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Fernando Yurman

Había creído que escribía cuentos casualmente

Había creído que escribía cuentos casualmente, en distintas épocas y lugares, con ánimos cambiantes y géneros diversos. Pero cuando ajustaba la lupa advertía el demorado vaivén de mis lecturas. Esas letras ordenaban un impulso compartido, preparado para distraer el benevolente lector de invierno que rige el horizonte de los aficionados. Pero esa lenta vocación fue interrumpida por un fin del mundo biológico, súbito y banal. Y aquel planetario ventarrón viral voló pensamientos, papeles y libros, y trastornó todo lo que no se llevó en la embestida. En cuarentena, sitiado por las pantallas y los sucesos virtuales, volví a descubrir lo que sostenía Macedonio Fernández: “Somos peces del aire”. Y el fascinado ancestro de axolotl volvió a pegarse al cristal para atisbar lo que ocurría fuera del acuario. 

En el intento de apresar este tiempo enrarecido, procuré retornar sobre algunos clásicos. Entre remolinos, buscaba esa calma íntima, el espacio que viene de voces lejanas. Pero esos textos o filmes sacralizados, donde todo es absoluto y nada es contingente, me trataron esta vez de otra manera. Releí a Bocaccio con el respeto de siempre, pero me parecía leer el original, el manuscrito tibio de un contemporáneo diciendo su experiencia. La peste logra disolver distancias, remite a tal incertidumbre existencial que rompe el calendario y te hace flotar entre otros naufragios del tiempo. Enclaustrado el cuerpo, flotando de la ventana a la pantalla, en su mar interior la diligente memoria desocupa unos salones y abre otros. Se puede desembocar en escenas disueltas de infancia o episodios entrevistos en alguna parte de una realidad ajena. El encierro devuelve a muchos lectores al Diario de Ana Frank, otros inesperadamente se conmueven por la peste de Atenas sitiada por los espartanos, por la viruela del derrumbe azteca o el tifus del Gueto de Varsovia. La Peste de Camus sirve menos, el sombrío Oran de esa epidemia viene gastado de simbolismo. El pavor actual es indefinido, resuena en lo impreparado radical, ese terror remoto y flamante de los jóvenes medievales fugados de Florencia o los tristes trucos precarios de los contagiados londinenses que contaba Defoe. Y en el fondo, el rumor desaforado de las intactas plagas bíblicas. Hay en la experiencia de la plaga un reencuentro con límites olvidados, con la enigmática oquedad que siempre nos había rodeado. El espasmo hace casi inevitable visitar regiones ascéticas, alejadas de la gula común, más allá de las soluciones hambrientas. En esos páramos se advierte el retorno del vacío olvidado y la nada perdida. 

“Dios hizo al mundo de la nada, pero la nada siguió estando”, dijo Paul Valéry. Esa frase lúcida sucedió por tiempos en que todavía estaba. Mucho antes de convertirse en filosofía vanguardista de café francés, antes que el aluvión de ofertas llenase los huecos del mundo. Y ahora que otra vez se vacían, este prologo se desliza por el cristal, pero tampoco encuentra su voz. 

Hace algo más de veinte años, escribí en el prólogo de Lo mudo y lo callado (2000): “ (…) el lector sensible es una especie en retirada, que alguna vez fundirá su horizonte con los viajeros y vellocinos, y las otras criaturas fantásticas que alimentaron su imaginación; igual que en alguna otra prehistoria se retiraron también los que sabían olfatear el aire y encontraban mensajes en la brisa. Pero para los que no temen el anacronismo de perdurar, y convierten la demora en paciencia, y todavía no consideran la lectura una mera información o comunicación, el rumor de remotos territorios les sigue llegando”. En la ancha prehistoria que se inaugura, quizás algunos de estos cuentos viajen tambaleando con otros enseres hacia esos nuevos silencios.

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