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Jeronimo Alayon

Führerprinzip y la épica del absurdo

De seguir las cosas como van, el siglo XXI será recordado como la sepultura de la democracia. La verborragia de ciertos líderes demócratas, obsequiada afectuosamente a dictadores, es un negro presagio. Y el verbo disfrazado de dignidad de los tiranos, también. La palabra ha sido cimbrada por los autócratas y sus adláteres hasta convertirla en trata de significados. Por tanto, resta poco o nada que decir a la civilización. Apenas podemos confiar en el silencio, ese que nos recomendó Wittgenstein al final de su Tractatus.

En Mientras agonizo de William Faulkner, Anse Bundren se empeña en trasladar con sus cinco hijos el cadáver de su esposa, Addie, a su pueblo natal. Durante el absurdo viaje ocurre todo tipo de inconvenientes. El ataúd por poco zozobra en las aguas del río, un incendio casi acaba con el mismo, el cadáver se descompone, las autoridades interpelan a la familia por la fetidez, los hermanos riñen entre sí, uno de los varones, Darl, se desquicia y Dewey Dell, la única hembra, hace amagos de abortar. Al cabo llegan al pueblo para el sepelio, con un cuerpo putrefacto, asediados por los zamuros y enemistados entre sí. Allí la policía detiene a Darl, el único que se ha opuesto al disparatado viaje.

La novela de Faulkner va del drama a la comedia pasando por la tragedia. Al leerla, uno tiene –gracias al flujo de conciencia– la desagradable sensación de asistir a una épica del absurdo. Algo muy similar hemos experimentado en lo que va de este imberbe siglo XXI. Han emergido, a diestra y siniestra, dictaduras con fachada democrática. Y con ellas, una galaxia de gobernantes débiles que les hacen el rendez-vous. El conjunto luce como Anse Bundren y sus hijos llevando a cuestas el fiambre de la democracia.

Como en los albores del s. XX, volvemos a transitar la senda del culto al Führerprinzip. No era de extrañar. Hemos repetido hasta la saciedad en foros y conferencias que cada uno debe ser un líder en su área. Quizás sorprenda saber que la palabra líder se traduce al alemán como Führer, que el Führerprinzip (principio de autoridad) fue expuesto por Hitler en su demencial libro Meim Kampf, y que consiste básicamente en eso: que cada uno sea un Führer. El anhelo por el hombre fuerte ha triunfado. Forma parte del ADN de la posmodernidad. Si Anse Bundren hubiese existido más allá de la ficción literaria, también habría compartido las portadas de Life y Time con otras especies de la fauna autocrática.

Ahora solo resta esperar a que el hombre fuerte sea el más fuerte, y que su voz, desde el ágora, sea capaz de uniformarnos en la Volksgemeinschaft, el pueblo unido, la tan ansiada colectivización de quienes cultivan el Führerprinzip. ¡Qué bien se han traducido a nuestra cotidianidad los términos teutones! El corporativismo empresarial y político han bebido, y no poco, de las turbias fuentes del Meim Kampf. Todos, en mayor o menor medida, hemos sido subsidiarios de la jerarquización social soñada por Hitler.

Me gustaría recordar uno de los textos de Alejandra Pizarnik que mejor dan cuenta de sus miedos:

Estoy con pavura.
hame sobrevenido lo que más temía.
No estoy en dificultad:
estoy en no poder más.

Estamos en no poder más, impelidos hacia límites insospechados en esta épica del absurdo con que el mundo global nos arrolla, porque esto no es un problema de pequeñas localidades, de mirarse el ombligo. Goliat, por fin, encontró el modo de burlar a David.

Quizás convenga recordar una vez más a Wittgenstein para no banalizar el horror y las palabras con que se lo edulcora: «si la buena o mala voluntad cambian al mundo, solo pueden cambiar sus límites». ¿Y cuáles son los límites del mundo? El hombre y su lenguaje. Por ello, ante la insistente conculcación de estos límites, cobra vigencia la advertencia de George Steiner: «si el silencio hubiera de retornar a una civilización destruida, sería un silencio doble, clamoroso y desesperado por el recuerdo de la palabra».

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