Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Grisham: El rey de los pleitos

Mira, ojalá no vaya a lucir como un acto de presunción. No sé por cuál razón dicen que uno nace con ciertos talentos; desde niño me interesó la lectura. Y le entré desde muy chico a los clásicos, estilo Wilde, Dostoievski, etcétera. Por lo que no deja de ser un placer muy culposo ser asiduo de las novelas de John Grisham. Es verdad que se trata de literatura de aeropuerto, pero es la mejor literatura de aeropuerto.

Grisham fue el escritor mejor vendido de los años ’90. Y eso nunca ha dejado de fascinarme en él. O sea, tanto escritor de buhardilla. Uno que quiso ser García Márquez desde chico, uno que tanto le ha temido al hambre a lo largo de los años. Uno pensó: Wow! El más vendido del mundo… Bueno, creo que ese trono también lo ocupó nuestro desangelado Paulo Coelho, de modo que…

A ver, ¿qué libros de Grisham recuerdo haber leído?: La Trampa, El Rey de los Pleitos, El Socio, La Hermandad y La Apelación. Pon que olvide uno. Mientras emborrono estas cuartillas, he echado a andar en Youtube la banda sonora de El Informe Pelícano, cinta en la que vimos a una nuevamente flamante Julia Roberts, por enésima vez flamante. Pero, ¿qué es lo capital acá? Fue un batacazo de taquilla. La gente no podía pararse de la butaca.

 

El abogado del Diablo

En este sentido, cabe dar al César lo que es del César. Grisham no es Mario Puzo, ni Capote, ni Shakespeare, ni nada de eso. Simplemente un abogado de alto nivel, que un día decidió contar lo que sabía sobre el mundo de los abogados. Si me preguntas a mí, no es hombre de regalar sablazos verbales especialmente notables, pero es indudable que sabe muy bien cómo tejer una historia con entera solvencia.

Yo siempre denosté de esa gente que no puede salir de Kurosawa, de Kant, de Penderecki; tipos tan pero tan exquisitos, que no tienen ni celular. Yo he tratado de ver todo el cine que he podido, Disney incluido. He tratado, como sugiere San Pablo, de examinarlo todo y quedarme con lo bueno. Así que también he leído de todo, lo que me ha sido posible, a Vargas Vila, y también a John Grisham.

Uno tiene que hacer gala de su propia zona rosa. O sea, también vale oír a Shakira, eventualmente, o ponerse una nariz de payaso en la hora loca de una boda. Grisham ocupa un poco ese lugar en mi biblioteca, chiquita pero bendita. Tengo, digamos, poco más de centenar de libros y ahí está John Grisham, como un lindo recuerdo, de alguna tarde de domingo que gasté en sus truculentas pero divertidas tramas de detectives.

El último libro de Grisham que compré (valga decir que es el mejor packaging de la industria) fue La Trampa. Lo compré al entrar como reportero de la revista Gerente, en mayo del año 2011. Solía hacer media hora de lectura en el almuerzo, mientras mis compañeros se decantaban por la amena chanza y el café negro. Lo cierto es que me atenazó una parálisis lectora a mitad del libro.

 

La nube negra

Fue como si me hubieran lanzado una maldición egipcia. No pude seguir leyendo una línea, la trama se me hizo indescifrable, todo derivó en no sé qué cosa sobre los archivos de un importante bufete de Nueva York, intrigas iban y venían, todo era una argamasa pétrea e ilegible, que –al final- acabó por aburrirme. Eso no tendría nada de grave. No pude leer más La Trampa, pero desde entonces hasta 2016 no me rodó el ojo más por una página.

Este año retomé la lectura, como quien se recupera de un accidente vial, de a trocitos, de a pequeñas dosis, comencé por Vargas Vilas (Ibis), de ahí tomé los escritos esenciales de Bolívar, la Biblia, Las Flores del Mal (Baudelaire), y compuse un itinerario de libros que solo consumo así: por trocitos. Como quien toma rapé o un shot de tequila. Claro, al final, uno está leyendo. No puedo, todavía, largarme de comienzo a fin un libro.

No sé por qué razón. No me preguntes, porque no sabría contestarte. Pero es así, sencillamente. Tomé también el Manual de Vino (Miró Popic) que se presta mucho para esta forma de leer, porque explica por preguntas y respuestas cosas como estas: ¿Qué es un cabernet sauvignon? ¿para qué sirve el corcho? ¿vino con salmón? ¿qué es un vino Tokay? ¿qué es la cepa? De modo que consumo el trocito, y me doy por bien pagado.

 

Léelo volando

No quiero culpar a Grisham de esta parálisis lectora, de la cual todavía no me levanto enteramente, ni es cosa de decir que me cayó una pava macha por leerlo, pero de que vuelan vuelan. En todo caso, es un tipo de pluma muy ágil, muy sabrosa en ciertos trechos, aunque –por lo general- sus finales son risibles, bastante ingenuos, diseñados para un lector que está dispuesto a tolerar cualquier cosa, con tal de no dormirse en el avión.

Cómpralo en el Duty Free, léelo volando, y trata de perdonarlo rápido. Pensar que William Shakespeare comenzó amarrando los caballos a la puerta de un teatro de Londres. Quede claro que las ventas no hacen a una pluma, ni de lejos. Honrando, claro está, lo divertido que puede ser leer a Grisham. No falta quien lo mitifique, por neta ignorancia, por ceguera. Tampoco es cosa de menospreciarlo. Escribe muy bien. Da para lo que da. Eso es todo.

Hey you,
¿nos brindas un café?