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fabian soberon
Photo by: Thomas Claveirole ©

Fronteras

En el subte hay un hombre petiso apoyado en la puerta. El vértigo asecha pero el joven ni se inmuta. Solo, ufano, mantiene su cara pegada a la ventanilla. Mira el oscuro túnel y las paradas como insectos blancos.

Me acerco. El joven sonríe. Me escucha hablar con mi hija y hace un gesto con la cabeza.

¿Usted es argentino?, dice. Por la tonada. Yo tengo un jefe que es japonés. Pero habla perfecto el argentino. Dice que comió sushi en Palermo, y que ha vivido en el Once, en medio de los olores y de las telas.

Así es Buenos Aires, digo. Y veo la cara de mi hija en medio de los rostros que se multiplican.

Una parada y un chirrido. Un golpe de luz y la oscura y lenta monstruosidad del túnel.

Cruzamos el río y siento una burbuja en el estómago. Un peso sube por mi garganta.

El joven es mexicano. Mueve su bigote corto cuando se ríe.

Se vino por trabajo. Dice que aquí se consigue siempre algo. Más que en su pueblo. Es de Oaxaca.

¿Usted conoce?, pregunta.

Mi hija lo mira. Algo le encuentra. Una rara melancolía lo envuelve como a un santo.

Dice que en Nueva York hay muchos mexicanos. Demasiados.

Ya estamos en Brooklyn. Él consulta su teléfono y me muestra el mapa diminuto y luminoso.

Dice que en la 40 hay un océano de mexicanos, y se tapa la boca cuando habla como si le diera miedo que lo escucharan. No conoce el D.F. Conoce más Nueva York. Cuando dice esto se ríe. Y la risa agranda su gesto. El tono es de burla, se burla de sí mismo. Él sabe que es un campesino en Nueva York. Percibo una especie de regodeo, de suspicacia en el fraseo cantabile.

Tiene una luminosidad extraña en la cara. En medio del túnel, con el chirrido de las ruedas como si fueran abejas alertas, el joven mexicano mueve los brazos y se sostiene la cara. Revisa el celular como si allí hubiera alguna clave de la soledad de la noche.

Está lejos y confiesa que vive solo. No tiene a nadie. Todos sus parientes han quedado en el pueblo.

Trabaja por horas. No tiene documentos, vive como un clandestino, pegado al puro presente. Hoy vuelve en subte a la oscura voracidad del barrio.

Dice que la tarjeta de ciudadano norteamericano es muy cara, que cuesta como un auto y una casa, que él podría vivir como un rey en su pueblo con la misma plata.

En la película Border incident (1942), un grupo de mexicanos intenta cruzar la frontera. La zona está plagada de árboles raquíticos y secos. Cuando logran hacerlo, trabajan como evidentes obreros explotados en los campos. Hay abusos de parte de los mafiosos del cruce organizado. Los gringos se aprovechan del desesperado deseo de los «reclusos». La película no es mala. Repite algunas fórmulas del género (como suelen hacerlo las películas negras). Hay un grado de simplificación de los hechos sociales. Pero el espectador percibe que la película muestra una serie de crímenes reales (de la época) y que, como en un espejo deforme, esa serie se mantiene en el presente. Hay un grado de documentalidad que alarma. Se puede ver el negocio que hay detrás de los permisos ilegales, de las licencias falsas, de la droga que corre como un río. El personaje de Montalbán se hace pasar por un campesino. En la realidad es un policía que investiga desde la experiencia misma la situación de los ilegales y del cruce cruel de los campesinos.

En español le pusieron el acertado título de Mercado humano. Casi nunca –o nunca– son acertados los cambios de nombre, pero en este caso el titulo postizo es un logro.

El joven del subte nocturno no es el protagonista de Border incident pero podría serlo.

Nuestra conversación se acaba. Vuelvo al banco. Ya no lo miro. Mi cara está pegada a la ventanilla, a las formas de la noche. Pienso en su inapelable destino de ilegal, en su resignación y en el futuro.   No lo veré nunca más. Pero me quedo con la idea de que va a morir en Nueva York.


*Este texto fue publicado en el libro “Cosmópolis. Retratos de Nueva York, Ed. Modesto Rimba, Buenos Aires, 2017”.


Photo by: Thomas Claveirole ©

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