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Danny pinto-guerra

House of Cards y la dialéctica de la Revolución

El ansia de poder se adueñó de todo y creyeron que ya, «ya Chávez está listo». Pero aquí mucha gente no sabe todavía, no entendió nunca que yo no soy yo, ya no soy yo, es pueblo(…)

Todo el alto mando militar me traicionó. ¡Cobardes!, y desleales. Yo ordené en la mañana aplicar el Plan Ávila; yo tengo potestad para hacerlo, cuando me enteré por órganos de inteligencia de las mismas Fuerzas Armadas y la DISIP; de las Fuerzas Armadas, el plan de insurrección que estaba en marcha(…)

Ordené, ante tantas evidencias, Plan Ávila a Rosendo. El general Rosendo no me quiso responder. Se me desapareció. «Lucas, Plan Ávila», «Presidente, no sé qué… vamos a pensarlo», «Qué vamos a estar pensando. ¡Plan Ávila

En esa ocasión un presidente, legítimamente electo, era llevado por una oscura senda de la cual sólo pocos (sino nadie) conocían el final. Tras un año, que empezaba con protestas en las calles, paros laborales e insurrecciones militares, el presidente Chávez, también conocido posteriormente como “Tiburón 1”, ordenaba la puesta en marcha de un plan de naturaleza militar y ajustado a la ley para sofocar situaciones de orden interno y ameritar la intervención organizada de las Fuerzas Armadas: el Plan Ávila. La primera vez que en Venezuela dicho plan fue implementado, material de guerra pesado (tanques, cañones, ametralladoras, granadas y fusiles) fueron usados contra residuos paramilitares, policías y civiles que se encontraban envueltos en una protesta generalizada por las medidas económicas del gobierno de Carlos Andrés Pérez, en el año 1989, durante el renombrado Caracazo. En ese momento fueron contabilizadas 276 muertes de manera oficial, producto de toda la revuelta antes, durante y después de la aplicación del plan, aunque de manera extraoficial se suman más de 300 pérdidas.

Ese 11 de abril de 2002 una versión diferente del plan pretendía ser activado. Tropas del Batallón Ayala, los círculos bolivarianos y la reserva tomarían control de la capital y las principales ciudades del país a fuerza de miedo y hierro.

Con situaciones y tintes símiles ―sin dejar de destacar el plano ficcional― termina la cuarta temporada de la aclamada serie de Netflix, House of Cards; serie en la cual, por un lado, se explayan ciertos valores éticos de las sociedades globalizadas y masificadas, y por otro, se nos trae a la pantalla el modo en cómo son llevadas a cabo las más exacerbadas prácticas políticas por parte de un par de personajes ávidos de poder. Un tirano, una hegemonía comunicacional enfrentada al periodismo de investigación, las luchas internas de poder (o como el mismo personaje Frank Underwood declara «For those of us climbing to the top of the food chain, there can be no mercy. There is but one rule: hunt or be hunted.», lo cual es completamente admisible para los políticos tras bastidores) son algunos de los ingredientes que sazonan la serie norteamericana.

En principio, inspirada en Richard III, de Shakespeare, la serie ha sido pensada como un producto (non-)fictional de ciertas políticas de estado en una diversidad de gobiernos, particularmente los de Latinoamérica. No es en vano que uno de los adjetivos con los que más resonó la presidencia de Frank Underwood haya sido el de tirano, debido a las similares y poco ortodoxas prácticas gubernamentales que ya hemos presenciado, no sólo en los Estados Unidos, sino también en Argentina y, muy particularmente, en Venezuela, por mencionar algunos.

 

Durmiendo con el enemigo

En sus primeros seis episodios, la cuarta temporada de House of Cards resuelve una trama “menor” expuesta al final de la tercera temporada, poniendo en evidencia la tensa, insana y a la vez estimulante relación entre el Presidente de los Estados Unidos y su Primera Dama; con una ruptura temática y metódica se consigue que el espectador esté frente a una temporada que bien podría subdividirse en dos miniseries, una de seis episodios y otra de siete con una trama completamente diferente que rescata personajes y secuencias para un final previsiblemente inesperado. En esos primeros seis episodios se revive una intranquilizante tensión y una necesidad de saber los motivos ulteriores de la Primera Dama para justificar cada uno de sus actos, en los que hasta su propia madre formaría parte de una conspiración para atentar contra la campaña del pre-candidato del Partido Demócrata y actual presidente, Francis J. Underwood.

El enemigo interno tiene mayor presencia, hiere más profundamente y obtiene mejores resultados si no es más que un propio miembro de ese inner circle que rodea al mandatario en ejercicio y cuya popularidad pende de un hilo. Las rupturas de alianzas y el divorcio son un mal negocio para las aspiraciones políticas, especialmente, cuando los medios de comunicación dedican gran parte de su maquinaria en poner la gobernabilidad en tela de juicio. El control de cómo se distribuye la información también es un eje totalmente significativo al momento de escalar en la montaña del poder o, simplemente, mantenerse en la cima de ella. Expuesto esto, nos podemos remontar a la cuestionada actuación de los medios y a la progresiva  hegemonía comunicacional en Venezuela, la cual encontró su más agudo foco de atención en el año 2002 y ahora mismo sólo refleja secuelas desde un lado (el del poder), y sumisión desde el otro. 

Por poco más de tres años, los medios, esos mismos que le dieron cobertura en la fallida intentona golpista del ‘92, junto con un controvertible  séquito de militares, políticos y profesionales de otras áreas y características formaron parte de ese enemigo interno con el que siempre el difunto presidente Chávez se turnaba para reñir. Su grupo fue poco a poco purgándose y diezmándose  por medio de la desacreditación, el destierro o la propia cárcel ―esa que ya el mandatario conocía― hasta quedar con un selecto y reducido número de personas de su entera confianza para él y su proyecto. En esa pugna interna y hambrienta de poder, criaturas que antes eran meras pirañas de río revuelto terminaron convirtiéndose en peligrosos tiburones de costa. La revolución mostró todos sus afilados y sangrientos dientes el día 11 de abril de 2002, año del ―prácticamente simultáneo― vacío y (auto)golpe de estado.

 

We don’t submit to terror. We make the terror.

Tiburón 4 a Tiburón 1…cambio….
Tiburón 4 a Tiburón 1…cambio….
Tiburón 2 a Tiburón 1…cambio….
Tiburón 2 a Tiburón 1…cambio….
Tiburón 4 a Tiburón 1…cambio….
Tiburón 3 a Tiburón 1…cambio…. [interferencia] busca a Rosendo…entonces, eh…mira…te ordeno la aplicación del Plan Avila…y el primer movimiento que vamos a hacer es la columna del Batallón Ayala que ocupe posiciones…

Antes del infame día, distintas autoridades y funcionarios públicos de una tendencia u otra habrían advertido de la puesta en marcha y conspiración para un golpe “cívico-militar”. El escenario estaba dado: bajos índices de aceptación, desaforadas y rigurosas medidas de gobierno, militares en rebelión, los enemigos internos, la presión internacional y una crisis petrolera que incidía más y más eran algunos de los ingredientes que le daban forma a toda una situación que terminaría sintetizándose en la muerte en vivo y directo.

El visionado de cómo una persona se desvanece súbita o esperada, sutil o atrozmente, no difiere para nada en el resultado obtenido o todo lo opuesto a la contención; o, en otras palabras, se conjuga en una sola cosa: caos. Precisamente, es el caos una de las palabras que, junto con guerra y terror, cierran los últimos quince minutos de la cuarta temporada de la serie, mostrando los verdaderos colores de aquellos que ostentan el poder y están dispuestos a lo que sea para mantenerlo.

Ahora, ¿vale la pena cuestionarse lo que implica estar dispuesto a no sólo promover el terror, sino también a televisarlo? ¿Acaso ese Plan Ávila no pretendía evocarse como ese mismo terror en todas sus dimensiones? 14 años han pasado y aún nos lo preguntamos; después de todo, las mismas condiciones han sido expuestas en la serie. Ese plan que murió incluso antes de nacer y del cual sólo un vestigio nos queda fue igualmente convocado en la más interna de las comunicaciones ―así cual conversación entre esposos― como un último recurso para ganar la contienda en una ofensiva mientras peleas con todos a la vez. Propiciar el estado de excepción, llevar a la sociedad más allá del caos, a una total, brutal y devastadora guerra sugestiva en la cual quien domina los mecanismos de la aplicación del miedo, son las armas y recursos verdaderos del tirano quien, en muchas de las veces, termina clavando en tierra la estaca del vencedor. Algo así como que un presidente, después de muerto, siga dejando una estela sombría y perenne en las mentes de sus (antes) gobernados, cuya respuesta probablemente jamás sea la conciliación, pero quizás sí la redención.

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