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François Villon

Camina por las calles de polvo en París. La alta catedral de Notre-Dame lo obliga a mirar. Solo, siente el furor de la sagrada piedra. Nadie lo espera y nadie lo esperará. La persecución por su delito ha comenzado. Mañana, ante los crueles jueces, será condenado. No volverá a recorrer los burdeles; no beberá las oscuras noches. Con las manos en los bolsillos, repite una melodía popular. Quiere que la música devore su mente; quiere olvidar su destino; quiere olvidar el mundo. Sus pasos lentos por el asombro levantan más polvo. La neblina lo hace toser. La inevitable pena lo detiene. Ya no mira la catedral sino la oscura bóveda del cielo. Se imagina en la escalera de las cortas tablas del patíbulo. Imagina la larga soga, el negro atavío del verdugo, su cuerpo muerto entregado al viento para los voraces cuervos.

Sereno, se sienta en el mísero banco de una pocilga. Escribe los versos de la Balada de los ahorcados.


*Este texto pertenece al libro Vidas breves, Simurg, Buenos Aires, 2008.

Photo Credits: Diet Bos

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