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Michele Castelli
viceversa

Historia de amor (Parte II)

En Caracas la vida es dura para un jovencito que ni siquiera tiene completa la barba en la cara de porcelana. Al principio cualquier oficio es válido con tal de que no falte el pan. Pero con el pasar del tiempo cambian los sucesos. Se mete a herrero y cuando raya la edad de casi treinta años, el taller, que tiene el logo de libro abierto sobre el cual campean un yunque y el martillo, se hace próspero y le permite comprar su casa propia. Carga un dolor, sin embargo, en su corazón herido que le muestra en el rostro, invariablemente, un aire que contrasta con el semblante de una persona alegre. Siempre piensa en la niña linda y en su mirada cuando él llevaba el incensario para bendecir el altar en la pequeña iglesia de los Capuchinos. Que ni tan niña será ahora, se imagina, pues los años pasan para todos iguales. En efecto, el día en que recibe una foto de Rita, bella como el sol cuando en el horizonte comienza a aparecerse precedido de múltiples destellos colorados, se les encienden nuevos bríos difíciles de apagar: no se puede ni con espuma ni con agua de bomberos, y tampoco con el silencio inexplicable del padre quien sigue obviando el argumento cada vez que Donato insinúa la gana de ir por ella que ha decidido esperarlo, a pesar de los muchos pretendientes. Un domingo, por cierto, tirado en la cama, presa de la nostalgia que nunca le ahorra lágrimas al inmigrante enamorado, después de largo meditar las palabras, mirando fijo hacia el techo que se convierte ante sus ojos en pantalla de cosas del pasado, toma un lápiz y el papel y le escribe esta carta al progenitor quien como un roble sigue llevando la existencia tranquila en su casa centenaria:

“Querido papá, hoy te escribo no como el niño que tú siempre quisiste proteger decidiendo por sus acciones, sino como el hombre que ha pasado ya por algunas vicisitudes de la vida que son tan aleccionadoras como tus vivencias respetables. He logrado, en esta Venezuela que premia siempre al que trabaja con tesón y ahínco, consolidar una posición estable que me hace independiente y sólido para el futuro que seguirá de gloria. Por eso, ahora, pienso que ya es tiempo de formar familia y tú sabes cuál persona quiero que sea la madre de mis hijos. ¿Por qué no te pronuncias cuando toco este argumento? ¿Acaso el que nace pobre no tiene derecho a cambiar su vida? En estos tiempos, padre, el matrimonio ya no es un contrato en el que prevalece, para estipularlo, la cuenta que tengo yo con la que aporta ella. No. Ahora el casamiento es sólo por amor, te lo aseguro. Perdóname el atrevimiento por decirte estas cosas que ya no podía llevármelas cargadas en el corazón herido. El amor filial no ha variado un ápice, quiero que lo sepas. Por ello te pido que seas tú, y más nadie, quien lleve al altar a la novia pues he decido casarme por poder. Te ruego, padre, satisfáceme este único deseo en recompensa de todos los anhelos que yo te he cumplido para hacerte feliz a ti. Mientras reciba tu respuesta, te mando un beso, y un abrazo, grandes como el universo cuya dimensión no tiene límites. Tu hijo Donato que te quiere tanto”.

Nunca llega la respuesta tan esperada.

Es el padre de ella, al final, quien la lleva al altar el día de la boda.

Cuando la novia llega a Venezuela, Donato tiene organizada la fiesta en su mansión. Nada falta: manjares finos, orquesta que promete interpretar música criolla pero también canciones ligeras de cantantes en boga en la Italia de la época. La fiesta inicia con el vals de Strauss. Rita se ve como el capullo de una rosa que brota, envuelta en su vestido blanco de campana. Es bella. Como la Venus que sale de la concha empujada por el viento hasta la costa. Justo cuando el presentador del baile manda a cambiar de pareja, como suele hacerse mientras dure la música del vals, en la sala se aparece Antonio, el padre de Donato, sin que nadie supiese que había llegado de Téramo. Se dirige hacia la novia, la toma de la mano y sin quitarle la mirada de los ojos danza con ella hasta que cesan las notas de la orquesta. Luego, entre el estupor de aquella concurrencia se para en el centro de la sala, y dice simplemente: “Hijo, he venido para bendecir la boda con la cual coronas hoy tu hermosa historia de amor”. Esto dice, y más nada. Donato se le acerca, y por un rato largo quedan el padre arrepentido y el hijo que lo perdona ceñidos en un abrazo prolongado hasta que las lágrimas a ambos se les secan en los ojos.

Vuelve a sonar la orquesta y la fiesta sigue sin pausas hasta el amanecer. Hasta cuando el sol brillante, detrás del Ávila de encanto, comienza a teñir de rojo el esplendoroso cielo de Caracas.


Photo Credits: Hernán Piñera

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