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Jorge Brizuela Caceres

Extractivismo en América Latina

UNA CUESTIÓN MORAL

A veces, cuando centramos los hechos en lo cercano y reciente, premisas del periodismo como oficio y de la posmodernidad como era, es probable que cometamos el grave pecado de no atender a lo global o a los procesos; es decir, perdemos la visión estratégica. Pero cuando levantamos la vista de nuestro aquí y ahora, nos encontramos con tantas casualidades que se parecen a una enorme causalidad.

Jorge Brizuela Cáceres

Cuando se habla de extractivismo a escala regional se hace referencia a –según Eduardo Gudynas, secretario ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES)- “un caso particular de extracción de recursos naturales, que se caracteriza por extraer grandes volúmenes o de alta intensidad, orientados principalmente a la exportación, como materias primas”.

Este hecho se reproduce de sur a norte del continente latinoamericano, donde se pueden ver casos de minería energética (gas, carbón, uranio, gasoductos, petroquímicas), minería metálica y no metálica (oro, plata, cobre, metal doré, potasio), agua (represas, diques, subterránea, contaminación por minería, centrales hidroeléctricas, centrales termoeléctricas, desvío de ríos), recursos forestales (bosques, deforestación, extracción de caucho, cultivos masivos de especies foráneas, tala extensiva), agroindustria extensiva e intensiva (monocultivo de soja, monocultivo de caña, uso de plaguicidas, ganadería intensiva, agrocombustibles, uso de transgénicos, desaparición de semillas criollas) y de naturaleza industrial o urbanística (contaminación industrial, residuos nucleares, residuos sólidos urbanos, viviendas sobre zonas contaminadas, rellenos sanitarios, incineradores, cultivos industriales). La descripción pormenorizada de los casos más resaltantes ocupa unas 200 páginas en el libro “Ecología política del extractivismo en América Latina : casos de resistencia y justicia socio-ambiental”, coordinado por Gian Carlo Delgado Ramos y editado por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO)

A primera vista, la conclusión sería que todo lo que puede producir progreso y desarrollo termina siendo destructivo. El problema no es solo el qué, sino el cómo: si se despoja de tierras a sus verdaderos dueños con violencia o engaño, si hay criminalización de la protesta social, o si simplemente no hay una consulta popular o audiencias públicas que permitan a la gente informarse y tomar una decisión consciente, estamos ante una clara violación de los derechos humanos, entre los cuales se ubica el derecho a un medio ambiente sano.

Un repaso por las estadísticas sociales de Latinoamérica muestra cómo se han reducido los índices de pobreza extrema, pero la distribución del ingreso es cada vez peor, mientras la inversión social de los Estados alcanza niveles muy altos (28% en Argentina y 27% en Brasil para 2010, según la CEPAL). El problema en todos los casos es la sustentabilidad de esa inversión social, y más si se basa en recursos obtenidos del extractivismo, como la soja, el petróleo o la megaminería, cuyos precios y demanda dependen de factores externos a sus países productores.

El tema también es que no solo se deben respetar los ecosistemas y la diversidad biológica, preservando fuentes de vida como el agua, la tierra y el aire, sino también respetar la libertad de los pueblos y comunidades, el derecho a la igualdad de oportunidades y por sobre todo el principio de justicia. Y esto no es privativo de una ideología: tanto gobiernos populistas como neoliberales han impulsado y sostienen estas políticas con casi idénticos argumentos a favor y refutaciones a sus contrarios.

En el fondo de este debate está la noción de globalización imperialista, que ubica a los países del tercer mundo o subdesarrollados como productores de materias primas, y a los del primer mundo como industrializadores, como demuestra un informe visual de la fundación política del partido Verde alemán, la Heinrich-Böll-Stiftung. En el caso de Argentina los productos agropecuarios suman el 51,3% de sus exportaciones, el 10,2% productos mineros y 8,1% petróleo y derivados; Brasil tiene un 32% de exportaciones agrícolas, 27% de productos mineros y 10,3% de petróleo y derivados; pero aún así hay casos extremos, como el de Venezuela cuyo 95,9% de las exportaciones son productos petroleros, Paraguay con un 90% de exportaciones agrícolas, y Chile con un 63,2% de exportaciones mineras (según el Observatorio de Complejidad Económica del Instituto Tecnológico de Massachusetts).

Para la Organización Mundial del Comercio y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el 40% de estas materias primas se exporta a Estados Unidos, un 12% a la Unión Europea, 9% a China, 2% a Japón, 7% al resto de Asia Pacífico, y apenas un 18% queda en Latinoamérica. Hay una evidente negación al desarrollo armónico y equilibrado de parte de las grandes potencias por miedo a perder poder económico, político, militar, y hasta cultural. Y lo peor es que hay gobiernos que, sin importar la ideología que digan tener, son serviles custodios de esos intereses bajo el pretexto de darle a sus pueblos “paz, pan y trabajo”.

Existe una salida política y económica a la dinámica extractivista: el férreo control ambiental, por un lado, y la negación de exenciones impositivas, subsidios e infraestructura, realizada de manera coordinada a nivel internacional entre movimientos socio-ambientales y partidos políticos afines (de orientación liberal-republicana y socialdemócrata). El modelo no cierra con ecología y sin apoyo interno, por lo que las empresas deberían mudarse o cerrar, como bien refleja Nicolás Forlani en su artículo “Complejidades y desafíos para una América Latina post extractivista”.

A veces, ante ese tipo de argumentos pseudo desarrollistas, cabe la pregunta si estos dirigentes alguna vez no nos propondrán la prostitución o el narcotráfico como salidas: ambos son buenos negocios, generan empleo y riqueza… Ante esto, la respuesta no es ideológica ni económica: la respuesta es moral.-

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