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Luis Alberto Hernández

Exposición de Luis Alberto Hernández

NUEVA YORK: “Nómada” es el título de la interesante exposición que presentará el artista venezolano Luis Alberto Hernández en la galería Salomón Arts el próximo viernes con la colaboración y curaduría de Elizabeth Villar.

Venezolano de nacimiento Hernández es autor de numerosas obras presentes en salones de Inglaterra, Alemania, Francia, Italia, España, Estados Unidos, Los Emiratos Árabes Unidos, El Cairo, El Sultanato de Omán, Túnez, y diversos países de Latinoamérica.

El extenso trabajo de Luis Alberto Hernández, leemos en su sito, “busca establecer alianzas entre nuestras pequeñeces y el infinito a través de un discurso artístico donde la imagen adquiere dimensiones simbólicas que aluden a lo sagrado, recogiendo a través de esta búsqueda, el ansia de eternidad, inseparable de toda conciencia humana.

Se trata de una suerte de filosofía individual, de una teoría elaborada en y desde la praxis misma del crear, que involucra elementos del proceso (inspiración, destrezas), circunstancias vitales o existenciales (angustia, iluminación) y aspiraciones ontológicas (qué somos, qué es lo sagrado).

En esta reflexión el arte enlaza con la experiencia religiosa, en tanto ambas disciplinas del espíritu constituyen respuestas al enigma de la Creación. Del arte toma el poder seductor de las imágenes; de la religiosidad, su capacidad de ir más allá de lo evidente. Numen e imagen son, pues, los principales elementos de su obra”.

Hablando de su obra Por un arte nómada, Luis Alberto Hernández, escribe: En la geografía y la cultura latinoamericana cada ser humano es uno y múltiple a la vez; es idéntico a sí mismo y cambia constantemente. Es nuestra manera de afirmar el juego existencial de la convivencia; nuestro modo de celebrar la presencia de ese caudal humano, venido de errancias y naufragios de todos los lugares del mundo, para replantar sus vidas entre nosotros. Este principio puede ser interpretado como una manera de entender la identidad, con un sentido de lo universal asomado en cada rostro y en cada gesto de esto que cada día vamos siendo. En Latinoamérica llevamos ya más de quinientos años de mezclas y de ritos que componen las más sorprendentes alianzas. Y esta convivencia multicultural, como un acto creador irrepetible, provisto de las glorificaciones y nostalgias de todas las presencias humanas que nos conforman, mantiene sus distancias respecto a los enfoques generalmente admitidos sobre las relaciones entre dos o más sistemas culturales.

En el territorio de la actual América Latina, antes de la conquista hispana, los grandes Maestros del Alba, los que crearon al hombre de maíz, organizaron la vida en sociedades culturalmente heterogéneas con un deseo de eternidad esparcido por amplios espacios regionales. Estas sociedades compartieron, a lo largo de su historia y con una duración variable, los sueños e influencias de diferentes horizontes civilizatorios, dejando testimonio de los primeros pasos, cuando el viento soplaba de manera distinta. Y es que Latinoamérica ha sido desde el inicio un atanor donde se cuecen las mezclas culturales y humanas más diversas. Desde el históricamente señalado origen asiático de nuestros pobladores indígenas, pasando por las grandes culturas precolombinas que florecieron en estas tierras, la cultura africana y la española, hasta las migraciones de las culturas árabe y hebrea de mediados del siglo XIX, todas, absolutamente todas, han dejado su impronta. Entonces, ¿de cuál identidad deberíamos hablar? ¿Cómo vamos a aplacar esta angustia ontológica que desafiante nos asedia?

En lo que a mí respecta, por mis venas corre sangre de lejanas y misteriosas estirpes africana e hindú. Y aunque mi padre, diluido en la esencia de una historia triste anticipó el olvido de sus fuentes primordiales, el misterio permanece, convocando mis visiones para restituir su memoria. El padre de mi madre, por su parte, fue un hindú emigrado a Trinidad cuando su país todavía era colonia Inglesa. Llegó a Puerto la Cruz, atravesando el estado Sucre desde Güiria, detrás del sueño del petróleo como tantos otros. Los culíes, como se les llamaba en la zona, dejaron esparcida por todo el oriente del país una gloriosa cultura culinaria, de exóticos colores, sabores y aromas, como para retar la eternidad. Nunca le conocí, pero dicen que se llamaba Irshad y que tenía ojos de tigre y el pelo como la noche. Fue uno de los primeros maridos de mi abuela, por esos días fundacionales de la familia en que, con todos los milagros del amor, dejó consumir su corazón entre los deseos de aquel viajante remoto.

Uno siente que debe darle forma a esa nostalgia. Que debe interrogar al tiempo para aplacar los desvelos. ¿Cómo recuperar los dioses de mis antepasados? Algo de Buda debió haber cobijado sus dramas. Tal vez Shiva o Vishnú apaciguaban su necesidad de cielo ¿Eran acaso musulmanes mis antepasados africanos? Duele la certeza de que algo se ha perdido irremediablemente. Pero estos interrogantes nos devuelven al principio, donde la pasión ayuda a mantener vivos los mitos para que la imaginación ofrezca su homenaje.

Hay ciertas maneras distintivas en nuestra historia que proponen modos de entender la identidad: el mestizaje, la hibridación, la mezcla cultural y racial basada en la aceptación de la diversidad. En el contexto del mundo globalizado de hoy ese es el legado que me he propuesto asumir. Lo hago no para postular una identidad cerrada, sino para potenciar una cartografía espiritual que tal como señala nuestra génesis histórica, apunta a la apertura. Sin duda, este es un asidero posible en este viaje a la deriva, no sólo para reivindicar una cultura y una identidad diversa, sino para rescatar una plataforma vital desde la cual construir una mejor inserción en la ciudadanía global. Porque ser humano implica ser multicultural, tal como ha dicho magníficamente el escritor británico de origen paquistaní, Hanif Kureishi. Y hablar de multiculturalidad significa aceptar que estamos formados por diferentes causes de la historia, lo cual es una bendición. Ya no hay en el mundo nada que pueda desperdiciarse como fragmento. Ellos son nosotros, y esa belleza de contrarios impone la posibilidad de inventar un sueño de inclusión, de amplitud, de tolerancia.

Intuitivamente yo había inventado ese sueño. A los quince años celebré el ritual de iniciación que mis hermanos habían venido ejerciendo religiosamente: renunciar a la protección familiar para emprender la aventura de la conquista de uno mismo. Después aprendería con Lao Tse, que el viaje más largo se inicia con un solo paso, y yo ya lo había dado. Buscaba los atisbos de un misterio antiguo que me hiciera realizar la travesía del alma aquí en la tierra con un rigor distinto. Una forma de indagar que respondiera al grito mudo del corazón, a un deseo de lo misterioso. Un ejercicio espiritual, en suma, siempre de riesgo y renovación, que como una poderosa metáfora me plantaba cara a cara ante la idea de Dios.

Era ésta la manera de buscar respuesta a las preguntas más profundas. Ensayé un conjuro que apuntaba a los lugares simbólicamente más distantes: mi propia Meca, mi Jerusalén, mi valle sagrado de Gizeh… Necesitaba, como dicen los sufíes, ver con los ojos del corazón. Evitaba así ser prisionero de esas pautas caprichosas que, de tanto en tanto, se instalan arbitrariamente en el arte para imponer sus tendencias. Mi horizonte inmediato se situaba, voluntariamente, al margen de las modas artísticas y culturales locales. Es por eso que mi actividad se ha desarrollado fundamentalmente fuera de mis fronteras naturales. Abierto al entrecruzamiento de significados locales y globales, he venido desplazándome por el mundo en una sucesión de movimientos que me han llevado reiteradas veces de Venezuela a Europa, Asia, África, y otra vez América, como si repitiera en la realidad el simbolismo de la circularidad del viaje interior.

Estos desplazamientos han constituido modos de abrirme camino a la heterogeneidad, a las yuxtaposiciones culturales. Busqué ver el lugar donde había comenzado la historia de la civilización. Me sentí anonadado por la inmensidad de la cultura antigua. Me dejé envolver por el placer estético de innumerables ruinas, visité santuarios por muchos rincones del camino: Chartre, Notre Dame, las piedras megalíticas de Stonehenge, la Gran Pirámide… Navegué las aguas del Nilo, deambulé por las arenas del desierto y tropecé a cada paso con ruinas de templos sin nombres. En las noches claras las estrellas a menudo me recordaron lo eterno y muchos otros misterios sublimes del mundo. Y ese nomadismo, que convertía mi experiencia del viaje en estrategia de indagación artística, comenzó a adquirir connotaciones decisivas en mi programa de investigación y llegó a generar una gama cada vez más compleja de vivencias y prácticas de intercepciones transculturales.

El resultado de estos desplazamientos, que a otros niveles conserva el significado sagrado del peregrinaje, terminó desembocando en la gramática de mi lenguaje; y con ello reafirmó muchas de las premisas artísticas y conceptuales con las cuales había venido trabajando. Este intercambio de visiones culturales es lo que me ha llevado a intentar mi propia interpretación del sentido profundo, que conservan algunas prácticas y tradiciones religiosas con las cuales el hombre ha venido expresando sus motivaciones espirituales.

Esta experiencia constituye el testimonio de una andadura hecha gesto estético, un peregrinar constante que desarrolla y despliega las trazas de un arte más bien nómada, en el que se entrecruza y yuxtapone el deslumbrante resplandor de contenidos espirituales de culturas distantísimas. Así concebido, el arte está abierto a una génesis cosmológica como verdadera posibilidad de identidad, donde las fronteras culturales quedan abolidas, donde toda cultura es un legado propio, por cuanto es el producto de una percepción del mundo abierta a la Totalidad a la que pertenecemos. Desde esta perspectiva, la dimensión estética vuelve a ser aquello a lo que el hombre está ligado en lo más íntimo; y esto, como lo anticipaba Krishnamurti, constituye el recordatorio de que la belleza es una modalidad profunda del conocimiento, una aprehensión directa del despliegue de la profundidad de lo divino.El arte nómada nos acerca a la verdad entrañable de esa profundidad. Nos sugiere las diversas maneras como la espiritualidad toma forma en las culturas para establecer modos de comunión con la Totalidad.

En la búsqueda de esa dimensión de la belleza mi fe ha sido reafirmada. He vivido la experiencia artística no como una profesión o un oficio, sino que ha sido fundamentalmente la conformación de un destino. En este destino la llama del misterio arde cada día más viva, y revela desde un inconsciente estético los vestigios espirituales de culturas remotas. Es así que el mestizaje, verdadera identidad del mundo, continua recomponiéndose libre y sin fronteras. También en la pintura.

Luis Alberto Hernández ejerció la docencia en las áreas de Historia del arte, Dibujo, Estética y Lenguaje Plástico en el Instituto de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón y en la Escuela de Artes Visuales Cristóbal Rojas de Caracas, Venezuela.

Su obra ha recibido 7 premios nacionales y la atención de la crítica internacional especializada, destacándose entre éstas las opiniones de los franceses Gaston Diehl, Jean-Louis Poitevin, Jean Philippe Mounier, François Delprat y el crítico y artista L´Altrange; igualmente cabe destacar las opiniones de las investigadoras españolas Gloria Bosch y Menene Gras Balaguer; el extenso comentario del filósofo alemán Arno Dopychai; así como los ensayos dedicados a su obra de intelectuales del Mundo Árabe tales como el filósofo y poeta Zouzi-Chebbi Mohamed Hassen, El filósofo sirio Talal Moulla, y el poeta egipcio Ashraf Aboul-Yazit.

Algunas de sus más importantes exposiciones individuales incluyen el Museo Haus Völker und Kulturen de Sankt Augustin (Alemania, 2000), el Museo de Arte de Gerona (España, 2001), la UNESCO (París, 2002), la intervención de la Cripta de la Iglesia Santa Eugenia, durante el XIV Festival de Biarritz (Francia, 2005), y el Claustro de la Billettes de París (Francia, 2009).

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