaríamos desperdiciando dos potentes signos, a los que solo nosotros podemos otorgarles significado. Los amigos de la dictadura ya lo hicieron desacreditando a sor Esperanza. ¿Haremos otro tanto con el guardia? ¿Quién ganaría y quién perdería con ello?

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