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Familias al borde: El cine de Pedro Almodóvar 40 años después (Parte II)

Si la familia almodovariana de los años ochenta se constituyó en la bisagra entre la familia franquista y la familia alternativa, los noventa llevaron al cineasta a una reconstrucción de la misma para seguir mostrando su disfuncionalidad, pero dentro de la normativa tradicional y el clima más conservador de aquella década.

Siguiendo estos cambios de la sociedad española, Tacones lejanos (1991) nos presenta los encuentros y desencuentros, rivalidades y complicidades entre una madre y su hija, reunidas en Madrid tras quince años de extrañamiento. Aquí Becky, cantante setentera residenciada en México, vuelve a su ciudad de origen y se instala en la portería madrileña de su infancia. Un semisótano que, cuando ella crecía, probablemente encerraba el blanco y negro de la humedad, el olor a frituras y la represión franquista, pero que veinte años después respira el confort, el placer por la cocina ligera y el socialismo democrático, en el brillo de los azules, verdes y rojos con que su dueña lo pinta y lo decora. Cual si desde ese cromatismo furioso, puesto a cubrir el espacio cinemático, Almodóvar hubiera querido ganar para su filmografía el tecnicolor que en su momento el atraso, la miseria y la dictadura le hurtaron a España.

Incluso la observación de Becky acerca de su hija Rebeca —“salvaje y primitiva como nosotros”— en un flashback del año 1972 a unas vacaciones en la isla de Margarita, parodia el estereotipo de la juventud sesentera —“son geniales, primitivos, nos han traído la independencia, la libertad”— de películas como Abuelo made in Spain (1969) de Pedro Lazaga, cuando lo monolítico del patriarcado familiar empezaba a resquebrajarse, al ponerse en la nueva generación la esperanza de un cambio, que resarciera de sus penurias a la generación de la guerra y de la postguerra. Ello se evidencia especialmente en el plano-secuencia del encuentro madre e hija, donde Rebeca se confiesa ante Becky con una fuerza que espejea la densidad de la relación en Sonata de otoño (1978) de Ingmar Bergman; si bien el diálogo Chanel-Armani que las viste, oblitera en gran parte del film el discurso de las dos mujeres, llevándolo al camp propio de las clases medias afluentes surgidas con la democracia.

Los años noventa marcaron, pues, el clímax del progreso económico que puso a la familia española a la par de las potencias industrializadas. El director manchego ha aludido a este estado de bienestar, en lo sofisticado de la puesta en escena y la cuidada cinematografía de sus producciones desde entonces hasta el presente; si bien perdió, como la sociedad misma en el cambio, parte del ingenio y la energía característicos de la primera etapa de su filmografía.

La familia, cual colectivo desde el cual Pedro Almodóvar gesta ideas para sus películas, también se crece en la secuencia inicial de Carne trémula (1997), donde se presenta a una madre dando a luz en un autobús, una noche del año 1970, en pleno Estado de Excepción declarado ese día por el dictador en todo el país, como consecuencia de la presión internacional contra las penas de muerte dictadas contra seis miembros de ETA. Dicha escena proviene del documental The Indiscreet Charm of Pedro Almodóvar (1994), dirigido por Christopher Granlund, acerca de la familia del cineasta: “El equipo fílmico vino al pueblo donde vive mi madre para entrevistarla. Cuando Chris pidió le contara alguna anécdota sobre mí, preferiblemente de mi infancia, mi madre empezó a narrar con lujo de detalles mi llegada a este mundo: mis primeros gestos, mis primeros sonidos, mis primeras reacciones”…

Igualmente, Todo sobre mi madre (1999), estrenada por esas jugarretas del destino en los días cuando falleció su propia madre, muestra el fracaso de la familia tradicional y propone su simulacro como alternativa válida dentro de un país que, siguiendo a las demás potencias industrializadas, empezó a incorporar en su haber nuevas variables, cual fue la alienación de la familia suburbana, tal como se presenta en el film de Mario Camus Adosados (1996); y la neocolonización de la familia nuclear española, por parte de las otredades que históricamente habían sido colonizadas, a la manera de la película Taxi (1996) de Carlos Saura.

En Todo sobre mi madre, la muerte del hijo lleva a Manuela a dejar Madrid por Barcelona para buscar al padre, de quien no ha sabido nada en mucho tiempo, y reunirlos a ambos en su imaginario, tal como el muchacho había siempre deseado. En el accidentado camino buscando llegar hasta él, Manuela va construyendo una familia alternativa con los travestis, prostitutas, inmigrantes y una pecadora redimida vuelta monja, que pueblan el lugar donde se desenvuelve su exesposo, quien ha asumido el rol de mujer y, enfermo de sida, se encuentra en fase terminal.

En el espacio entre las dos muertes, Manuela tejerá un entramado afectivo paralelo, que descoloca todas sus preconcepciones acerca de la familia tradicional, al tiempo que consuela y es consolada por sus miembros, cual imágenes especulares de su propio yo, fortalecido en tanto se despoja de las convenciones propias de una madre convencional, para entender el lugar de los otros y lo otro en su vida y en las de quienes quedarán allí, cuando ella regrese a su casa, su duelo y sus recuerdos.

En la escena final del film, Manuela, tras reconciliarse con su expareja, solidificar las bases de su familia alternativa y redimir a la monja —igualmente en fase terminal y con quien el padre de su hijo tuvo otro retoño— sostiene entre sus brazos al fruto de esa unión, con la firme intención de criarlo como si fuera suyo. Se recogen, así, las preocupaciones del director en torno a la importancia de la familia para construir esa sociedad abierta y moderna, que la dictadura les había hurtado a sus mayores.

Una cinematografía que privilegia el hiperreal, especialmente en las escenas nocturnas donde Manuela busca, entre los trabajadores de la noche, a quien pueda llevarla hasta su exmarido, resta no obstante veracidad a los encuentros, si bien reconstruye Barcelona como simulacro, desde los edificios más emblemáticos del modernismo de Gaudí. Esta figuración de los sentidos crea, simultáneamente en Manuela, una “ilusión de coherencia corporal que sus propias experiencias vividas atestan”, deformándolas por exceso, con lo cual sus encuentros, y los lazos familiares que surgen de tanta precariedad, adquieren una fuerza superior a los consanguíneos. De hecho, con la excepción de su hijo, la vida de Manuela se presenta vacía de todo vínculo familiar propio, obligándola a inventárselos a medida que perfila para sí una nueva persona; doble actuación, entonces, y motor del argumento: “Ellas fingen mejor que los hombres, logrando así, a lo largo de sus vidas, bandear más de una tragedia […] El primer espectáculo que recuerdo fue ver a un grupo de mujeres hablando en el patio. Entonces no lo sabía, pero este iba a ser el tema de mi decimotercera película, la capacidad de las mujeres para actuar y fingir”.

Ciertamente, la película aparece deslastrada de presencias masculinas, más allá de las que se han feminizado en el trayecto, con lo cual el melodrama oscila hacia un espacio exclusivamente femenino. Incluso el intertexto de A Streetcar Named Desire (1947) de Tennessee Williams, fluctúa en el universo de recriminaciones, peleas y celos de las dos actrices que lo representan, y que igualmente constituyen entre sí una familia, pues se encuentran unidas por el vínculo de una relación de pareja que calca los desencuentros entre los protagonistas de la obra de Williams.

La mala educación (2004) es, por su parte, la película más cercana a Pedro Almodóvar desde La ley del deseo, no solo porque el protagonista vuelve a ser un cineasta, Enrique Goded, alter ego de Pablo Quintero en La ley, y por ende del propio Almodóvar, sino porque los vínculos de amor y odio que habían quedado allí apuntados —la relación entre Tina y el sacerdote del colegio, la atracción nunca resuelta de Pablo por Juan, la rivalidad entre Antonio y Juan— son centrales a la diégesis del film.

Estos afectos encontrados, propios tanto de las familias consanguíneas como de las escogidas, tienen el poder de reconstruir para Enrique la parte de “la mala educación” católica que no vivió, al haber sido expulsado del colegio a raíz de su relación con Ignacio: “oscuro objeto del deseo” del padre Manolo, el profesor de literatura y director del internado donde sus padres los habían llevado a ambos, en una época cuando los miembros de la familia franquista empezaban a distanciarse entre sí, pese a la presión que el Estado y la iglesia católica ejercían sobre ellos.

El relato “La visita”, que Ignacio escribe sobre aquellos años y envía a Enrique buscando lo lleve a la pantalla, actúa como catalizador del encuentro entre los dos jóvenes. Un relato “escrito mucho antes” por el propio Almodóvar, inspirándole en La ley del deseo, “la escena en que Carmen (Tina) entra en la iglesia de su colegio y se encuentra con un cura que la amó cuando ella era un niño”.

El texto de Pedro/Ignacio se convierte, pues, en referente de la imagen, filmada a medida que Enrique va leyéndolo desde la imagen misma: “Mis mejores recuerdos se los debo al cine Olimpo”, lee la voz en off de Enrique, ante un plano medio de dos travestis frente a la fachada en ruinas del teatro; uno de los cuales es Zahara quien, como Tina, también ha hecho del cuerpo su mejor escenario. Aquí ciertos intertextos al cine del franquismo profundizarán en la simulación, además de tejer los vínculos familiares entre los protagonistas. Sara Montiel, como la monja descarriada en Esa mujer (1969) de Mario Camus, será el icono que Ignacio y Enrique observan cuando niños en ese mismo cine, mientras improvisan sus primeros juegos eróticos, y que Zahara recreará en un cabaret madrileño años después.

Como en La ley del deseo, la relación entre el director (Enrique) y su objeto (Ignacio) queda abruptamente cortada por la distancia y los obstáculos que en su camino pone un tercero (Juan-Zahara) quien, siguiendo los pasos de Antonio en La ley, irá desembarazándose de sus competidores hasta lograr sus objetivos: seducir a Enrique y triunfar como actor. Al travestirse borra convenientemente su pasado, pues encima de la piel el trazo del compacto y el tatuaje, constituido por los trajes de Jean Paul Gaultier ciñéndose a su cuerpo como una segunda piel, escriben y se inscriben, pintando un signo para enmascarar esa memoria y permitirle reescribir su historia.

“Tú eres un buen director y yo estoy dispuesto a todo”, le dice Juan a Enrique tras deshacerse de su rival y quemar también el pasado de este; con lo cual Juan será la página en blanco donde Enrique y el padre Manolo Berenguer escribirán lo que quieran que Juan sea. Ello le permitirá a Almodóvar profundizar sin trabas en los pormenores de la pasión, y abordar abiertamente el tema del hostigamiento sexual hacia los niños por parte de algunos sacerdotes. “A un niño de diez años no se le quiere, se le acosa, se abusa de él”, enfrenta Enrique a Berenguer al recibir “la visita” de este tras la filmación del relato de Ignacio. Se recupera así para el espectador, la memoria de las escenas que refieren directamente a aquellos episodios, probablemente los mejores logrados en La mala educación.

Aquí Almodóvar mantiene efectivamente la tensión entre temor y acoso, sexualidad contenida y misticismo erótico, espejeando con ello algunos de los llamados films “edificantes”, que el Estado franquista financió y clasificó de “interés nacional”, tales como La señora de Fátima (1951) de Rafael Gil y Marcelino pan y vino (1955) de Ladislao Vajda. Películas todas que la dictadura impulsó para mantener unida a la familia, y que La mala educación subvierte, pues lo que el film de Pedro Almodóvar hace es, justamente, pulverizar las convenciones del estamento familiar, al tiempo que muestra la manipulación que la iglesia católica ejercía sobre ella para impedir se fracturara abiertamente.

La cinematografía que, en cámara lenta, ilumina voyeurísticamente los cuerpos semidesnudos de los niños, bañándose en el río bajo la atenta mirada del cura, y que utiliza los contrastes de luz en la secuencia nocturna del dormitorio y el retrete donde el padre Manolo sorprende a Enrique e Ignacio, se combina con largos close-ups al rostro de Ignacio y del padre Manolo, en la escena donde el niño le canta una canción el día de su cumpleaños. Con ello el director manchego vuelve a recuperar los usos del melodrama y el exceso kitsch que tan fértiles se mostraron, tanto en las primeras décadas de la dictadura como en la primera etapa de su propio cine. Si bien al acabar Enrique la filmación del texto, y enfrentar los personajes la realidad fuera de esa segunda cámara, el melodrama se densificará, volviéndose excesivo y restándole efectividad a la última porción del film.

El nuevo milenio ha traído entonces para Almodóvar, una vuelta a la estética de sus primeros films y un regreso a sus raíces familiares, que Volver (2006) retoma desde el título mismo. Durante la rueda de prensa, el día del estreno de la película en Nueva York, a mi pregunta acerca de estas preocupaciones, el director me comentó lo siguiente: “Esta película me ha permitido reconciliarme con mi pasado. La Mancha, con su hostilidad, era el último lugar donde quería vivir. Era una región muy reaccionaria, conservadora y machista. Al pueblo manchego no le gustaba la sensualidad. Era un pueblo muy mezquino consigo mismo. No solía pensar hasta hace poco en mi infancia, y le había negado el recuerdo en mis películas”.

Volver recobra entonces su intimidad, desde las mujeres que orbitan en el entorno consanguíneo, a través de cuatro mujeres de una misma estirpe: Raimunda, Paula, su hija adolescente, Sole, la hermana, y Vicenta, la madre de ambas. Aquí la acción transcurre entre un pueblo de la Mancha y Madrid, en el espacio cerrado de las casas donde se acumulan amores, rencores y secretos que motorizarán el entramado de relaciones. Un entramado que se imbrica con la suerte de la familia del director, tal cual me siguió comentando en aquella ocasión: “Volver es una película sobre la familia, y está hecha con la familia. Mis propias hermanas me aconsejaron en cuanto a lo que sucede en la Mancha y al interior de las casas de Madrid (la peluquería, las comidas, los productos de limpieza)”.

El film se abre con un plano-secuencia de las mujeres en el cementerio del pueblo limpiando las tumbas de sus seres queridos, mientras entonan “Las espigadoras” de la zarzuela La rosa del azafrán. Ello, como reminiscencia de la domesticidad de la madre y las hermanas del autor niño, cantando y lavando la ropa en el río. Junto a sus aguas, Almodóvar afianzó esos vínculos y descubrió la sensualidad, que La mala educación ya había recuperado, en la escena de los muchachos bañándose despreocupadamente bajo la intensa mirada de los sacerdotes.

Las funciones de la red significativa se combinarán en Volver con la vida del artista, hasta la clausura que conlleva la vuelta a las directrices de la secuencia inicial, cuando Raimunda —tras enterrar junto al río al exmarido, que había intentado asesinarla y su propia hija mató acuchillándolo— regresa con la madre al pueblo, instalándose en la casa ancestral. Un plano fijo de Vicenta perdiéndose en el largo pasillo, tras hacerse con la domesticidad de las labores propias de quien cuida, consuela y ayuda a morir, antes del fundido final, condensará las preocupaciones de Pedro Almodóvar con respecto a la fragilidad y lo efímero de la existencia, desde las mujeres que conforman el universo diegético de la película.

Se recrea asimismo el poder del firmamento femenino para decidirse, libre de intrusiones masculinas, mediante caracteres puestos a unificar los desplazamientos en el tiempo, de un guion donde se utiliza la imagen del doble y lo doble para adentrarse en los espacios de la representación. Ello desde la relación que Raimunda establece con su hija, su madre y sus hermanas, poblada por las adversidades, malentendidos, duelos y alegrías inherentes a las ataduras de la sangre, a fin de llevar a la pantalla el esquema estructural correspondiente a la autobiografía del cineasta.

Tal duplicación de identidades se lleva al cuerpo mismo en La piel que habito (2011), donde Almodóvar reflexiona acerca de la imposibilidad de huir de la propia piel, a pesar de los cambios y las mutaciones, que literalmente sufre la familia natural y la escogida. Inspirada en la novela Mygale (1984) de Thierry Jonquet, la película disecciona la obsesión del yo, en su intento por repetir en otro el cuerpo perdido; pero que, como Cambio de piel (1967) de Carlos Fuentes, es también una alegoría de los obstáculos para reinventarse sin que lo vivido se convierta en lastre.

Efectivamente, ni Robert, cirujano plástico obsesionado con la muerte de la esposa, ni Vicente, su rival, ni Vera, su invención, ni Marilia, su madre, aun cuando él no lo sepa, ni Zeca, el hermano que tampoco sospecha del parentesco que los une, logran fugarse de sí, aun cuando la pretensión de deshacerse de la memoria y el cuerpo parezca momentáneamente aproximarlos a ese objetivo. El director recurre aquí, a la estilizada estética de sus comedias y melodramas recientes, como Los abrazos rotos (2009) y Los amantes pasajeros (2013), aun cuando puesta al servicio del thriller, cuya precisión y parquedad sentimental se hallan, no obstante, muy alejadas de su estilo. “Solo sabía que tenía que imponer una narrativa muy austera, libre de retórica visual y excesos sangrientos, aun cuando mucha sangre se haya derramado en las elipses que no vemos”.

Los grandes primeros planos en las secuencias donde se manipulan órganos y fluidos, y el uso del plano picado, tanto en las distintas tomas eróticas como en las frecuentes escenas de suspenso, fraccionan excesivamente el hilo narrativo, restándole coherencia a un argumento ya de por sí equívoco y ambiguo. Quizás el mayor logro del film haya sido el rescate de Antonio Banderas en el papel de Robert; y quien, si bien brilló en la primera etapa almodovariana, nunca ha logrado encontrar en Hollywood su lugar entre los buenos actores, desperdiciándose su talento en películas de aventuras y comedias intrascendentes.

“El rostro nos identifica”, declara Robert en una charla sobre sus experimentos transgénicos; y son esas señas de identidad las que se perfilarán en la comunicación entre el campo y el fuera de campo, es decir, entre dos universos radicalmente heterogéneos constituidos por el binomio Vicente-Vera, en cuya biología se inscribe el cambio de piel. A medida que la metamorfosis se haga evidente, Vicente irá dando paso a Vera dentro del encuadre, pero quedará indeleblemente impreso, no solo en la piel de Vera, sino en el fuera de cuadro donde el director ubica las señas de identidad que le han sido robadas al personaje, haciendo de la piel frontera entre realidad y simulación. Únicamente desde este límite podrá entenderse el conflicto de Robert consigo mismo, la esposa y la hija muertas, y el homicidio de su propio hermano. Y es que él, como el protagonista de “La caricia más profunda” de Julio Cortázar, sabe que el lugar del afecto va enterrándose en los pliegues más hondos de la memoria, en tanto más apremiante se vuelve su obsesión por expresarlo.

Marilia, en plano fijo y desapasionadamente, cual es habitual en las heroínas almodovarianas con mucho por decir y poco que perder, le confiesa a Vicente-Vera que Robert ha matado a su hermano sin saberlo, y que ella es la madre de ambos, borrando aún más la línea entre veracidad y apariencia; pues el recipiente de esa confidencia, desde la fantasía de la piel que habita, poco puede hacer para comprenderla, y mucho menos consolarla. En efecto, será Vicente-Vera quien finalmente acabará con todos para huir de su prisión y reintegrarse a la cotidianeidad perdida, donde será sin embargo vista con sospecha e incredulidad por quienes se hallarán demasiado centrados en sortear los altibajos de su propia existencia.

Las transiciones entre la historia de Robert y Zeca a través de Vicente-Vera, y los regresos a la infancia de aquellos dos jóvenes en el recuerdo de Marilia, son sin duda los mejores momentos de La piel que habito, pues se suceden imperceptiblemente ante los ojos del espectador, inmerso en el firmamento almodovariano de pasiones enfrentadas, desacralización de los valores familiares tradicionales, choque de sexualidades opuestas, y mutaciones físicas y psíquicas de los protagonistas.

Tal reiteración de referentes podría parecer repetitiva, si el cine de Pedro Almodóvar, a lo largo de estos 40 años, no trata de entenderse como un corpus, donde los films se integran cual capítulos de una recherche proustiana. Siguiendo esta manera de narrar, las situaciones, temas y objetos se trasladan de una a otra película, aludiéndose, citándose y espejeándose, en tanto dicho corpus va aumentando, extendiéndose e influyendo sobre la estética de directores tan diversos como Arturo Ripstein, Wong Kai-Wai y Olivier Assayas, entre muchos otros, pero sin perder su sello característico, y su capacidad de subvertir y sorprender.

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