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Michele Castelli
viceversa

Historia de amor (Parte I)

Años ’50, en la Téramo de Abruzzo, donde arrecia la lucha entre los ricos terratenientes que se resisten a aflojar los privilegios y las nuevas vanguardias campesinas en formación. Nadie se salva de la arremetida de unos contra otros. Hasta el punto de que se confunden a pequeños propietarios que levantan con sudor sus siembras humildes con los “señores” que se aparecen una vez al año para llevarse las cosechas de las tierras. Como en el caso del padre de Donato: una noche de otoño, de cielo negro por las nubes que cubren el firmamento, le prenden fuego a su alquería y le roban caballos, bueyes, ovejas y otros animales que eran todo junto su riqueza tangible, pero también lo más sagrado después de su familia numerosa.

Donato de nada se entera sino luego de varios días del hecho pues estudia en una escuela de curas, en una ciudad cercana, con la ilusión de la madre de que algún día Dios le regale un sacerdote. Vana ilusión. Las cosas son como están establecidas, y no acontecen en el orden que uno las programa. ¿Por qué lo digo? Lo digo porque el alma etérea, oculta en algún rincón del cuerpo, usa ojos para explorar afuera, y los ojos son, como las mariposas, para posarse sobre las flores más bellas y más intensamente perfumadas. Los ojos de Donato se posan, en efecto, sobre los rizos de una niña linda que todos los domingos va a sentarse con la madre en el mismo banco de la nave izquierda para asistir a la santa misa en el templo sagrado de los Capuchinos. Entre una mirada y otra se declaran amor, un amor platónico tan puro como el aire de bosque inexplorado. Qué duro, luego, el día en que el padre se presenta en el colegio para decirle estas palabras tristes que le atraviesan el alma, pero más por tener que extrañar los ojos de la niña linda que por dejar el lugar de recogimiento que ya poco le interesa:

– Hijo, lo siento, te toca regresar a casa. Unos bandidos me han dejado en la ruina, y ya no hay dinero para tú seguir acá, en la escuela de los curas.

Donato, próximo a cumplir la mayoría de edad, no dice una palabra. Sólo abraza tiernamente al padre y, mientras prepara en la habitación que comparte con otros tres muchachos la valija con sus pocas pertenencias, logra susurrarle al oído a Mario, el monaguillo amigo con quien suelta a veces confidencias, este mensaje para la niña linda de pelo ensortijado y de amplios ojos color de las castañas:

– Te ruego, por favor, le digas lo mucho que la quiero. Yo no sé qué suerte me tocará vivir de ahora en adelante, pero no tengo duda de que algún día volveré por ella aunque me cuesten las mil doscientas peripecias, y tenga que rebasar cualquier obstáculo que la vida me reserve.

Una vez en casa, frente a la terrible realidad que no admite más lloriqueos pues muchas lágrimas han vertido ya la madre y los hijos más pequeños, sino sangre fría para dar solución a la desgracia de la familia entera, se toma la decisión que jamás, semanas atrás, se le hubiese ocurrido al padre.

Donato, te toca a ti buscar fortuna fuera de estos muros que es lo único que nos queda. Habrá que ir a intentarla más allá del mar donde el cuero se quema por los rayos furiosos del sol incandescente. Me han dicho que en Venezuela, país de pocos habitantes en un espacio tres veces esta Península saturada de gente como las hormigas en torno a granos dulces de azúcar cande, es fácil abrirse paso cuando el que llega es persona de seria formación, y de sanos principios como los tuyos que no tienen comparación. No te preocupes por mí, ni por tu madre. Nuestros destinos no corren riesgos porque estamos pisando la edad en que nos ampara la ley que es igual para todos, inclusive para quienes cuestionan esta República naciente. Te pido, en cambio, que cuides de tus hermanos y que los protejas cuando ellos te alcancen en la tierra nueva donde, como es obvio, aportarán la cuota de fatiga para que ellos también se abran su camino. Partirás mañana a la salida del alba. Te llevarás como único tesoro la bendición mía y la de tu madre, que te acompañará todos los días como una sombra cuando el sol refleje sobre el cuerpo los rayos calientes hasta el ocaso.

– Eso está bien – se atreve a replicar Donato. –Tú, sin embargo, no me has dicho aún por qué no te gusta la niña que con su mirada me ha aprisionado el alma enamorada.

El hombre se queda mudo, y observa distraído hacia las estrellas de la noche que brillan en el cielo como las pelotitas que adornan los árboles reales, o artificiales, cuando nace el niño Jesús en diciembre de cada año.


Photo Credits: Andrea

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