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Hermano sastre

He pensado toda la semana en Shoichi Yokoi, el soldado japonés que sobrevivió treinta años en la selva de Guam empeñado en una guerra invisible. La historia es conocida. Después de la última gran batalla en la isla y la rendición del Japón, un pequeño grupo de sobrevivientes se internó en la selva para ocultarse, ignorando que la contienda había terminado.

Veo cómo el sargento Yokoi y sus ocho compañeros borran minuciosamente sus huellas. Las hojas filudas de los árboles cortan sus rostros y brazos, pero ellos siguen buscando la zona más remota de la isla, allí donde cesan los colores y todo se vuelve una sombra verdosa. Ese es el tono del calor y el de las nubes de insectos, el del olor de la jungla que se extiende en una dulce podredumbre semejante al gas mostaza. Al principio mataban ganado para alimentarse; luego, huyendo de cualquier sombra amenazadora, se contentaron con frutos amargos, ranas y serpientes, peces, extraños roedores que devoraban a dentelladas. El sol se volvió una gran bestia blanca y les entregó una férrea disciplina en la que todo se deshacía. Fue una tenacidad inútil. Poco a poco la desnutrición, las enfermedades y las inundaciones los fueron diezmando y solo quedo Yokoi.

Así vivió ocho años. Puedo imaginar la pérdida de sus instrumentos. Casi siento en mis dedos el óxido de su fusil inservible que empuñaba como una prueba de identidad. Sus recuerdos se desvanecieron. Extravió el lenguaje que zumbaba como un insecto venenoso cuando le hablaba a la única granada que tenía. Trazó un círculo de su mundo natural invertido y en el centro excavó una madriguera. Allí pasaba la mayor parte del día sin deseos ni pensamientos, enroscado en un capullo de tiempo detenido, aguardando un signo o un mensajero que le comunicara el fin de la guerra.

Hay un hecho que me asombra. Antes de enrolarse en el ejército imperial, Yokoi había sido sastre. Cuando su uniforme se deshizo, cosió uno nuevo con hojas y fibras vegetales. Cada mañana marchaba con rígidos pasos y ensayaba en el aire un enérgico saludo militar con ese atuendo que le restituía, de alguna manera, la patria perdida.

Supongo que Yokoi me ha visitado porque vislumbra un parecido. Tal vez cree que somos compañeros de armas y formamos parte de un mismo pelotón que avanza por el calor de una remota isla del Pacífico. Ambos respiramos un verdor enrarecido y hemos luchado una guerra que ya lleva demasiados años. Imaginará que también soy soldado y aprendiz de sastre. Pero Yokoi es mi hermano inverso. Él aguardaba una orden venida de cualquier parte que le dijera: descansa, la guerra ha terminado / entierra tu viejo fusil en la madriguera y tiéndete bajo los árboles. La desesperanza nunca lo atenazó; a lo sumo maldecía al lejano emperador, pero nada podía hacer, solo extender las reglas y los límites de su breve círculo natural o innatural que fue su cuerpo y su casa: en su uniforme de hojas no cabían decisiones.

Yo, en cambio, nunca aprendí a esperar y solo pude coser a tientas un traje de palabras; lo hice con fisuras, excusas, omisiones. Ellas son mi empeño y mi desesperación y también el parco asentimiento de que no hay ninguna guerra, ni tampoco una patria o un cuerpo en mi uniforme vacío.

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