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Fumata blanca

Cada uno, a su manera, ha puesto uno de los tantos guijarros para empedrar el camino al infierno que ha resultado la Venezuela chavista y revolucionaria. Unos por su odio enfermizo contra una sociedad a la que responsabilizan por sus desdichas, aunque sea una niñada. Otros, por esa falsa bonhomía que ha permitido a la dictadura actuar a su antojo. Y por qué no mencionar también a los indolentes, que por soberbios creen que están más allá del bien y del mal. Mientras tanto, millones de ciudadanos padecen penurias indecibles, castigos infames por pecados ajenos.

Los líderes, acompañado cada uno de sus asesores, libran una lucha descarnada para imponer sus criterios, para cebar sus egos más que para hallar soluciones. Pareciera que a la mayoría de los dirigentes les importa más demostrar que tienen razón y que por ello son mejores, que resolver la crisis, una de las más terribles de cuantas haya soportado esta nación. Olvidan que el tránsito hacia la democracia no es obra de un mesías, ni tampoco de un evento mágico, llámese sufragio o intervención extranjera. Emborrachados con su tonta idea de ser superiores, obvian lo elemental: la unidad no puede limitarse al mero reemplazo del presidente, sino que está obligada a asegurar la viabilidad del gobierno transitorio y la consolidación de una democracia robusta.

No se trata pues, de esta o aquella solución. No hay, pese a la insistencia de tantos, una sola ruta (de hecho, hay varias, y negarlo es sin dudas, una memez). Mucho menos, recetas, fórmulas mágicas. Debe alcanzarse, lo que hasta ahora no se ha logrado: la unidad de todas esas facciones interesadas en la restauración de unas instituciones ruinosas y de una legalidad y un orden democrático devastados, para que entonces, todos juntos construyan una solución factible. Así es, nos guste o no, la salida aún no existe. Toca pues, construirla entre todos.

Pareciera que unos cuantos, ciertamente sesudos pero cegados vaya uno a saber por qué espejismo, obvian la naturaleza del régimen. No es este, como no lo son demasiados en este mundo, uno verdaderamente democrático, y, enlodados como están los actuales mandamases por alianzas inconfesables, no van a ceder a menos que se vean forzados a ello. El poder es su salvoconducto. Puede que en efecto, las estrategias de la ingeniera Machado no sean las más acertadas, como no lo son tampoco los llamamientos a diálogos entre sordos que proponen Henry Falcón y Henrique Ochoa Antich. Sin embargo, todos los voceros opositores arguyen razonamientos válidos. Por eso, en lugar de esputarse gargajos roñosos entre ellos, deben sentarse en una mesa para lograr la necesaria «fumata blanca» y poder anunciar al país que se ha alcanzado el consenso, pero no para ir a unas elecciones, que eventualmente tendrán que realizarse desde luego, sino para algo mucho más importante: transitar de este modelo ignominioso a otro verdaderamente democrático, basado en un gran acuerdo nacional y no en los caprichos de un grupúsculo, como lo ha pretendido el chavismo-madurismo, incluso a espaldas de la voluntad popular.

La crisis venezolana es una hidra que devora vidas, esperanzas y lo más grave, el futuro de millones de personas, aun de aquellas por nacer. Es un engendro creado por la idiotez de una élite que negada a reconocer lo obvio, se mantiene tozudamente fiel a posturas ideológicas anacrónicas, fallidas. El tiempo apremia y aunque no hay consenso, un acuerdo nacional para rescatar la democracia perdida es sin lugar a dudas, la agenda más importante del liderazgo, e incluyo a los líderes de todas las toldas políticas, desde luego, y también a los empresarios y los sindicatos, a los militares, y a los chavistas disidentes, e incluso a esos otros chavistas conscientes de la necesidad de un cambio de rumbo… A todos los que realmente estén interesados en la recuperación de una nación perdida en la memez de unos pocos que por poseer el poder absoluto, se corrompieron absolutamente.

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