Desde hace días ando pensando en esos escritores que llegan a nuestras vidas y la devastan sin ningún tipo de pudor: Horacio Quiroga es uno de ellos. Recuerdo la primera vez que lo leí como si fuese ayer. Tenía catorce años y vivía una profunda crisis. Mi familia era un desastre, el liceo donde estudiaba era un desastre, en fin, mi vida en general era un desastre y presentía –para ese entonces- que no existía ninguna forma de salvación, hasta el día que encontré en la biblioteca del liceo una biografía de Quiroga, y constaté que en este mundo existen o existieron personas más desgraciadas que yo.
Lo primero que me trastocó de la obra de Quiroga fue la presencia despiadada de lo trágico y lo fatal, de la desesperación y de la angustia. Para ese entonces no comprendía cómo el soporte fundamental de aquel mundo ficcional podía estar configurado por tantas desdichas y desgracias. Con el tiempo entendí, como diría Roberto Bolaño, que “Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale decir que un hombre lo puede soportar todo”. Y es así, la literatura es una forma de soportar el terror, una forma límpida de llegar a la locura. Y en los cuentos de Quiroga, todo lo anterior, no es una excepción.
Los cuentos de Quiroga llegaron a mí por una sencilla razón: tenían que llegar. Una mañana, hurgando como siempre en los estantes de la biblioteca del liceo, di con su libro fundamental: Cuentos de amor de locura y de muerte. En ese instante me sorprendí y sentí que había sido escogido para conocer una verdad que no muchas personas están dispuestas a conocer: la verdad del dolor, y la belleza de lo macabro y terrible. No abrí el libro en el momento; decidí esperar a llegar a casa y luego de las obligaciones aburridas de la escuela empezar a leer. Así fue.
Era de noche. Estaba acostado en mi cama y abrí el libro al azar. Me encontré –o él me encontró, en literatura nunca se sabe cómo diablos empiezan y terminan las cosas- con el cuento El Almohadón de Plumas. Empecé entonces a leer la historia de la muchacha que muere en una mansión encantada y misteriosa de forma inexplicable, y que al final se descubre que fue un coco que le chupó la sangre hasta dejarla sin vida. Sensación uno: escalofrío. Dos: angustia. Tres: miedo. Cuatro: zozobra. Cinco: sorpresa y fascinación ante el desenlace macabro y asqueroso del relato.
Desde esa noche ya no fui el mismo. Luego de terminar la lectura revisé mi almohada, por si acaso. Entonces entendí que la vida está signada por la angustia, la desesperación y el miedo; que la felicidad es apenas una finitud entre lo infinito de nuestra desgracia, y que inevitablemente de un momento a otro podemos vernos sumidos en una lucha tenaz entre la muerte y la esperanza de seguir viviendo.