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Fraternitas

Regreso del 7° seminario de la Red Universitaria para el Estudio de la Fraternidad, convocado en la ciudad venezolana de Maracaibo por la Universidad Católica Cecilio Acosta. Pocas veces uno vive el tema axial de un seminario. Me refiero a que generalmente saber y vida marchan por separado cuando se asiste a un congreso académico. En este caso no fue así. De algún modo, varias de las categorías conceptuales enunciadas en las ponencias, foros y lecciones magistrales se actualizaron en la cotidianidad de los encuentros, dentro y fuera del evento.

La fraternidad es una palabra venida a menos en nuestros días, lamentablemente. Se la mira con escepticismo. Se la sospecha ingenua, más aun cuando aparece junto a la palabra política. Sin embargo, es quizás el concepto que mejor pueda restituir su valor prístino a otras categorías semánticas, también depreciadas y vinculadas a la vida en la polis. Uno de los ponentes, el Dr. Antonio Baggio, llamó mi atención sobre el hecho de que sea justamente la fraternidad el término del lema de la Revolución Francesa que primero se suprimió del argot político: Liberté, égalité, fraternité. Otra expositora, la Dra. Cecilia Di Lascio, definió la fraternidad política, en relación a Utopía de Tomás Moro, como la posibilidad de convertir el sufrimiento en «un sueño donde colocar nuestros sueños». Escuchar hablar de adversario fraterno, en lo personal, me pareció un hallazgo significativo, especialmente porque quienes piensan y enuncian estas ideas son académicos muy respetables.

A menudo olvidamos que nuestra primera experiencia de fraternidad ocurre en aquella que llamamos base de la sociedad: la familia. Allí aprendemos los modos de ser en fraternidad que más tarde eclipsamos, justo cuando entramos a ejercer nuestros roles en sociedad. Quizá sorprenda saber que el origen etimológico de la palabra familia remita en latín al significado de servidumbre. Para los romanos de la Antigüedad, la familia eran los parientes y los esclavos de la casa. Convendría restituir esta dimensión de servicio en nosotros respecto de quienes consideramos familia y con quienes guardamos relaciones de familiaridad, incluso sin ser parientes.

También sería propicio recordar que el frater latino, origen etimológico de fraternitas, remitía no solo al hermano, como de común se cree, sino al primo, al amigo y al aliado. Incluso era casi sinónimo de proximus, cuyo significado era vecino y prójimo. Las palabras están revestidas de una significación primigenia que tiene en sí misma un carácter restaurador cuando se la invoca. La fraternitas deja de ser una entelequia cuando se la piensa en la perspectiva del viaje hacia el proximus, hacia el frater.

Este frater es aquel que nos define por ser diverso del yo. Sin el frater difícilmente entenderemos el ego. Para los latinos la antinomia era ego/alter (yo/Otro). Esta antinomia, heredada de Grecia como tantas otras, aún nos rige hoy. Quizá por ello no logramos construir la fraternidad, porque nos resulta complejo resolver la ecuación de los contrarios. Pero si pensamos la fraternidad no en clave de antinomias, sino de binomios, cuyos términos no necesariamente se opongan entre sí, quizá sea menos difícil solucionar el planteamiento de la fraternidad. Ego y frater, a mi juicio, serían los términos del binomio a resolver en la fraternitas.

El viaje exterior hacia el alter convertido en frater es una posibilidad siempre renovada y actualizable. Supone la construcción de vínculos y relaciones que anticipan una espiral de humanidad en el mundo. La conversión del alter en frater también entraña otra posibilidad: la del viaje interior, aquel del que Agustín de Hipona decía que era habitáculo de la Verdad. No hay modo de hacer la honesta conversión del alter en frater si dentro de nosotros no hemos operado un cambio de índole ética que nos oriente hacia la consecución del bien común.

La fraternitas supone que cada uno sea un frater. Para alcanzarla, por tanto, necesitamos no solo convertir al alter en frater, sino que se impone adicionalmente convertir el ego en frater, asumir la iniciativa de ser auténticamente el proximus del Otro. En esta doble perspectiva radica el doble viaje del encuentro mutuo que puede hacer posible que expresiones como adversario fraterno sean factibles. Nadie ha dicho que el frater ha de ser una versión del ego en otro color. Ni que el carácter de adversarios en el campo de las ideas deba implicar la supresión de la posibilidad de fraternizar. Los adversarios que se mudan en frater pronto descubren una dignidad insospechada en la posibilidad de confrontarse sin afrentarse.

Suelen confundirse adversario y enemigo, ciertamente. El adversus es quien está en contra de alguien. ¿Cuántas veces nuestros padres nos adversaron sin que por ello fueran enemigos nuestros? El inimicus, por el contrario, es quien ha dejado de amar a quien adversa: es un grado ulterior del adversus. La palabra latina amicus pertenece a la familia etimológica del verbo amare. Por tanto, el amigo es un frater a quien se ama, y todo frater es potencialmente un amigo.

El amare otorga, en consecuencia, una dimensión múltiple al frater sin la cual corre el riesgo de empobrecerse hasta derivar en el adversus, incluso en el inimicus. Aquí radica el gran problema de la fraternitas: en cómo dotar a las relaciones de un elemento que les otorgue estabilidad suficiente como para que surja el vínculo sólido. Ese elemento que criba la fraternitas no es otro que el amare.

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